Señor director:
El artículo de Mario Lavista, publicado en el número de marzo de Letras Libres, que incluye algunas de las cartas de Mozart a su prima María Anna (las que no dejarán de sorprender a más de un admirador que no las conocía), nos permite asomarnos a uno de los ejemplos más notables de la teoría proustiana de que la creación “es el producto de otro Yo diferente del que el artista manifiesta en sus costumbres, en la sociedad, en sus vicios” (Contre Sainte-Beuve). En el “prodigio de Salzburgo” había un verdadero desdoblamiento, como si dos hombres lo habitaran, separados por un muro. Sus contemporáneos no dejaron de señalar la sorprendente oposición entre un hombre banal y despreocupado y la creación musical excelsa que producía. Parecía que en él encarnaba la idea, muy arraigada en la Antigüedad, de que la más elevada y auténtica creación artística sólo podía darse cuando un dios poseía al artista o éste era presa de un delirio. Durante el trabajo de concepción, Mozart se levantaba para ir y venir como en un estado de total indiferencia, o para jugar mecánicamente al billar o a los dados con sus amigos. Por el contrario, cuando escribía, volvía a ser normal y podía al mismo tiempo bromear, conversar e integrarse al ambiente. La neuropsicología explica tal condición en términos de la especialización interhemisférica y su “bisociación”, de “simbolexia”, “mente biológica” y “cerebro bicameral”.
Así, mientras por una lado tenemos para nuestra felicidad al Mozart inmortal, hubo, por el otro, un señor Wolfgang, en Viena, que padeció la enfermedad de Gilles de la Tourette (tics motores y vocales, ecolalia, coprolalia), como se ve claramente en estas cartas, que le diagnosticó Charcot, retrospectivamente, 94 años después de su muerte. ~