Fotografía: Germán Espinosa

Entrevista a Francisco González Crussí

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Francisco González Crussí es profesor emérito de Patología en la Universidad Northwestern. En 2001 se retiró de su puesto como jefe de los laboratorios del hospital Children’s Memorial de Chicago. Ha escrito más de doscientos artículos en revistas especializadas. Por un breve periodo, fue editor de la revista Pediatric Pathology y es autor de dos libros sobre la patología de tumores pediátricos. Ha escrito dieciséis libros de ensayos: Notas de un anatomista (1986), Mors repentina (1986), Sobre la naturaleza de las cosas eróticas (1988), Los cinco sentidos (1989), Día de muertos y otras reflexiones sobre la muerte (1993), Partir es morir un poco (1996), There is a world elsewhere (1998), Nacer y otras dificultades (2006), La fábrica del cuerpo (2006), Ver (2006), Animación suspendidaSeis ensayos sobre la preservación de las partes corporales (2006), Horas chinas (2007), Remedios de antaño. Episodios de la historia de la medicina (2012), Breve historia de la medicina (2011), Tripas llevan corazón (2012), El rostro y el alma (2014). Su obra se ha traducido a diez idiomas. Ha sido distinguido con numerosos premios, incluyendo una beca de la Fundación Guggenheim. Recientemente le fue otorgado el prestigioso galardón Serono Merck, en Roma, por su libro Tripas llevan corazón, traducido al italiano como Organi vitali. Esplorazioni nel nostro corpo por la editorial Adelphi. Conversamos una lluviosa tarde de julio.

A lo largo de su obra ha escrito sobre todo lo relacionado con el cuerpo, ¿qué nos puede decir sobre uno de los anhelos más poderosos del hombre: el anhelo de inmortalidad, que ahora la ciencia ha retomado bajo la forma de la clonación?

Francamente pienso que no veremos la inmortalidad por muchas generaciones. La mortalidad es una ley biológica inmodificable, hasta hoy nadie ha dicho que las células puedan alcanzar una vida indefinida. Será una gran victoria de la medicina si puede prolongar la vida. Eso es perfectamente posible. Hay tantos factores tóxicos que pueden eliminarse sistemáticamente y, de ese modo, prolongar la vida a unos ciento veinte años, quizá más. Pero no la inmortalidad. En primer lugar, no me parece que fuera algo benéfico, al contrario, la gente se lamentaría de tener que vivir mucho tiempo. Tampoco creo que sea biológicamente posible. Aunque el futuro en la ciencia es impredecible, creo que está más allá de los límites humanos.

En la Antigüedad el cuerpo estaba ligado al cosmos, más adelante pensamos que formaba parte de la naturaleza y, posteriormente, de la trama social, ¿qué lugar ocupa hoy el cuerpo en el imaginario colectivo?

El problema lo creó la famosa dualidad que postuló Descartes, que se convirtió en un dogma a todos los niveles. En vez de identificarnos plenamente con nuestro cuerpo, con la entidad que encarna nuestra persona, hablamos del cuerpo como si fuera algo diferente, como si el cuerpo y el yo fueran dos cosas distintas. El yo por un lado y el cuerpo por el otro, con todas las grandes desventajas que eso implica. En la medicina lo vemos muy claro: el médico suele atender la enfermedad cuidadosamente y se desentiende del ser humano, de la persona, que está formado también de sueños, angustias y temores. Este es uno de los problemas clave de nuestra época: el resurgimiento de un dualismo no muy bien entendido.

¿Por qué se especializó en patología?

Hubo muchos factores que determinaron esa elección. Uno de ellos fue la existencia de modelos, como Ruy Pérez Tamayo e Isaac Costero, un gran maestro burgalés avecindado en México. Un maestro lleno de dichos y dicharachos. La gente se desternillaba oyéndolo, además de que era cultísimo. Había estudiado en Alemania, que era la meca de la patología, antes de que los norteamericanos tomaran la estafeta a partir de la Segunda Guerra. Yo quería ser como Costero, por su erudición, su cultura, su aire europeo, pero también como Pérez Tamayo por su dinamismo y su brillantez intelectual.

Otro de los factores que me condujeron a la patología fue mi gusto por la microscopía. Observar las preparaciones histológicas al microscopio tiene una satisfacción estética. Las imágenes que uno ve parecen cuadros de arte abstracto. Y bueno, la patología estudia los problemas médicos desde el punto de vista teórico in extenso, sin la terrible presión del cuidado de los enfermos. Eso de que lo levanten a medianoche, “doctor, doctor, venga…”, no le pasa al patólogo.

