Nada nos prepara para apreciar el aburrimiento. Lo advertía Joseph Brodsky en un discurso en defensa del tedio. Una parte importante en nuestra vida transcurre en la panza del ogro de la monotonía y nosotros insistimos en darle la espalda porque vemos en él una especie de anticipo de la muerte, un infierno de rutinas, una rueda de repeticiones que descuartiza el nervio de la voluntad. Tendría razón Baudrillard, que vio el aburrimiento como un zoom despiadado en la piel del tiempo. Bajo el lente magnificador de la aburrición, cada instante se prolonga eternamente del mismo modo que el zoom puede convertir los poros de la cara en inmensos y repulsivos agujeros. Pero el aburrimiento merece un elogio como el que Brodsky pronunció hace unos años ante unos estudiantes que dejaban la universidad. En particular, el aburrimiento político.
Es cierto que la vida se enciende con la emoción que despierta, que la historia es empujada por la innovación, por la imaginación crítica, por la originalidad. Es verdad también que de pronto hay sacudimientos que rehacen los suelos de las culturas. Pero, al parecer, la naturaleza tiende a acomodar la vida en la repetición y las culturas están hechas de hábitos. El hecho de que la iniciativa sea apreciada es justamente porque se abre paso entre las reiteraciones. La vida, dice Brodsky, no es arte, cuyo enemigo principal es el cliché. El día a día es, inevitablemente, el recorrido de nuestros lugares comunes. El poeta ruso aconsejaba a los estudiantes que se graduaban en 1989 que no rehuyeran el tedio. Cuando el aburrimiento te traga, sumérgete en él porque ahí, atrapado en la reiteración, apreciarás tu pequeñez en la inmensidad del tiempo.
Hay también la idea de que la política que vale es la que camina con paso de hazaña, la que entusiasma por sus ideales, la que acelera el ritmo cardiaco, la que agita la emoción de los grandes combates. La política emocionante. Pero la política aburrida tiene lo suyo. Imaginemos el cuadro perfecto de la política aburrida: una ciudad bien ordenada, regida por reglas claras que cotidianamente se cumplen. No es que no haya delincuentes en la ciudad. Los hay, pero ahí el criminal recibe indefectiblemente su castigo. Los gobiernos son electos, los partidos se alternan en el poder, la burocracia trabaja con eficiencia, los legisladores discuten caballerosamente, los jueces dictan la última palabra. Los periódicos informan de las rutinas: el clima, los suaves debates parlamentarios y los discursos de las ceremonias cívicas. No hay basura en las calles porque los ciudadanos no ensucian las calles y porque el camión de la basura recoge los botes de basura todas las madrugadas. El tranvía recorre su ruta con la exactitud de un reloj, los policías cuidan y la burocracia funciona. Los habitantes de ésta, la ciudad aburrida, no saben qué significa la palabra escándalo. La escena es insoportablemente aburrida. Todo aparece previsible, todo es reiteración, todo rutina. Insufrible: un paisaje norcoreano. Pero al mismo tiempo, este encierro de rutinas captura una estampa utópica: la domesticación de la política.
La democracia liberal postula una imagen aburrida de la política. Sus aspiraciones son recetas para el tedio. Los enemigos de la democracia (pienso en el terrible Carl Schmitt) lo denunciaron desde muy temprano: los liberales quieren hacer de la vida un supermercado de banalidades. Se quiere una conducta sometida siempre a reglas, se aprecia la repetición de la legalidad, se admira la acción desapasionada, se abomina la ruptura, se pretende conciliar todo. Es que el liberalismo es una plataforma para desdramatizar el conflicto político: no es el duelo mortal (y excitante) de los enemigos sino la negociación racional (e insípida) entre adversarios o socios. La política no resulta en este espacio una actividad fascinante. Por el contrario, es la tediosa administración de detalles, no rivalidad de alternativas que apasionan. La tradición revolucionaria nos conduce a pensar la política como enfrentamiento de grandes fuerzas con grandes causas y con grandes costos. Desde ese mirador, imaginamos la política digna como un animado espectáculo de colisiones. Y llegamos a la conclusión de que política que no entretiene es mala política.
La dramatización de la política la convierte en deporte emocionante: una forma de liquidar la aburrición de los hábitos. La noción bélica y su derivado revolucionario, hervideros de la pasión política, han sido los grandes antídotos (estupefacientes quizá) contra la aburrición de un régimen de derecho. Pero hoy pocos hablan de guerra. El sustituto de esta visión bélica es la visión periodística de la política. Como sus antecesores, la perspectiva periodística no admite las rutinas y deprecia la regularidad. El genio de la época, como ha llamado Steiner al periodismo, no es un vehículo de información: es un filtro de verdad. El pulso periodístico lo admite todo menos la aburrición. El modo en que el periodista organiza lo que acontece tiende justamente a la exaltación de lo ocurrido como algo que indigna o conmueve. El menú de todos los días necesita incluir, por lo menos, un gran escándalo, una declaración histórica, un pleito de familia y algún anuncio apocalíptico. Las rutinas, las repeticiones, las perseverancias son nada.
La política aburrida es el polo opuesto de la política fascinante. De ahí viene precisamente su valor. La fascinación es trampa del embrujo. Si la política nos fascina, nos ha cazado. Por eso hay que abrirle un espacio a la política aburrida. Que la política sea aburrida, para que la vida no lo sea. ~
(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).