¿Por qué los intelectuales (de izquierda) no quieren (no quisieron, no querrán nunca) a Fox? Quien mejor resumió la paradoja del rechazo, odio, desprecio o simple animosidad de un gran tajo de la intelectualidad nacional ante Fox fue Roger Bartra, durante una discusión con un servidor y Monsiváis, en una cena organizada por Gerardo Estrada en 2001, poco menos de un año después del inicio del sexenio. Palabras más, palabras menos, Bartra se preguntaba –y si traiciono el sentido de su interrogante lo lamentaría en el acto– por qué la intelectualidad mexicana no apoyaba al gobierno de Fox, por qué no se había incorporado al mismo, por qué lo abandonaba en manos de la derecha, por qué casi prefería que se transformara plenamente en un gobierno conservador en lugar de jalarlo hacia el centro, y, en algunos aspectos, hacia la izquierda. La pregunta de Bartra me quedó rondando, y siempre me propuse ordenar mis conjeturas al respecto. A título de respuesta a una pregunta que es preciso acotar: ¿por qué Fox fue objeto de un mayor desdén por parte de los intelectuales que cualquier otro presidente de la época moderna?
Antes de entrar en materia, conviene aclarar paradas. En primer lugar, se imponen tres precisiones a propósito del término “intelectualidad”. La inicial es taxonómica: incluyo en la acepción aquí utilizada a nuestros grandes escritores, artistas, creadores, científicos y demás. Incorpora igualmente a lo que en otras latitudes se denomina la comentocracia, a saber, aquellos que, con o sin pertenecer a ese primer grupo, plasman sus ideas y/o estados de ánimo en las planas editoriales, los noticieros de radio y los programas de televisión (dedicados, en vista de su horario, ante todo a los veladores o porteros de noche), y, por supuesto, en los desplegados de abajo firmantes. Existen intelectuales que no son comentócratas (pocos), y comentócratas que no son intelectuales (muchos). Pero, para los fines de este ensayo, pienso que se justifica aglutinarlos en un sólo conjunto, a riesgo de ganarme algunos enemigos más.
Una segunda precisión estriba en la evidente diversidad de posturas políticas e ideológicas que hoy impera en el seno de ese conjunto. No es que antes reinara la unanimidad; siempre hubo de todo en esta viña del Señor. Pero exagerar la generalización y concluir que “los intelectuales mexicanos son de izquierda” me parece hoy más falso que nunca, de la misma manera que lo era años atrás cuando se solía afirmar que todos eran “oficialistas” o “críticos”. La intelectualidad mexicana nunca ha sido totalmente de izquierda, totalmente oficialista o totalmente crítica; más aún, su historia ofrece repetidos ejemplos de desplazamientos del mismo individuo de una categoría a otra. No obstante, uno de los enigmas que encierra la interrogante aquí propuesta como objeto de reflexión consiste justamente en la virtual uniformidad de criterio frente a Fox, desde diferentes trincheras ideológicas: de izquierda, de centro, de derecha, liberales, conservadores marxistas y nacionalistas revolucionarios.
Por último, vale la pena advertir que se produjeron algunas excepciones a la oposición frontal antifoxista, tanto al principio como al final de la administración, y post mórtem. No quisiera incluir nombres, para evitar exclusiones u omisiones. Simplemente apunto que en este caso tampoco se justifica la generalización absoluta. Por otro lado, huelga decir que el recurso a palabras como odio, desprecio, molestia, animosidad, inquina o animadversión, no aspira a un estatuto teórico, ni pretendo proporcionar ejemplos específicos del tenor que atribuyo a los críticos de Fox: creo que todos sabemos de quiénes y de qué estamos hablando. Y para concluir este preámbulo, y también para poner las cartas en la mesa, reitero mi opinión de que el gobierno de Fox, cualesquiera que hayan sido sus méritos (muchos, para mí) y sus defectos (muchos también), en los hechos, y no en las supuestas o reales intenciones, no fue un gobierno más de derecha que el que lo precedió, o que el que le sigue.
