El principio de la esperanza

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En balance, me opongo a la inminente guerra en Iraq. Pero también me opongo, y con más fuerza, a quienes en la Europa Occidental y Estados Unidos se han opuesto a esta guerra sobre bases que encuentro despreciables. Mis razones son las siguientes.
     La acusación más común que formulan los que se oponen a la guerra es que se trata de una fachada cínica para el imperialismo económico y político de Estados Unidos. Mi respuesta a esa acusación es: ¡Si por lo menos eso fuera cierto! Todas las naciones tienen necesidades legítimas, entre ellas la necesidad de energía y de aliados. No es vergonzoso permitir que estas necesidades moldeen la política exterior, ni es inconcebible que, en un caso extremo, sea necesario batirse en guerra para satisfacerlas. Pero, a falta de un caso extremo, una preocupación saludable por las necesidades e intereses nacionales normalmente ayuda a moderar la política exterior y a ofrecer razones realistas para evitar la guerra. Si la administración Bush estuviera sobre todo preocupada por asegurar las reservas de petróleo, seguramente se mostraría reacia a alterar el mercado global o a desestabilizar los países (como Arabia Saudita) que han demostrado ser proveedores confiables. De la misma manera, si el gobierno de Bush estuviera sólo preocupado por su influencia política a largo plazo en el Oriente Medio, haría todo lo posible por evitar cualquier conflicto explícito con el islam radical.
     Ésta no es la estrategia de la administración Bush. Su enfoque es escatológico y mesiánico, por usar el lenguaje de la teología. Desde el fin de la Guerra Fría y la exitosa democratización de la Europa del Este, una nueva política exterior republicana se ha desarrollado en Washington y ha reemplazado la escuela realista alguna vez liderada por Henry Kissinger. Este nuevo enfoque, que desde el 11 de septiembre ha llegado a dominar la política de la administración Bush, cree en la necesidad de hacer valer más imperiosamente el poder estadounidense en el mundo, por razones locales y foráneas. Sin embargo —y ésta es la novedad— también considera que se tiene mejor cuidado de los intereses estadounidenses a través del compromiso con la misión histórica de Estados Unidos, que es nada menos que la democratización global. El nuevo establishment quiere desalojar a Saddam por su calidad de tirano hostil a Estados Unidos, pero también apunta gradualmente a democratizar la Arabia Saudita de una manera amistosa —algo que la escuela de Kissinger jamás habría considerado. La izquierda norteamericana —que se niega a reconocer que la derecha norteamericana, hoy en día, se impulsa por ideas, no por intereses— no ha notado este cambio en la estrategia republicana. Por la misma razón ha pasado inadvertido para los europeos del Este, especialmente para los alemanes, que atraviesan Estados Unidos en un camión Greyhound y visitan iglesias negras con mucha seriedad, pero voluntariamente desatienden los debates ideológicos estadounidenses.
     Las premisas mesiánicas que rigen la política de la administración Bush son dos: que la democracia en el mundo árabe es posible, y que es, además, deseable.
     Un Oriente Medio demócrata “es posible” —tal y como lo afirmó el subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz en una entrevista reciente en The New York Times— porque asumir lo contrario sería racista. “Y es deseable”, alegan entonces los neorrepublicanos, porque las democracias del Oriente Medio serían aliadas naturales del democrático Estados Unidos. Ambas premisas son, en mi opinión, fantasía. Simple y sencillamente no hay ejemplos en el mundo de culturas no modernas o semimodernas que de pronto se conviertan en terreno fértil para un gobierno demócrata liberal. Y los ejemplos de Irán y Argelia nos deberían llevar a la pregunta de si las naciones con fuertes tendencias islamistas permanecerían democráticas y amigables hacia Estados Unidos en el caso de que las trampas formales de la democracia, como las elecciones, se instauraran antes de que esas naciones alcanzaran la modernidad. Preguntas como ésta se le habrían ocurrido al viejo y realista establishment republicano. Están ausentes del debate del nuevo establishment porque parecen derrotistas y —peor aún— antidemocráticas.
     Si la guerra que está por venir se concibiera como una operación restringida para desalojar a un dictador ilegítimo, que claramente nos amenaza a nosotros o a quienes tiene en su derredor, yo la apoyaría. Lo que rechazo es la estrategia que hay detrás de esta guerra, cuya meta última es la reorientación de la política exterior estadounidense en las generaciones futuras, y la preparación de un nuevo y democrático milenio en el Oriente Medio. Es un disparate.
     Aun así, es un disparate democrático. Y por esta razón me descubro profesando cierta simpatía por sus ideales más profundos. Son, aunque exagerados y tergiversados, nobles. En contraste, no encuentro nada noble en la actitud crítica de los intelectuales y políticos de la Europa Occidental, engendrada en el cinismo y la indiferencia. Por más ingenuas y estrechas de miras que sean las premisas que guían las políticas de la administración Bush, provienen de una esperanza: la esperanza en la democracia, en la autodeterminación y en la libertad. Y esa esperanza, por más que esté mal colocada en algunos casos, resuena a lo largo del mundo y se asocia con la idea de Estados Unidos, no de la Europa Occidental. Cuando Ronald Reagan pidió en Berlín: “Señor Gorbachov, derribe este muro”, los europeos occidentales se rieron e hicieron gestos de escepticismo; los polacos y los checos no los hicieron, y hoy apoyan la guerra en Iraq porque todavía comparten la fe simple de Reagan en la democracia.
     ¿En qué creen los europeos occidentales? A juzgar por sus acciones —o, más bien, su falta de acción—, creen en el dinero, y ciertamente lo hacen más que los estadounidenses.
     Creen en una Unión Europea que mantendrá sus economías fuertes y sus presupuestos de defensa bajos, para que sus pensiones sigan siendo sustanciosas. Sí, creen en la ayuda extranjera, el trabajo de las ong y en el Tribunal Internacional, que son cosas admirables. Tales políticas pueden aliviar el sufrimiento de las personas, pero no hacen nada para prevenirlo; ciertamente no desafían la tiranía ni ofrecen la esperanza de que las personas puedan decidir su propio destino. Luchar por eso requiere algo más que dinero: exige ideas, compromiso y quizá derramamiento de sangre. En este punto los europeos occidentales alegan que ellos, simple y sencillamente, han aprendido de su propia historia sangrienta a evitar la guerra a toda costa. Lo cierto es que ahora se están escondiendo detrás de esa historia. Como demostró la Europa Occidental en los Balcanes —para su eterna vergüenza—, su gente y sus gobiernos no están dispuestos a pagar ningún precio por la libertad política de nadie más.
     Así que esta guerra me produce sentimientos encontrados. Me opongo a ella, pero sin enojo. Y debo confesar que saboreo la paradoja de que los genuinos discípulos de Ernst Bloch, hoy en día, no se hallan en las universidades estadounidenses ni en Fráncfort del Meno, sino en Washington. ~

     — Traducción de Fernanda Solórzano

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(Detroit, 1956), renombrado ensayista, historiador de las ideas y profesor de la Universidad de Columbia, es colaborador frecuente de The New York Review of Books y The New York Times. Su libro más reciente es El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad (Debate, 2018).


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