Fragmentos de un diario

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Lunes, 10-XII-01.Últimamente he estado cavilando de diferentes formas en la parte secreta, no pública, de las personas. El yo público, la máscara que se muestra ante la gente, siempre con cierta teatralidad, es sólo una pequeña parte de la totalidad de cualquier persona: lo demás es interioridad misteriosa, vedada, opaca no sólo para los demás, sino en cierta medida aun para la propia persona que lo retrae y no lo exhibe. Porque la parte secreta, no pública, de nosotros es vergonzosa a veces, impulsiva siempre, contradictoria, irracional, desordenada, incontrolable. Ahí están, entre otras cosas, los miedos inmotivados, los deseos bruscos e inesperados, las adoraciones y los odios, los amores correspondidos de un modo u otro (nunca plenamente saciativo, aceptémoslo) y los amores no correspondidos, las esperanzas fundadas y las absurdas. Y eso es muy difícil de articular ahí donde está, en la soledad, sin discurso posible que lo alcance y sin ser regulado en la confrontación con los demás.
     Veo a una persona, cualquier persona, y me digo: "Sí, sí, eso es lo que hay aquí afuera, qué máscara tan pulida y razonable, pero ¿qué hay allá adentro, en tu mar de fondo secreto?"
     En cuanto a mí, me pongo a rezar, porque en la oración entramos en contacto con una parte de nosotros que no pertenece al yo público. El esfuerzo por hacer auténtica la plegaria nos libera del personaje público, de la máscara, y podemos bucear dentro de nosotros. ¿Pero cuál es la naturaleza de este esfuerzo?
     "La oración —dice Simone Weil— consiste en atención. Es la orientación de toda la atención de que la mente es capaz hacia Dios. La cualidad de la atención cuenta mucho en la cualidad de la oración."
     El esfuerzo es, pues, un esfuerzo de atención. Qué cosa tan sencilla y tan cierta. Simone Weil elucida el concepto del rezo (desde el lado psicológico) con el concepto de atención. Habilidad para desatender a ciertas cosas y atender a otras cosas. Menos precipitadas, menos enroscadas en la trituradora cotidiana, eso es todo.
     Así, la oración te separa de tu yo público y te permite articular de algún modo, en el diálogo con Dios, tu interioridad secreta. Ahí puedes pedir perdón y calmar tus miedos, y depurar tus anhelos explorando su razonabilidad y nobleza (o bajeza). Y, como siempre, me pregunto: la gente que no reza, ¿cómo se pone en contacto y alcanza compromisos con sus turbulentas zonas irracionales y secretas?
      
     Martes, 11-XII-01.
     Voy caminando por la calle Madison, en una de las zonas más elegantonas de Manhattan. Viene en sentido contrario una rubia botticelliana: joven, hermosa, fina ("sus manos perderían a cualquier santo"), vestida con un saco de cuello de pieles (¿marta cibelina, castor, mink?, no sé distinguir).
     De pronto la hermosa, esa rubia delicada, carraspea, vuelve un poco la cabeza, escupe con fuerza a un lado un gargajo y sigue adelante como si nada.
     Quedo asombrado. No puede ser cierto lo que acabo de ver, me digo. Y, sin embargo, no hay lugar a dudas: acabo de ser testigo presencial del hecho. ¿Por qué me asombra tanto?
     Bueno: la belleza elegante no es consistente con el escupitajo. Pero ¿por qué no? Acaso he sido en esto platónico sin saberlo, y creo que todo lo hermoso tiene que ser, por hermoso, no sólo bueno, sino bien educado. Y, de paso, tiene que estar incrustado en una posición económica desahogada. Pero no, ¿por qué? Tal vez esa mujer no es rica, sino pobre, y aun muy pobre (el saco con pieles que desmiente esta nueva sospecha es el único abrigo que la infeliz tiene). Tal vez es ignorante y no sabe siquiera leer ni escribir. ¿Por qué no? La belleza no es garantía de riqueza, cultura ni urbanidad.
     Imaginamos demasiado: al dar por hecho algo (que la hermosa es rica, culta y educada), estamos en realidad imaginando.
     Pero este no es el meollo del asunto. La pregunta es: ¿el escupitajo afea a la mujer, le resta algo a su belleza? Curioso sería sostener que parte de la hermosura de una mujer está en sus buenas maneras. Pero entonces ¿por qué asombra que una mujer joven y hermosa escupa un gargajo en plena calle?
     ¿No asombraría si lo hiciera a solas en el restroom de cualquiera de los 17,000 restaurantes que, dicen, hay en Manhattan? No sé: porque, por un lado, el escupitajo pone al descubierto el carácter pulmonar, interno, orgánico de la criatura: esta belleza purísima está también hecha de moco. Pero, por otro lado, una cuestión importante —y deliciosa— de la belleza femenina es su fisicalidad. Que es, otra vez con Platón allá atrás, la hermosura al alcance del tacto. Hermosura que puede responder al deseo, deseando. ¿No dice Platón en alguna parte que el amor erótico es el deseo de engendrar en lo hermoso?
     Ansia fisiológica depurada por la estética, eso sería el amor erótico. Stendhal declara que la hermosura es una promesa de dicha. Y esta definición también enmarca, creo, lo que vengo diciendo.
     Pero entonces, ¿por qué nos impresiona que la hermosa escupa? La mujer me recordó a un negro que había visto antes y que era indeciblemente fuerte, voluminoso, un Hércules enorme, pero que se desplazaba en silla de ruedas.
     Porque, de la misma manera que el Hércules gigante se veía limitado en el uso del don concedido, la fuerza descomunal, la mujer se veía limitada, por su franca extroversión neumológica, en el uso del don concedido a ella, la belleza inquietante que dispara la fantasía. –

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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