En otras ramas de la medicina un diagnóstico erróneo puede ser fatal, pero en la patología hay tiempo para estudiar las enfermedades en el laboratorio, de consultar con otros colegas. Un cirujano que está operando tiene que tomar al momento decisiones trascendentales, si se la va la mano muere el paciente, no existe el “voy a consultar con mis colegas”.

Pero usted no se dedicó propiamente a la investigación, sino a labores clínicas.

Cierto, mi intención era volver a México a trabajar como patólogo, pero me di cuenta de que las oportunidades para hacer investigación eran muy reducidas. Para ganarse la vida hay que hacer diagnósticos. Los médicos nos preguntan: “¿Esta biopsia del hígado presenta hepatitis o no?” La analizo en el microscopio. Un investigador puede saber mucho sobre la función del hígado, sobre la síntesis de las proteínas, etcétera, pero si le presentan un hígado y le dicen “a ver, dime ¿es hepatitis?”, no está seguro. No lo sabe porque no es su campo. La patología diagnóstica requiere cierto virtuosismo, hay que practicar todos los días, entrenar el ojo y la memoria. Eso me gustaba mucho. Pero, para ganarme la vida, tuve que salir de México. Me dijeron: “¿Te irías al Canadá?” “Me voy adonde sea.” “¿Harías patología pediátrica?” “Haré lo que sea para que me dejen trabajar.” Así fue que me terminé dedicando a la patología pediátrica. Cuando empecé estaba muy mal comprendida, mucha gente pensaba que el cuerpo de un niño era igual que el de un adulto, solo que en miniatura. Y no, el niño no es un adulto en miniatura. Tiene sus problemas patológicos sui géneris, propios de la infancia, los tumores no son los mismos, en fin.

En su obra es clara una manufactura literaria, ¿cómo se descubrió escritor?, ¿cuáles son sus lecturas literarias favoritas?

Empecé muy tarde a escribir porque la medicina académica es muy absorbente. Todos están trabajando como demonios, no puede uno quedarse atrás. Pero desde joven tuve la inquietud de escribir literatura. A los cincuenta años comencé a leer sistemáticamente y con mucha atención sobre todo a autores ingleses del siglo XVIII, ensayistas como Steele y Addison y hasta poetas como Alexander Pope, también al novelista Henry Fielding. Todos de un estilo rimbombante, de frases interminables. Una vez que tuve ese bagaje, comencé a escribir artículos no técnicos, tratando de imitar a los autores que hasta la fecha me siguen gustando mucho. He recibido críticas, sobre todo en Estados Unidos, de que mi estilo es arcaizante, que me pierdo en florilegios. La crítica en general me ha tratado bien, aunque a veces ha señalado que uso frases fuera de moda. El gusto actual tiende a las frases cortas y yo tiendo a lo contrario.

Mis autores preferidos han variado con el tiempo. Actualmente estoy leyendo a los italianos, entre otras cosas porque tengo que preparar mi discurso de recepción del premio Merck. Me gustan mucho Luigi Pirandello, Luigi Capuana, Guido Ceronetti, Piero Camporesi y hasta Umberto Eco.

No es difícil advertir en su obra su afición por la literatura francesa, sobre todo los autores de la Ilustración.

Eso viene de mi juventud. A los diecisiete años gané un concurso del Instituto Francés de América Latina cuando todavía cursaba la preparatoria en San Ildefonso. A mí, que era un muchacho que apenas había salido de la colonia Obrera, de repente me mandan a París. Ese viaje me abrió los ojos. No había mucho para escoger entonces. Como todo joven en ese tiempo, era un poco antinorteamericano. ¿A dónde voltear? España padecía el franquismo. Volví los ojos casi naturalmente a Francia que era, de los países latinos, el que llevaba la bandera del progreso intelectual, además de poseer una tradición literaria y científica muy notable. Así que, gracias a una beca del gobierno francés, pude viajar a París y me convertí en galófilo desde entonces, y hasta ahora.

Con frecuencia encuentro la palabra sabiduría en textos que hablan sobre su obra. En sus libros nos dice que el hombre tiene anhelo de eternidad pero que al mismo tiempo es tan frágil que puede morir ahogado por una aceituna, que es capaz de los mayores altruismos y la máxima violencia, ¿la sabiduría consiste en la comprensión de la complejidad humana?

Esa comprensión es algo que yo he tratado de reflejar en mi obra: la fragilidad y, en ocasiones, lo absurdo de la condición humana. Por un lado está la maravilla de la organizacióndel cuerpo y por el otro su vulnerabilidad. Tomemos como ejemplo al ojo, ¡qué maravilla!, ha sido usado como argumento para decir que somos creación de Dios, dada la exquisitez de sus tejidos, el modo en que deja entrar solo la luz necesaria, cómo transmite las imágenes, etcétera, todo perfecto, pero, al mismo tiempo, cuando la vena conecta con el ojo crea un punto ciego: la perfecta visión humana coexiste con la ceguera parcial.

