Flannery O'Connor

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La religión antigua creyó en la ceguera como castigo o bendición de los dioses, tránsito obligado o voluntario hacia la sombra, dominio donde se difumina la luz. Entre Tiresias, enceguecido por mirar el baño de Diana, y Edipo, quien se arranca los ojos como expiación, acaso el pensamiento griego haya pasado de la fatalidad a la voluntad. Los profetas del Antiguo Testamento quitan la vista a Tobías y a Sansón. Jesús, taumaturgo que devuelve la luz a los ciegos, despojó un tanto al cristianismo de la devoción pagana por la ceguera, forma paradójica de la clarividencia.
     Flannery O'Connor (1925-1964), la novelista católica del sur de los Estados Unidos, somete a sus agonistas a elegir la oscuridad como última estancia terrena para esperar la salvación. Hazel Motes en Sangre sabia (1952) y Rayber en The Violent Bear It Away (Los profetas, 1960) acaban por cauterizarse los ojos tras peregrinaciones religiosas accidentadas y fútiles.
     La ceguera en O'Connor está relacionada con la Eucaristía. Alfred Kazin cuenta en God and the American Writer (1997) un intercambio entre Flannery y Mary McCarthy, quien se autocalificó como "a lapsed Catholic" en sus Memories of a Catholic Girlhood (1946). McCarthy (1912-1989), escritora que había recorrido el siglo, trotskista y pacifista, quiso encontrar sosiego en la seguridad espiritual de O'Connor. Le confesó que no podía dejar de pensar en la hostia como en un símbolo. Creía que a pesar de todo eso era un pequeño bien. Flannery le respondió con voz temblorosa: vete al diablo con tu símbolo. O'Connor lamentó más tarde ese exabrupto como defensa de la Eucaristía. Confesó que le había sido imposible decirle a McCarthy que la hostia era el eje de su existencia, pues el resto de la vida, dijo, era prescindible.
     Dentro de la profunda y polimorfa religiosidad estadounidense, el catolicismo sufrió originalmente una mutilación de su "catolicidad", su naturaleza universal. La Iglesia de Roma se vio reducida por esa democracia teocrática a ser una secta entre muchas, mal tolerada hasta la gran inmigración irlandesa del siglo XIX. Pero a diferencia de la persecución en las islas británicas, el católico en los Estados Unidos se concebía en tierra de misión sin recibir siquiera la retribución del martirio. Así, lo que en las literaturas católicas es camino de santidad, en Flannery O'Connor es un periplo grotesco similar o peor al del más extravagante de los predicadores escindidos del protestantismo. No pudiendo comulgar, separados de la Iglesia como madre terrena, esos católicos están metafóricamente condenados a tener esa relación individual con Dios, a ser protestantes.
     Como ocurre ante tantos narradores norteamericanos, es difícil decidir si O'Connor fue más dueña de sus poderes en la novela o en el cuento. V.S. Pritchett afirmó que el didactismo estropea algunos relatos de O'Connor, quien para resolver dificultades dramáticas recurre sin pestañear al Espíritu Santo. Sin duda, O'Connor escribió relatos antológicos —como el crudelísimo "Greenleaf"—, pero fue en la novela donde rehuyó toda moraleja. No sé si en Sangre sabia superó a su maestro, François Mauriac; al menos lo igualó en la sencilla sordidez de sus atmósferas y en su capacidad para tornar numinoso lo que en otros autores es un naturalismo elemental.
     También es imposible nombrar a Flannery O'Connor sin ocuparse de quien fue, en misteriosa medida, su doble: Carson McCullers (1917-1967). Ambas escritoras nacieron en Georgia y fueron talentos precoces consumidos por enfermedades terminales. John Huston filmó tanto Reflejos en un ojo dorado, de McCullers, como Sangre sabia, de O'Connor. Habitantes de un mismo universo, ambas mujeres fueron acusadas de simplificar a Faulkner o de complicar a Eudora Welty. En el aire de familia sureña, cabe rastrear las diferencias.
     El compás y la escuadra que rigen a McCullers son las manecillas del reloj: el tiempo queda abolido por la progresión de las horas. Asténico, el ser está condenado a moverse milimétricamente, sin ninguna compensación ante el horror cotidiano. En cambio, O'Connor debe salvarse —o enfrentar la condenación— con una urgencia casi blasfematoria. Frente al agnosticismo de McCullers, Flannery considera la indiferencia como una vejación. La autora de Sangre sabia se detiene al borde del abismo metafísico: lleva la enseña de Dostoievski, de Revueltas o de José Clemente Orozco. Pero escapa a menudo de los extremos macabros del melodrama gracias a ese don de la economía formal que hace única a la literatura de los Estados Unidos.