Los intelectuales mexicanos detestan a Fox por cinco razones principales, todas ellas lógicas y comprensibles. La primera, no necesariamente en orden de importancia, pero sí en el tiempo, reside en la gran desilusión que para muchos implicó el que la salida del autoritarismo en México se hubiera dado por el centro-derecha y el PAN, y no por una izquierda compuesta por parte del PRI y el PRD o su equivalente. Un gran número de intelectuales y dignos integrantes de la comentocracia apoyaron a Cárdenas en el 88; un número menor lo hizo en el 94, y una cantidad aún más exigua en el 2000, pero incluso muchos de los que fueron desencantándose con el líder perredista y votaron por el PAN gracias al fenómeno del voto útil, lo hacían tapándose la nariz y con resignación. Consideraban una injusticia, una desgracia o un error nacional grave, el que nuestro tránsito a la democracia representativa no desembocara en un gobierno socialdemócrata, semejante por cierto a los últimos regímenes priistas, pero desprovisto de las taras de corrupción, represión, fraude electoral e incompetencia propias de los sexenios más recientes. Fox, de algún modo, se convertía en un usurpador: el que le arrebató a una izquierda mexicana democrática y moderna (hoy sabemos que existente sólo en la imaginación de sus partidarios) el derecho de piso de la transición.
Olvidaban esos intelectuales y comentócratas algo que habían seguido o vivido de cerca. Las transiciones, en la mayoría de los casos, se dan por la derecha, precisamente porque la única manera asequible de convencer a los poderes fácticos de renunciar al autoritarismo que tanto los benefició, es garantizándoles muchos de sus privilegios. El PSOE llegó a La Moncloa siete años después de la muerte de Franco y después de tres gobiernos de centro-derecha (Arias, Suárez y Calvo Sotelo); antes de Ricardo Lagos ocuparon La Moneda Patricio Aylwin y Eduardo Frei; para que arribaran al poder Fernando Henrique Cardoso (sin hablar de Lula) o Tabaré Vázquez tuvieron que conquistarlo Neves (apenas por algunas horas), Sarney, Collor de Mello, e Itamar Franco, por una parte; Sanguinetti (dos veces), Lacalle, Batlle y varios más, por la otra. La excepción ha sido Mandela en Sudáfrica, que, por cierto, brindó a tiempo las garantías necesarias. Salvo con un “descontón” como en el 88, hubiera resultado casi imposible que las élites mexicanas aceptaran de buena o de mala gana una transición encabezada por alguien como Cárdenas, sobre todo antes del surgimiento de López Obrador, el espantapájaros por excelencia.
El segundo origen de la animadversión por Fox yace… en el origen de Fox. Para colmo de males, no sólo la transición se dio por la derecha, sino que se plasmó en la persona de alguien que no podría provocar mayor anatema para la intelectualidad nacional que el ex gobernador de Guanajuato. En lugar de que Acción Nacional hubiera escogido a un dirigente caro a la intelligentsia, como Castillo Peraza, o incluso Diego Fernández, sucumbió ante la peor de las pesadillas. Fox aglutinaba todos los males antes incluso de iniciar su presidencia y de poner en evidencia otras características negativas. Era “mocho” y se jactaba de ello, como lo demostraban sus repetidas apariciones en público asistiendo a misa (antes de casarse), portando una efigie de la Virgen de Guadalupe, o recibiendo artefactos religiosos de sus hijas en diversos eventos públicos u oficiales. Era empresario y empresariófilo, y de la peor calaña, del epítome de las multinacionales, productora de las aguas negras del imperialismo: la Coca-Cola. Representaba la condensación químicamente pura de lo más antitético para un intelectual de izquierda: una presidencia privatizada. Con una agravante: por tratarse no sólo de un ejecutivo de una multinacional, sino de una multinacional estadounidense, adolecía de otro defecto intolerable: ser proyanqui, o entreguista (en la jerga pejista actual) o vendepatrias. En otras palabras, para el arquetipo de comentócrata de izquierda en México (y, ciertamente, de casi toda América Latina), Vicente Fox acopiaba en su persona todos los atributos más reprobables que un presidente (o político de cualquier estatura) pudiera reunir. No se le podía aceptar, ni mucho menos querer o apoyar.