El contraste más fascinante radica en el cerebro. Es la computadora más soberbia que jamás haya existido, millones de neuronas en interacción, memoria, imaginación, creatividad, todo reunido en un solo órgano. Sin embargo, la naturaleza o Dios, quien sea, puso ese prodigio en un cuerpo perecedero. Es como si hubieran puesto una joya preciosa en una caja mal hecha, expuesta a los cambios de temperatura, a la humedad, a los hongos. Nuestro sistema inmunológico es una cosa sorprendente, por la forma en cómo está organizado. Las células de ese sistema reconocen millones de sustancias, neutralizan muchas cosas nocivas, pero, al mismo tiempo, una pequeña colonia bacteriana penetra y acaba con todas. Lo que yo he querido mostrar es la vulnerabilidad del ser humano y, también, su grandeza. La magnificencia y la miseria del cuerpo. Creo que en eso consiste la sabiduría. Un balance justo de lo que realmente somos. Estoy seguro que el hombre no se vería a sí mismo de forma tan arrogante como el dominador del mundo sabiendo que tenemos flaquezas congénitas. Pero tampoco podemos ser víctimas fáciles porque tenemos una gran fortaleza.

Después de lo que ha visto como patólogo, ¿podría decir como Terencio que nada humano le es ajeno?

Quisiera saber todo lo que compete al ser humano, quisiera entenderlo todo, es una pena que la vida sea tan corta.

Usted ha escrito sobre la muerte, pero también sobre el nacimiento, sobre el instinto depredador y el deseo, sobre casi todos los órganos y apéndices del cuerpo, ¿es usted materialista o concibe un tipo de vida después de la muerte?

No soy religioso, pero no me gustaría llamarme ateo. No me simpatiza esa denominación. Ahora bien, si existe una forma de vida después de la muerte ciertamente no es del tipo de vida que ahora conocemos. Se trata de algo que prefiero no juzgar. Creo que algunos no soportan la duda y quieren una certeza. Felices aquellos que pueden acogerse a los brazos de la religión. Yo no. Por otro lado, creo que hay sustitutos. Alain de Botton me comentaba que, para él, el sustituto de la religión es el arte. En mi caso, tal vez el arte, la literatura y la filosofía. La literatura quizás más que la pintura.

En su más reciente libro, El rostro y el alma, se pregunta frecuentemente si es posible que la cara pueda reflejar el alma, si el rostro es un reflejo del interior. ¿Puede decirse lo contrario, que lo que ocurre fuera repercuta en nuestros órganos, que una pena de amor nos pueda romper el corazón?

Así es. En el último capítulo de mi libro Tripas llevan corazón me refiero a ese problema. Antes no se creía que eso fuera posible, que una pena de amor pudiera matar. Se podía morir de infarto al miocardio, pero no de amor, ¿verdad? Sin embargo, en los últimos quince o veinte años se ha reconocido un síndrome donde no hay lesión de infarto y, pese a ello, la gente muere del corazón. Esta afección se ha descrito bajo el nombre de “síndrome del corazón partido”. El corazón se contrae de manera anormal y el paciente cae muerto sin que haya habido lesión previa. La autopsia no demuestra ni isquemia ni enteritis ni nada de eso. Se trata de pacientes que acaban de sufrir una gran desilusión, una decepción amorosa. Así que sí es posible que el entorno tenga un efecto que repercuta fatalmente sobre el cuerpo.

El cuerpo ha sido visto sucesivamente como prisión del alma, como fábrica de piezas intercambiables, como bazar de órganos comercializables, ¿qué es, para usted, el cuerpo?

Es el órgano mediante el cual nos relacionamos con el mundo. No creo en el dualismo cuerpo/mente. Yo soy mi cuerpo, para bien o para mal, así es como estamos constituidos. Para mí el cuerpo lo es todo porque gracias al cuerpo percibimos el mundo.

¿Una máquina sensible?

Una máquina sensible, sí, pero no solo una máquina, las máquinas no tienen imaginación. Una máquina puede resolver ecuaciones que ni un gran matemático puede hacer, pero no puede tener sentimientos ni imaginación.

El rostro refleja nuestras emociones. Un cadáver ya no tiene ninguna emoción, sin embargo, he leído que se acostumbra cubrir la cara de los cuerpos al momento de hacer una autopsia, ¿por qué?

