El Leviatán electoral

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En el mismo espíritu con el cual el ser humano tiene la capacidad de establecer “convenios mediante los cuales las partes (del) cuerpo político se crean, combinan y unen entre sí”, la sociedad civil, los partidos políticos y el gobierno federal formaron el Instituto Federal Electoral (IFE). De este modo, el Estado mexicano se dotó asimismo —entre 1991 y el 2003— de una institución de la democracia para la democracia; y así, a través del “arte del hombre”, se pudo crear “un animal artificial” que garantizase la lucha equilibrada entre las fuerzas políticas organizadas.
     El IFE es el árbitro al que los partidos, a través de un convenio plasmado en la Constitución (Art. 41) y el Cofipe, se someten “por pactos mutuos, realizados entre sí, [instituyéndose] por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común”. El IFE coronó un proceso de cambio democrático, que requirió la creación de una autoridad pública que introdujera legalidad, donde antes sólo había arbitrariedad y fraude, y certeza donde antes había conflicto e impugnaciones.
     El establecimiento de reglas y un marco institucional para el desarrollo de la democracia resolvió en México uno de los mayores agravios históricos, y permitió no sólo la competencia electoral, sino que abrió las posibilidades de un verdadero desarrollo democrático por medio de la divulgación de la cultura cívica y la salvaguarda de las libertades políticas individuales. La sociedad mexicana confirmó lo que Enrique Krauze, escribiendo justamente en los inicios de la llamada transición democrática, anticipaba: “La lección histórica es clara. Las sociedades más diversas y las estructuras más autoritarias descubren, sobre todo en momentos de crisis, que el progreso político es un fin en sí mismo.”1
     Y dicho progreso político se materializó en el IFE. En torno a esta institución convergieron los principios políticos y éticos que, sustentados en un amplio consenso democrático, le otorgaron a la autoridad electoral mexicana la confianza de la ciudadanía y el reconocimiento internacional. Las sucesivas reformas constitucionales —la de 1994, por medio de la cual se ciudadanizó el Consejo General, y la de 1996, en que se dotó de plena autonomía al Instituto— lograron conjugar lo mejor de la teoría democrática con un esquema legal e institucional que colocó al IFE como una verdadera institución democrática del Estado.
     De hecho, habiendo organizado las elecciones presidenciales del 2000, en las que resultó triunfador un candidato de oposición después de siete décadas de gobierno ininterrumpido de un solo partido, el IFE alcanzó —en las encuestas de opinión— la más alta valoración entre prácticamente todas las instituciones públicas del país.2 La contribución del IFE a la “transición votada”, utilizando el término afortunado del ex consejero electoral Mauricio Merino,3 confirmó la importancia estratégica que representa, para la paz social y la gobernabilidad democrática de México, el contar con un árbitro confiable.
     En la historia del IFE, las biografías políticas han contado. El fortalecimiento del Instituto como una autoridad, a la vez imparcial —que no neutral— y comprometida con el cambio democrático, se debió a la vinculación que nunca perdieron los consejeros ciudadanos (1994-96) y los consejeros electorales (1996-2003) con el proceso cultural, político y social de transformación y lucha —dentro del Estado de derecho— a favor de la democracia. Los orígenes intelectuales y políticos de José Woldenberg, primero consejero ciudadano y después presidente del IFE (1996-2003), ilustran bien a la generación que participó en el tránsito entre el Estado autoritario y monolítico y el nuevo Estado democrático y plural.
     Por ello, dentro del proceso histórico de cambio democrático, el 31 de octubre corre el riesgo de convertirse en Termidor: el fin de la etapa de “progreso político”. La integración en esa fecha del nuevo Consejo General para el periodo 2003-2010 por parte de una mayoría calificada de la Cámara de Diputados (PAN, PRI, PVEM), con exclusión de una de las tres principales fuerzas partidistas (el PRD) ha producido un “déficit de confianza y credibilidad” en palabras de los principales intelectuales, analistas y políticos democráticos del país. El aval internacional a la imparcialidad e independencia de la autoridad electoral está bajo revisión. Y, aún más grave, parafraseando a Jesús Silva-Herzog Márquez, se “inventó un problema donde no lo había”, lo que puede llegar a poner en jaque la organización del próximo proceso electoral presidencial del 2006.
     La integración del IFE sin que los partidos tomaran en consideración la valía y calidad del propio Instituto o, incluso, sin que cuidaran las mínimas pero esenciales formas legales, produjo un desafortunado inicio del nuevo Consejo. La partidización del árbitro a través de cuotas preasignadas en el órgano de dirección representa un retroceso muy severo para la credibilidad y la imparcialidad del Instituto. Con ello, la democracia mexicana corre el riesgo de una futura crisis de legitimidad.
     En los regímenes emanados de transiciones en América Latina, los efectos de la falta de liderazgo y la recesión económica han decepcionado a importantes sectores de la ciudadanía con el funcionamiento de la democracia.4 De hecho, la confianza en la democracia no es un bien imperecedero, y al contrario, puede erosionarse si no se le protege y fortalece. En México se ha logrado conservar la confianza, pero el país no puede darse el lujo de tener como eje de su sistema electoral a un IFE desacreditado o bajo sospecha. Sin el Leviatán electoral, existe el peligro de un retroceso al periodo en el que, al vivir “[los hombres] sin un poder común… se hallan en la condición o estado que se denomina guerra”. En el ámbito electoral, esto significa también la ley del más fuerte, sin legalidad o legitimidad. ~

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