Estragos de la erudiciĆ³n

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En Ć©pocas anteriores al internet, cuando la informaciĆ³n era mĆ”s difĆ­cil de obtener, el almacenaje y la clasificaciĆ³n de datos era una labor de titanes que daba prestigio y autoridad a los encargados de atesorar el conocimiento. Pero en vez de brindar el dato buscado a quien apretara unas teclas, las antiguas bibliotecas humanas martirizaban a quien no tuviera su prodigiosa memoria, o a quien, por tener una mente despierta, rehusara atiborrarla de noticias indigestas. La erudiciĆ³n estĆ” en crisis porque, gracias a la informĆ”tica, las grandes compilaciones de conocimientos que antes deslumbraban al pĆŗblico ingenuo ya no acreditan como antes la superioridad intelectual de sus autores. Pero si tomamos en cuenta que el aprendizaje de memoria tuvo un largo reinado de mil quinientos aƱos, desde la caĆ­da del imperio romano hasta la segunda mitad del siglo XX, y su nefasta huella todavĆ­a no desaparece del todo, comprenderemos mejor el carĆ”cter iconoclasta y parricida de los movimientos contraculturales que desearĆ­an hacer tabla rasa con toda la tradiciĆ³n sustentada en el saber libresco.

La memoria es una herramienta del entendimiento y por lo tanto no debe supeditarse demasiado a ella, pero las viejas tĆ©cnicas de enseƱanza invertĆ­an el orden natural de los procesos mentales, malogrando la inteligencia en ciernes. El mĆ©todo cientĆ­fico se abriĆ³ camino remando contra esa corriente, pero en las humanidades la ortodoxia religiosa frenĆ³ durante siglos cualquier posibilidad de cambio. Montaigne fue uno de los enemigos mĆ”s lĆŗcidos de la memorizaciĆ³n mecĆ”nica:

Si soy un hombre con algĆŗn discernimiento –confesĆ³–, en cambio soy un hombre con nula retenciĆ³n. Hojeo los libros, no los estudio. Lo que me queda de ellos es algo que ya no me parece ajeno, porque mi entendimiento ya lo asimilĆ³.

Olvidar un texto despuƩs de asimilar su esencia significa haberle sacado el mƔximo jugo, sin recargar la memoria con cascajo, pero ese tipo de lectura, la mejor para desarrollar el intelecto, se castigaba con una nota reprobatoria en los colegios de la Ʃpoca (y en muchos de la actualidad). Como los alumnos copiaban dictados desde el parvulario, su capacidad de desempeƱar un papel activo en el proceso de aprendizaje se anquilosaba antes de nacer.

Durante varias dĆ©cadas, el filĆ³logo Marcelino MenĆ©ndez y Pelayo (1856-1912) fue un dictador supremo del mundo literario hispanoamericano y hoy se le recuerda, sobre todo, por su tozudo empeƱo en excluir de nuestro canon los grandes poemas de GĆ³ngora y el Primero sueƱo  de Sor Juana. ¿CuĆ”l era el mĆ©rito de don Marcelino que mĆ”s admiraban sus contemporĆ”neos? Una asombrosa capacidad de almacenar y clasificar datos, digna de figurar en los almanaques de Ripley. SegĆŗn su biĆ³grafo Miguel Artigas Ferrando, MenĆ©ndez y Pelayo

recordaba todo lo que habĆ­a leĆ­do, sabĆ­a dĆ³nde estaba cada uno de los libros de la Biblioteca Nacional de Madrid, leĆ­a simultĆ”neamente una pĆ”gina con el ojo derecho y otra con el izquierdo, conservando, ademĆ”s, memoria fiel de los planos y la lĆ­nea en que se hallaba tal o cual sentencia.

Borges y Bioy Casares se mofaron malĆ©volamente de este panegĆ­rico, pero aunque en Argentina haya sido objeto de escarnio, el liderazgo intelectual de don Marcelino dejĆ³ una huella muy honda en las universidades espaƱolas de mayor abolengo. Un joven egresado de la Universidad de Salamanca me cuenta que, hasta hace poco, los catedrĆ”ticos dictaban sus clases a los dĆ³ciles alumnos de posgrado, y en los exĆ”menes calificaban su capacidad para memorizar y transcribir apuntes. No debe extraƱarnos que en otros Ć”mbitos acadĆ©micos, los jĆ³venes sometidos al mismo rĆ©gimen de tortura desarrollen un odio a la autoridad erudita que muchas veces los lleva a simpatizar con la barbarie mĆ”s primitiva. El historiador de la bibliofobia Fernando BĆ”ez cuenta que en junio de 2001

hubo un caso escandaloso en las arenas de la playa de la Victoria, en CĆ”diz, donde cientos de estudiantes se reunieron para hacer una gran hoguera. Entre risas y gritos, arrojaron a las llamas todos sus textos, incluyendo algunos clĆ”sicos de literatura obligatoria. Ni los grandes maestros de las letras espaƱolas se salvaron del fuego (Historia universal de la destrucciĆ³n de los libros, Destino, 2004).

Los protagonistas de este aquelarre tenĆ­an capacidad intelectual para aficionarse a la lectura, puesto que habĆ­an aprobado el curso. Sin embargo, su adiĆ³s a los libros tal vez haya sido definitivo, porque los clĆ”sicos que les metieron con embudo les dejaron en la boca un sabor a aceite de ricino. Detestar lo aprendido es peor que no haberlo aprendido nunca, pues impide cualquier posibilidad de rectificaciĆ³n futura. La hoguera gaditana presagia lo que puede llegar a ocurrir si nos empecinamos en un magisterio incapaz de abrir canales de comunicaciĆ³n con la masa, que en el mejor de los casos inculca un respeto reverencial por los grandes autores, como el que la gente profesa a los santos de los altares, pero pone tanto Ć©nfasis en el reconocimiento de la superioridad, que inhibe la admiraciĆ³n nacida de la simpatĆ­a. 

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(ciudad de MĆ©xico, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela mĆ”s reciente, El vendedor de silencio.Ā 


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