La tercera razón emergió un poco más tarde, aunque incluso durante la luna de miel previa a la elección y durante el período de transición se asomaba vía susurros y apartés en cenas elegantes. Fox era ignorante, inculto, medio mal hablado y carecía por completo del refinamiento y de la sofisticación que “debiera” poseer un presidente. Ya en la presidencia, cuando comenzaron sus gaffes supuestamente graves y recurrentes, los susurros se volvieron aullidos: ¿Cómo era posible que alguien que no supiera quién era Borges pudiera representar a México en el Congreso de la Lengua Española en Valladolid? Y así sucesivamente con la botas de charol, los negros en Estados Unidos, el Premio Nobel de Vargas Llosa, etc. Y, en todo caso, si Fox era un iletrado en el sentido más amplio de la palabra, lo menos que podía hacer –y que no hizo– era rodearse de personas que lo cuidaran de su ignorancia, la disimularan y la suplieran. En realidad este tipo de tirria se asemeja mucho a la anterior, y ambas pueden subsumirse bajo la noción del intruso.
En efecto, las élites mexicanas, dotadas de una mayor continuidad desde antes de la Revolución de lo que muchos suponen, rechazan con ferocidad todo lo que resulta ajeno a sus prácticas, orígenes, predilecciones y fobias, a sus costumbres y tradiciones. Es la versión local –tácita, pero innegable– de la corrección política, hipócrita como todas las encarnaciones de esa contribución estadounidense de dudoso valor a la vida cultural. Dichas élites son multiformes: empresariales, políticas, religiosas e intelectuales. El último segmento, por ser el menos poderoso, quizá se distinga por ser el más estridente. Diversos valores –entendidos o no–, determinadas formas, algunas afinidades o complicidades, siempre han sobresalido, por lo menos desde el alemanismo, en el seno de estas élites; por selectiva que fuera la admisión, el poder o el dinero aseguraba el derecho de ciudad, a condición de que se cumpliera con ciertos requisitos, más de forma que de fondo (no importaba de dónde provenía el dinero, si se gastaba correctamente: Artemio Cruz); no importaba la naturaleza rústica de algunos políticos, siempre y cuando tuvieran poder real, y aprendieran a usar los cubiertos en los convivios diplomáticos: Gonzalo N. Santos. Y, por qué negarlo, imperaba en el seno de las familias sagradas una dosis de convergencia de sustancia: una misma idea del país, del mestizaje, de la historia, del patriotismo, del lugar de México en el mundo y el del mundo en México, del rol de la iglesia y la religión, de la vocación redentora (siempre en los bueyes de mi compadre, por supuesto) de políticos empresariales y de empresarios políticos. Siendo élites relativamente cerradas (cf. las dinastías políticas, empresariales y hasta intelectuales del país desde los años cuarenta), su aversión al extraño era y es extrema; y cuando la alteridad es de forma y de fondo, se transmuta en intolerancia.
Fox fue un intruso: en su desempeño profesional, en su vestido, en su lenguaje, en su educación (o falta de ella), en su ostentosa religiosidad, en sus valores y en su rechazo a las reglas del juego superficiales (las más profundas, por desgracia, las acabó acatando). Era lo más políticamente incorrecto en forma y fondo: discrepaba de la discreción religiosa, del patrioterismo antiyanqui, de las versiones de la historia oficial (Madero en lugar de Juárez), del culto a la Revolución Mexicana, del paternalismo estatal (de allí sus berrinches públicos contra la gente en las vallas que le pedía incontables favores). Violaba mucho del fondo, y casi todas las formas, que aglutinaban a las élites mexicanas, cuyas opiniones y sentimientos eran a la vez confeccionados y difundidos por la intelligentsia. ¡Cómo no lo iban a reprobar!
Lo que los intelectuales quizás no vieron era que muchos de los rasgos execrables ya mencionados, en realidad hacían de Fox no sólo el único vehículo para salir del autoritarismo por una vía pacífica, tersa y caracterizada en buena medida por la continuidad. Permitían, principalmente, la coexistencia, en su vida personal, de otras posturas, que a su vez lo abrían a propuestas, respuestas y apuestas contrarias a las que se podría suponer. Por ser divorciado, por haber adoptado a cuatro hijos, por casarse de nuevo sin anulación de su matrimonio previo, por no cargar complejo alguno frente al exterior y en particular frente a Estados Unidos, por haber convivido desde su infancia y juventud con los sectores populares del país, en esa extraña combinación de cercanía y condescendencia que implica ser el ranchero blanco y grandote con apellido extranjero que juega con los niños pobres de la hacienda, y el gerente de ventas de Coca-Cola que recorre los pueblos trepado en los estribos del camión de reparto; es decir, por haber podido separar en su vida personal sus creencias religiosas y nacionales de sus actos cotidianos, Fox no se sintió nunca obligado a traducir en políticas públicas sus convicciones personales.
