Se dice que Confucio tenía cuatro virtudes: no tenía egoísmo, no tenía prejuicios, no tenía obstinación, no tenía opiniones. Yo, como no soy ni Confucio ni confuciano, reconozco tener opiniones: procuro que no sean excesivamente egoístas o preconcebidas, y que carezcan dentro de lo posible de obstinación. No obstante, son opiniones, y en cuanto tales expresan, dentro de límites propios, juicios, sentidos y modos de percepción imperfectos, que pese a su imperfección, comunican lo que se cree, en un momento dado: creencia u opinión que aspira alcanzar una ecuanimidad carente de anquilosamiento mental o falseamiento de ideas.
Quiero, por tanto, expresar una opinión que he ido configurando en este último sexenio, y que puedo resumir diciendo que usa despierta, desde hace años, todos los días, al tedio. Un tedio que viene acompañado de una brutal soledad. Una soledad que el ciudadano de a pie disimula, ante sí y ante los demás. Disimulo que implica un autoengaño que tiene por justificación el estar siempre ocupado, no darse abasto de trabajo, sentirse abrumado de cosas que hacer, tareas inevitables que cumplir.
Es de mañana, mi mujer y yo nos hemos sentado a desayunar, estamos en nuestro departamento de La Florida, la claridad entra diluida y suave por la puerta ventana que da al mundo exterior, sobre la mesa hay café recién colado, unas rebanadas de pan integral, el botellín de aceite de oliva virgen, unas rodajas de tomate, un par de vasos de agua. No falta ni sobra nada: o para ser justo conmigo mismo, sobra algo; el radio, sintonizado en la única estación “intelectual” que existe en todo el país (NPR: National Public Radio). Se trata de una estación en la que se oyen todo el santo día noticias que hacen gala de objetividad, y programas de interés nacional e internacional en los que se debaten los asuntos candentes, es decir políticos, del momento. Y digo que para mí algo sobra porque preferiría desayunar en silencio, o como mucho, conversando con mi mujer sobre asuntos que carezcan de interés nacional o internacional. Mas, dado que soy un espíritu moderno, y dado que creo que en un matrimonio hay que dar espacio a la voluntad y necesidad del otro, me atengo al deseo de oír radio que tiene mi mujer: y ahí estamos, dale que te pego con el desayuno, mientras desde la cocina nos llegan las noticias del día. Bostezo. Mastico y bostezo. Escucho la impecable voz del locutor (dicción perfecta, aura desapegada de intelectual) y me muero de aburrimiento. ¿Soy un insensible ante tanta tragedia, en tantos sitios? ¿Soy un ente antisocial o asocial que carece de simpatía y vive indiferente ante los problemas ecológicos, de salubridad y económicos del momento? ¿Soy un irresponsable a quien los desastres a que nos somete en todas partes la Naturaleza (esa madrastra tragicómica, que en última instancia se ríe a mandíbula batiente de todos nosotros, y acabará por enseñorearse de toda la realidad) lo traen sin cuidado? Quizás. Sin embargo, ya que no estamos de acuerdo en desayunar en silencio absoluto, preferiría oír música clásica a tan temprana hora: no me vendría mal arrancar el día oyendo a Satie, alguna cantata de Bach, o tal vez algunas composiciones ejecutadas al son de instrumentos de cuerda japoneses, o de delicadas flautas orientales. Sin embargo, NPR no tiene programas de música clásica: tampoco tiene, por ejemplo, programas con escritores dialogando con un locutor, si no inteligente al menos medianamente preparado, que plantee preguntas dirigidas a un público interesado, en potencia o en realidad, en el mundo de la escritura. Por el contrario, NPR, la única estación “intelectual” de USA, tiene minuto a minuto, machaca que te machaca, noticias de actualidad, o los llamados “talk shows” en que la intelligentsia del país asoma el morro para opinar, opinar, opinar: y actualidad noticiosa significa, lisa y llanamente, desde hace años, día a día, hora tras hora, Irak, Irak, Irak. O si se quiere una variable, Iraq, Iraq, Iraq.
Todo USA es una sola noticia, día y noche: Irak. Se diría que esto crea un estado de debate, de conciencia nacional, intensos. Para nada. Cuatro gatos debaten (siempre los mismos) y el pueblo se abstiene, pues el pueblo está día y noche ocupado. Ganarse el pan lleva mucho más tiempo hoy que hace veinte años (me atrevo a aventurar que lleva casi todo el día): el ocio brilla por su ausencia, la incomunicación, producto de las distancias brutales que existen en este enorme país, hace que cada cual, al regreso del arduo día de trabajo, agotado, se tumbe, cerveza en mano (casi siempre las mismas marcas) a mirar, sin mirar, TV. Cada vez se leen menos periódicos o revistas, el libro medianamente serio, que dicho sea de paso se ha vuelto carísimo –lo cual no sucedía hace veinte años– apenas interesa a una minoría cada vez más minoritaria. ¿Y qué? En este salpafuera democrático cada cual hace su vida, vive lo mejor que puede, se las arregla como sea, y el mundo sigue su marcha. Nada grave, ¿verdad? No, nada grave. Sólo que no hay que ser Sigmund Freud para saber que el tedio, la soledad, la vida que no tiene alicientes más allá del trabajo rutinario, y que no es en términos generales una vida interesante, lleva a plazo medio a la frustración. Y la frustración, bien sabemos, es la madre de las guerras, los desastres de la guerra, la criminalidad, el consumo desaforado y estúpido de la droga, la inestabilidad social que en algún momento se va de la mano y estalla arrasando. ¿Qué hacer? Opino, sin ser Confucio, que hay que atreverse a vivir con menos medios (subterfugios) materiales, crear un equilibrio real y sensato entre trabajo y ocio, inclinando un poco la balanza al ocio, para sentarse a leer a Thomas Mann (es un decir) oír a Bach (es un escuchar). ~