Es un rito, no sé de dónde provenga. El patólogo se intimida cuando una persona acaba de morir. Ocurre en el cuerpo una transición maravillosa, que ni a Ovidio en Las metamorfosis se le habría ocurrido. Ahora es usted una persona que habla, que platica, que siente, que tiene sentimientos, angustias y tribulaciones, y al siguiente segundo no es más que una masa de proteínas en proceso de descomposición. De un segundo a otro opera una transformación maravillosa. Es difícil, patólogos incluidos, comenzar a abrirlo y hurgar en su interior. De manera inconsciente cubre uno el rostro cuando se está profanando su interior.

Usted publicó Día de muertos en 1993. Desde entonces hasta hoy México se ha transformado, todos los días en el país ya son días de muertos. A pesar de que no vive en México, tiene aquí sus raíces. ¿De qué forma cree que afecte a los mexicanos este comercio cotidiano con la muerte?

La muerte siempre ha estado ahí, antes el mexicano podía jactarse de ser el único pueblo del mundo que podía contemplar el espectáculo de la muerte bajo una luz festiva, en forma de burla, de chacota: las calaveras de azúcar y todo eso. Sería interesante ver si con la situación trágica que vive el país ese aspecto festivo desaparece o toma otro aspecto. No creo que, por otro lado, tome nunca el aspecto que tiene en Norteamérica. No sé qué va a pasar.

En nuestros días el médico se acerca más al técnico, al basar sus diagnósticos en estudios y estadísticas, que al humanista preocupado por las emociones y el dolor de sus pacientes, ¿en qué cree usted que desemboque esta tendencia?

Me parece que este fenómeno es menos palpable aquí que en Norteamérica o en países más industrializados. La tendencia parece irreversible por el grado de avance de la tecnología. Al médico le preocupa hacer un diagnóstico correcto. Lo han entrenado para que palpe el abdomen de una persona en busca de un tumor, un quiste en el ovario, etcétera, pero ahora el médico en su propio consultorio puede tener una máquina de ultrasonido. Ya no necesita ni tocar al paciente. El técnico hace el ultrasonido y este es mucho más eficaz para el diagnóstico que palpar con la mano. La tecnología va a ser cada vez más precisa. Los griegos antiguos habían situado la medicina junto con otras disciplinas, como la arquería. El arquero dispara al blanco, pero no siempre atina, es una disciplina incierta. Así la medicina. Muchas veces acierta pero no tenemos la seguridad de que siempre vaya a dar en el blanco. La tecnología nos permite hacer diagnósticos cada vez más certeros. Eso ha provocado, sin embargo, que el médico se aparte del paciente. Ya no hay esa relación, quizá un poco paternalista, que existía hace un tiempo. Ahora el médico se ha convertido en un técnico especializado que solo ve del paciente aspectos muy parciales. Esto nos conducirá sin duda a una medicina enteramente tecnificada y muy fragmentada. La relación del médico con el paciente será cada vez más una relación tecnológica, menos humanista. Ya no estaremos al cuidado de un médico sino de un grupo, un equipo.

Antes podía encontrarse uno con doctores tremendamente cultos. Los jóvenes médicos se han alejado cada vez más de ese modelo.

En Estados Unidos se selecciona al estudiante de medicina porque es excelente en matemáticas, química o física. Los estudiantes de ciencias duras son los que más fácilmente entran a la escuela de medicina, no aquellos que han mostrado tendencias literarias, humanistas, aunque a veces admiten uno para que no digan que se les excluye. Hay cursos de historia de filosofía de la medicina para darle un cariz humanístico, pero nadie los toma en serio. Con tal de que asistas dos o tres veces vas a aprobar. El estudiante siente que eso no lo va a hacer mejor médico.

Hábleme de su experiencia, ¿el desarraigo es algo que definió su vida?

Creo que sí. Llevo ya casi cincuenta años viviendo fuera de México y sin embargo siento todavía muy vivamente mis raíces. Me río con el humor de los mexicanos, por ejemplo. A veces, a la distancia, me acuerdo de los dichos mexicanos y eso cambia mi actitud ante las cosas. Me acuerdo de cierta vez en Canadá, en que hacía mucho frío, un clima inhóspito. En aquel momento tenía problemas maritales con mi primera esposa. Era un día gris, había oscurecido a las cuatro de la tarde, caminaba con la nieve hasta las rodillas y, de repente, no sé por qué, me vino a la cabeza un dicho mexicano: “no te arrugues, cuero viejo, que te quiero para tambor”, y me produjo una sonrisa inmediatamente. Me acuerdo de ese tipo de cosas. Son como un pequeño sol interior. Creo que eso me ha ayudado a que el desarraigo se sienta menos: uno lleva a cuestas la propia casa. ~

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