Durante sus seis años de gobierno, ni propuso, ni fomentó, ni insinuó cualquier modificación al carácter público, laico y gratuito de la educación (al contrario: tal vez el mayor reproche que se le pueda dirigir consiste en no haber transformado el desastroso legado educativo que recibió y que entregó); nunca intentó modificar la legislación federal vigente en materia de aborto o impugnar las leyes más liberales de los estados; e introdujo, casi a la fuerza, la píldora del día siguiente en la canasta básica de medicinas y en las farmacias (una de las medidas más populares de toda su administración, según diversas encuestas). Pudo, frente a Estados Unidos, demandar a ese país ante la Corte Internacional de Justicia, por primera vez en la historia de México; pudo retirar el país del Tratado de Río, pudo colocar el tema migratorio en el centro de la agenda bilateral, pudo resistir la mayor presión diplomática infligida a México desde inicios de los años sesenta (a propósito de Cuba), al negarse a apoyar a Bush en el Consejo de Seguridad de la ONU; pudo más que duplicar el número de familias inscritas en el programa de combate a la pobreza diseñado por su predecesor y más replicado y alabado en el mundo (aunque, en efecto, se trata de dinero destinado al consumo y no a la infraestructura).
En otras palabras, los vicios que muchos intelectuales aborrecían en Fox, y que según ellos conducirían a políticas públicas conservadoras, mochas, proyanquis y antipopulares, posibilitaron y hasta cierto punto alentaron definiciones de hecho que, en todo caso, representaron una continuidad con el pasado, para bien o para mal. Ante estas evidencias, la comentocracia (en paralelo, hay que decirlo, con la vieja clase política priista y con parte de la élite empresarial) esgrimía su último recurso: aunque todo eso fuera verdad, no se debía a Fox, sino a ciertos colaboradores, a determinados aliados (o aliadas) y a la opinión pública.
Mas no a él. Nunca se comprendía en este enfoque, sin embargo, quién había nombrado a los colaboradores, quién había escogido a los aliados, y por qué se atendía a la opinión pública en un país donde ni siquiera existía pocos años antes.
La tercera razón del desencuentro entre el vaquero de San Cristóbal y la docta academia mexicana fue la exclusión y la etérea pero indudable incomodidad de Fox para tratar con y escuchar a “intelectuales que no me quieren”. Desde la presidencia de Ernesto Zedillo, el tradicional apapache –cooptación o corrupción dirían algunos– estatal de la intelectualidad y de la comentocracia ya se había empezado a extinguir. Pero con Fox el asunto llegó a extremos, ya que prácticamente ningún integrante de la intelligentsia consagrada fue incorporado al gobierno; las posibles excepciones habrían sido, en distintos niveles, el que escribe, Adolfo Aguilar Zinser, Carlos Elizondo Mayer-Serra y Francisco Valdés, junto con creadores más jóvenes designados como agregados culturales en varias embajadas, y cuatro figuras destacadas a quienes se les ofrecieron sendos nombramientos de embajadores; uno aceptó, tres declinaron. De tal suerte que quizás el principal instrumento utilizado tradicionalmente por el Estado mexicano para acercar a los intelectuales al poder, o para acercarse el mismo al estamento en cuestión, sencillamente no fue empleado para sus fines de siempre.
Se puede argumentar que el recurso a las viejas mañas del sistema no era ya –o nunca fue– indispensable para que el Estado sostuviera una relación correcta con la intelectualidad; es cierto. Como lo es también que la acostumbrada integración de algunos intelectuales al servicio exterior, al aparato cultural, a la SEP, a los innumerables consejos consultivos del gobierno, así como una relación más cercana de Fox con la Universidad –y no sólo con las universidades públicas y privadas del interior de la república– no hubieran evitado la animosidad, aunque tal vez la habrían aminorado. Y es válido afirmar que gobiernos como el de Zedillo o el de Calderón –ninguno de los cuales practicó la seducción de siempre– construyeron un vínculo con los sectores académicos, científicos y culturales del país menos áspero que Fox. Quizá convendría concluir que este factor, justamente porque se sumaba a los demás, envenenó las cosas más allá de lo ineludible en vista de las explicaciones previamente expuestas.