     Flannery O'Connor fue un eslabón consecuente y sólido en una tradición literaria que escasamente puede describirse sin recurrir a la historia espiritual. A Emerson y a Melville, dice Alfred Kazin (1915), el decano de la crítica norteamericana, la divinidad les ofreció un diálogo o una tormenta. Pero a diferencia de T. S. Eliot, O'Connor —en la que Kazin apenas se detiene en God and the American Writer— no tuvo el consuelo de la solemne Reintegración a la Gracia en Inglaterra. A los agonistas de O'Connor Jesucristo no se complace en dejarles una señal en la oscuridad. Katherine Anne Porter (1890-1980) recordó a Flannery como una voluntariosa enferma, quien bajo el cuidado de su madre y rodeada de pavo reales en su finca de Savannah, Georgia, jamás pareció ser la narradora de la flagelación y la ceguera.
     Esa contradicción habría interesado a William James, quien en Las variedades de la experiencia religiosa (1902) partió de Kant para explicarle la religiosidad y adujo, desde el pragmatismo, que el misterio de la mente religiosa podría ser estudiado pero no resuelto, pues implica la presencia real de un conjunto de cosas que el creyente admite o desea sin poderse formar noción alguna de ellas. Entre los creyentes, dice James, hay criaturas que nacen una vez y otras que nacen dos veces. Los primeros, "religiosamente sanos", establecen una relación inmediata y armoniosa con un Dios benévolo y misericordioso. No conocen la introspección, tienen una idea mínima del pecado y jamás se enfrentan a ninguna de las severidades de la majestad de Dios. En cambio, el "alma religiosamente enferma" requiere de nacer dos veces, embriagarse de vida e intoxicarse de Dios. Ven en el mundo un doble misterio —natural y espiritual— y esa dubitación sólo la resuelve la crisis, que para la medicina griega es el final abrupto de una enfermedad, en contraste con la lysis, su recuperación gradual.
     Con algún desconocimiento del misticismo católico, James encontraba entre los nacidos una vez a los católicos, y entre los nacidos dos veces a los protestantes. La literatura norteamericana fue fundada por víctimas de la crisis como Melville y Hawthorne, misma que resolvieron, de una manera deísta, Emerson y Whitman. Contrariada, desde su catolicismo, O'Connor se vio obligada a nacer dos veces y escribir novelas que son, al mismo tiempo, una crítica del Entusiasmo protestante y testimonio de su sufrimiento por la "calvinización" del catolicismo norteamericano. Para singularizarse, ese católico imaginario necesita nacer dos veces y vivir una crisis sin una institución confesional que la cure. Por eso el predicador de Sangre sabia pretende fundar una Iglesia sin Cristo.
     Hazel Motes, agonista de la novela, vive un segundo nacimiento que lo lleva, como a tantos conversos, de la predestinación agustiniana (o su caricatura) al nihilismo. "No tengo que huir de nada porque no creo en nada", dice. No hay Caída, ni redención, ni juicio final, la Iglesia está vacía y en ella el ciego no ve… Obsesionada por el libre albedrío, Flannery O'Connor no puede condenarlo a perderse en una ceguera sin comunión. Lo remite a un purgatorio doméstico, en compañía de una viuda que quiere desposarlo, primero por su pensión, luego por amor. Y en el siglo, su Sagrada Iglesia sin Cristo es alquilada por un rival para venderla en el mercado espiritual. Con T.S. Eliot y contra William James, Flannery O'Connor se resistió a transformar la religiosidad en pragmatismo y la conversión en psicología. Irving Howe dijo que si la obra de O'Connor era antirracionalista, antideísta o antiprotestante, él no se había dado cuenta, pues en ella imperaba la relación con lo sobrenatural, que no con lo fantástico. La astucia de O'Connor convence a sus lectores de que nada hay más sobrenatural y tenebroso que la fe. El estigma de ese doble nacimiento nunca remitió en Flannery O'Connor. "Parker's Back", el último relato que escribió, presenta a un marinero que no puede vivir sin tatuarse y reserva su espalda para grabarse un Cristo bizantino. Es otra paradoja norteamericana que el último de los grandes Entusiastas religiosos haya sido una escritora católica. –

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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