Ahora bien, esta exclusión de una intelectualidad de cualquier manera reticente a forjar un nexo con Fox, se explica y a la vez se agravó por una característica del mismo Fox. Nunca se sintió cómodo con los intelectuales o comentócratas, le disgustaba hacer la tarea, y la consideraba superflua por doble partida. Por una parte, siempre abrigó el convencimiento de que los intelectuales no lo querían, por todas las razones expuestas aquí, y que todos sus esfuerzos resultarían fútiles; ¿para qué insistir? Y de allí el ciclo vicioso: como no se empeñaba, y su renuencia se notaba, exacerbaba la percepción entre los intelectuales de los rasgos señalados, sobre todo el de la incultura y el de… el antiintelectualismo.
Pero además, Fox suscribió desde su campaña y sobre todo a partir de la toma de posesión, la tesis –en última instancia falsa– de Ricardo Salinas Pliego sobre los llamados círculos verde y rojo. El primero es el de las grandes masas, que votan y se definen en función de criterios muy básicos: empleo, precios, seguridad, educación, salud, vivienda. Se llega a ellos por dos medios: la televisión y, en menor escala, la radio. De allí la enorme importancia que Fox (y Calderón, por cierto) otorgaba a las campañas de publicidad gubernamental, y a sus salidas directas en la televisión. Por el contrario, conforman el círculo rojo los mexicanos informados, que leen los periódicos y siguen de cerca las noticias, politizados y organizados en partidos, dirigencias sindicales, universidades, cúpulas empresariales, ONG, etc. La comunicación con ellos se produce a través de los medios impresos: titulares, columnas editoriales, fotos, etc. Su número no rebasa el millón: casi nada en un país de más de ciento diez millones de habitantes. Para Fox, carecían de importancia; eran el equivalente de las inglesísimas chattering classes, reflejando una inmensa desproporción entre su estridencia y su influencia en el México democrático.
Pero Fox “ni los veía ni los oía” no sólo debido a su diminuta dimensión, sino también por su falta de ascendencia sobre el círculo verde. Los intelectuales y la comentocracia pecaban doblemente: por formar parte del círculo rojo, y por no influir en el círculo verde, el único que cuenta. Sus asesores de imagen y de opinión –y en particular Manuel Rodríguez y Rolando Ocampo, sus encuestadores de casa durante buena parte del sexenio– intentaron persuadir a Fox del simplismo de esta tesis, al señalar que el círculo rojo en realidad englobaba dos segmentos: los que hoy denominamos la comentocracia (los que forman opinión), y el círculo café, que funciona como enlace entre los opinadores (círculo rojo) y la amplia masa del país (círculo verde). Fox nunca aceptó el matiz.
Al final de cuentas, Fox acertó al creer que debía concentrar todo su énfasis y energía en el círculo verde, dirigiéndose a él a través de los medios masivos de comunicación. Salió de la presidencia con índices de popularidad y aprobación sumamente elevados (los más altos que se hayan registrado), y logró la reconducción del candidato de su partido a la presidencia. La intelectualidad del círculo rojo no logró contaminar los sentimientos del círculo verde, gracias ante todo al Peje: los intelectuales se dividieron en torno al candidato del PRD, y muchos sublimaron su odio a Fox a favor de su rechazo a López Obrador. Pero Fox se equivocó en un aspecto decisivo: la historia la escriben los miembros del círculo rojo, y en particular los historiadores, periodistas, analistas, ensayistas, etc. Su visión del sexenio sí influye en el círculo verde, y puede terminar por definirlo, con el tiempo. Fox no retuvo los niveles de aceptación de diciembre de 2006, en buena medida por esto. Y es que la teoría de Salinas Pliego tal vez haya perdido vigencia con el tiempo. Hoy, los dos círculos parecen vasos comunicantes: un asunto de círculo rojo comienza en la prensa de la mañana; pasa de los periódicos a los noticieros de radio matutinos; si tiene piernas, rebota a los de mediodía y de la tarde, para aterrizar en la televisión a las diez de la noche, donde, si no es controlado antes, ya penetra en el círculo verde. No son compartimentos estancos, sobre todo debido al efecto multiplicador de la radio.
El cuarto motivo de la desavenencia del régimen con los intelectuales consiste en una consecuencia directa de las consideraciones anteriores. Hasta Fox –aunque Zedillo ya había comenzado a tropezarse en este ámbito– todos los gobiernos mexicanos de la época moderna (y no tan moderna: cf. Justo Sierra) incluían en su seno a algunas figuras que, si bien no se concebían a sí mismas, ni eran consideradas por terceros, como creadores o científicos en tanto tales, fungían como correas de transmisión entre el presidente y el sector. Como se dice en otras latitudes, “atendían” a los intelectuales: se reunían con ellos, los acercaban al presidente, resolvían sus quejas, problemas o solicitudes, dispensaban favores y comunicaban disgustos del “Señor” con ellos. Variaban los cargos ocupados por estos intermediarios: Gobernación, Relaciones Exteriores, Educación con mayor frecuencia, Conaculta o antes Bellas Artes, el director de Comunicación Social de la Presidencia, algún allegado al presidente (jefe de la Oficina de la Presidencia, o equivalente).
Ninguno de los responsables de estas carteras o funciones en el sexenio de Fox resultó ser un interlocutor válido para la intelectualidad. La directora del Conaculta, el secretario de Educación, los sucesivos voceros (la excepción parcial fue el último), y el director de Innovación Gubernamental (virtual jefe de la Oficina de la Presidencia) no lo fueron por obvias razones: no había química posible entre unos y otros. El secretario de Gobernación lo intentó sin éxito, y el primer secretario de Relaciones Exteriores asumió la función por default, a medias, y con un éxito relativo durante dos años. Nadie más lo hizo. Al grado que durante la mitad de 2003, habiendo ya salido del gobierno, y todavía en 2005, le tocó al autor de estas líneas ser requerido por Los Pinos para invitar a diversos intelectuales a Los Pinos, porque nadie más lo hacía: a falta de pan, tortillas. De nuevo, no es que la ausencia de un “ministro de Intelectuales” provocara el distanciamiento, ni que su existencia lo hubiera evitado, pero la inoperancia de los tradicionales mecanismos de enlace contribuyó al desaguisado que todos conocemos.
La quinta y última razón de tal desaguisado yace en lo que quienes discrepan de lo dicho hasta aquí podrían llamar el fondo del problema. Los intelectuales llegaron a detestar a Fox (aunque, como vimos, el sentimiento nació incluso antes de la toma de posesión) porque era detestable; porque fue un pésimo gobernante, de principio a fin, porque descuidó algunos elementos esenciales de la gobernabilidad mexicana, como son el oficio político, la búsqueda y realización de consensos o acuerdos mayoritarios, y la solemnidad de la investidura. Sigue, desde luego, abierta la interrogante: dichos atributos ¿emanan del alma mexicana ancestral, o del chip priista?
Los intelectuales y comentaristas, en México y en China, se consideran los guardianes del templo: ellos, desde la distancia, saben cómo se gobierna, cómo se fraguan alianzas, cómo se respetan y conservan las formas (importantes en México y en China, pero en muchos otros países no), en una palabra, qué se debe hacer y qué no. Y Fox no sólo no solicitaba con suficiente frecuencia su consejo al respecto, sino que no lo seguía cuando se lo brindaban. Gobernó mal porque desconocía los hilos del poder, porque no quiso pedirles a los sacerdotes encargados de proteger y perpetuar esos hilos que le enseñaran cómo se tejían, y porque pensó, en su ignorancia y arrogancia, que podía gobernar de otra manera: hablando en exceso, diciendo disparates, confrontando a opositores, rompiendo las reglas, olvidando las tradiciones, descuidando las famosas formas. Desde esta óptica, Fox se ganó el desprecio de los intelectuales a pulso: les cayó gordo con toda razón.
Sin duda algo hay de válido en esta diatriba implícita. Fox efectivamente despreció las formas ortodoxas, descuido el trabajo político de menudeo y de construcción de alianzas (aunque también se le reprochan las alianzas que sí fraguó: Elba Esther Gordillo, la CTM, el Partido Verde en 2000-2001 y varios gobernadores priistas), y se quedó a medio camino: ni rompió de verdad con el pasado, ni respetó explícita y formalmente la continuidad que en ocasiones pretendía asumir. Logró menos de lo esperado, de lo necesario y de lo prometido; entregó un país económica y socialmente en ascenso, pero políticamente paralizado. Nunca supo que la ruptura era imprescindible, por lo menos para arrancar, ni comprendió que, con el andamiaje institucional vigente, gobernar se reduce a administrar, mejor o peor que antes, la herencia recibida. Pero estos reclamos, colocados en boca de la intelectualidad con términos que no son los suyos, se podrían dirigir con la misma eficacia y verdad al régimen anterior a Fox, y al que le sigue. Sin embargo, ni Zedillo ni Calderón (hasta ahora, pero es probable que el statu quo se mantenga) han padecido la virulencia de la hostilidad comentocrática contra Fox. Por eso esta última explicación, la más autojustificatoria, se antoja insuficiente, aunque no falsa.
La historia es inclemente con los presidentes mexicanos. Sus aciertos, o los motivos, costos y beneficios de sus fracasos, empalidecen frente al juicio implacable del retrovisor. El caso de Fox reviste, no obstante, una diferencia esencial frente a tres de sus predecesores, objetos o víctimas de un encono análogo: Echeverría, López Portillo y Salinas de Gortari. Justificadamente o no, han sido vilipendiados por los historiadores, los periodistas, los intelectuales, y en general por lo que los estadounidenses llaman punditocracy. Pero en su caso, y, de nuevo, con o sin razón, también son repudiados por la opinión pública (no sólo la publicada), por las clases medias que perdieron su patrimonio y por los sectores populares que vieron prolongada indefinidamente su pobreza y adversidad.
No es el caso de Fox: aunque dilapidó la popularidad de sus últimos días en Los Pinos (como Salinas hasta el derrumbe de diciembre, o Echeverría antes de la devaluación de agosto de 1976, o López Portillo hasta la devaluación de febrero de 1982), sigue contando con el afecto y el respeto de un número insólito de ciudadanos, medido por encuestas, y por impresiones en la calle, entre mexicanos en el exterior, en la provincia, en los mercados y aeropuertos, salvo, por supuesto, en territorio apache: dentro de las comarcas del Peje.
En los anteriores sexenios citados, el pueblo arrastró a los intelectuales; en el de Fox, hasta ahora, los intelectuales no han jalado al pueblo. La suerte de Fox descansa, quizás, en ser de centro-derecha en un país que así se autodescribe y designa. Fox fue un presidente asumido de centro-derecha con valores conservadores, en un país asumido de centro-derecha con valores conservadores.
Si nos guiamos por la encuesta comparativa de autoidentificación ideológica de Cima/Barómetro Iberoamericano de Gobernabilidad 2007, donde en la escala del uno al diez el uno es izquierda y el diez es derecha, México, con 6.8, es el tercer país más a la derecha de América Latina; el promedio de la región es de 5.8. Si nos remitimos a una encuesta reciente de Consulta Mitofsky, que nos arroja datos indirectos pero igualmente precisos, 32% de los mexicanos se identifican con el PAN, y 22% con el PRD, y 50% de los mexicanos consideran al PAN como un partido de derecha y 54% consideran al PRD como un partido de izquierda. Por último, si nos referimos a una encuesta levantada por GAUSSC en plena campaña presidencial del 2006, donde de nuevo uno es “muy de izquierda” y diez es “muy de derecha”, los encuestados se ubicaban en el seis, es decir, ligeramente cargados hacia la derecha.
Así, podemos conjeturar que en los casos de Echeverría, López Portillo y Salinas, los intelectuales se ubicaron en sintonía con el país, con independencia de qué vino primero: la antipatía de la sociedad, o la de sus formadores de opinión. En cambio, en el caso de Fox, quizás, este último se halló en sintonía con el país, y los intelectuales, no. ~