Hijos de la mala vida

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En La tragedia de Macbeth los actores integran un solo cuerpo que no cesa de mo- verse. Daniel Giménez Cacho y Laura Almela son, durante dos horas y cuarto sin tregua, seres sumamente poderosos.

Observamos, sentados a la mitad del mundo que es el propio escenario del teatro, la asombrosa capacidad de transformación y la energía inconmensurable de ellos, los actores, además de la ampliación del espacio, sus dimensiones ocultas, su ruptura y descomposición hasta límites inquietantes.

“Pensamos que ellos son una pareja de burócratas medios a quienes ya se les fueron sus oportunidades. Shakespeare abre la puerta para que puedas ver a estos seres humanos de cerca”, dice Giménez Cacho.

El escenario tiene una marca de cal sobre el suelo, justo al centro. El recorrido de los actores por el teatro y la disposición invisible de las paredes se asemeja al cine filmado bajo las premisas del Dogma 95. Aquí no se han marcado las divisiones espaciales con tiza, y cuando cualquiera de los actores deja a uno de los muchos personajes que interpreta para poseer a otro, el carácter anterior permanece en el lugar mágico de lo invisible, para reaparecer después ante los ojos bien abiertos del público. Giménez Cacho describe el tránsito de un personaje a otro: “es arrojarse a imágenes momentáneas sin pensar hacia dónde viene o va. Estamos solos en una maquinaria que echamos a andar. Ninguno de los dos somos muy intelectuales”. Y Almela añade: “Los dos estamos contando. La historia tiene un poder impactante. Arrancamos a madrazos y en un momento estamos ya al servicio de ella. No nos detenemos en una filigrana actoral. La obra es un hiperpresente.”

La puesta en escena se sirve de sus actores de manera voraz: aquí no hay nada, apenas tres velas y una cobija, para Almela esta economía de recursos consiste en restar “lo innecesario. Los actores luego pensamos: en cuanto tenga mi sillón ya todo va a estar perfecto. Yo digo: ¿Por qué no metimos un sillón, son tan útiles los respaldos, puedes hacer varias cosas: frotas el respaldo, te recargas… Somos hijos de la mala vida. Nos preguntamos ¿cómo nos metemos en un embrollo en donde no podamos estar en paz?”. Para Giménez Cacho, la ausencia de utilería y escenografía provoca que “no tengas dónde esconderte, ni en dónde buscar ayuda; eso exige inventarlo todo. Hacérnoslo más difícil. Con esto el texto aparece; no hay nada mas que eso”.

En cuanto a la figuración de un país que podría parecerse al nuestro en el drama, Almela recuerda las palabras de Ross, el personaje: “pobre país, nuestra patria ha sido nuestra tumba, donde nadie sonríe sino el que nada sabe”.

Ellos decidieron hacerse cargo de la dirección del montaje, Almela comenta: “tenemos un trato: lo que tú hagas está bien”. Así, van de un lado a otro del escenario y más allá –sin duda– van lejos.

La iluminación es despiadada cuando encienden los treinta grandes reflectores del escenario, una luz que cocina a los actores situados en la tragedia mientras corren, se arrastran y exhalan. La luz se ausenta de manera intermitente. Cuando todo es oscuro, el asunto se convierte en algo tremendo. Los conjuros de las brujas, en la carencia de luz, pueden ser peli- grosos para los sensibles. “Empezamos a ensayar. Nos encerrábamos en El Milagro por la noche y encontramos una presencia, entonces le llamamos a una amiga bruja para preguntarle algunas dudas sobre en qué nos estábamos metiendo. Entró ella al teatro y dijo ‘hola, aquí tenemos a alguien’. En este teatro no lo hemos encontrado, pero está vivo”, cuenta Giménez Cacho y Laura Almela, añade: “Soy descreída pero me parece importante decirlo. Cuando se hacen magias, como el acto de traer las fuerzas sobrenaturales en el rezo de las brujas, debe ser una entrada a ese mundo con cautela para preguntarse: ¿avanzo o me detengo? Al final, abrimos y cerramos, el chiste es entrar y salir intactos. La bruja nos dijo que teníamos que decir nuestro nombre siete veces, para abrir y para cerrar.”

(Lo más recomendable en la pe- numbra es encontrar una mano cerca a la cual apretar mientras dure la oscuridad conjurada, y más aún si usted cree que la plegaria ha invocado a algún vivo. Si la mano no está, invéntela, apreciado espectador.)

El texto de la tragedia se presenta casi íntegro, excepto una escena en la que hablan los guardias y una frase que dice que el rey cuenta con la capacidad de curar, comenta Laura Almela. “No es una adaptación, teníamos muchas traducciones y armamos con ellas un solo texto, al gusto nuestro.”

En la representación no existe el color rojo. Sin embargo, la obra podría ser de un rojo intenso. ¿Con qué cuentan los actores en medio de este páramo? Consigo mismos. La pareja ha logrado –tras su temporada en el foro El Milagro, y ahora en El Galeón– ser un solo cuerpo. Lo demás los sucede: existen los palacios, los salones, las habitaciones, los caballos. Sí vemos puertas, una sobre todo: detrás de ella tiene lugar lo obsceno, el mundo exterior, hacia donde alguno de los personajes sale a gritar: “¿Qué bosque es este?”

Son pocos los episodios en los cuales añoramos la lentitud o la pausa. La voluntad de los actores nos arrastra hacia un ritmo de diálogos rápido, tantas veces inclemente y frenético, algunas suave y deletreado, otras en susurros; vamos con ellos, sin tragar saliva transitamos por el páramo; sus palabras son golpes secos, siempre frases en bruto, bien dichas, elevadas, luego altísimas.

En el programa de mano, que al desdoblarse se convierte en un cartel para el que han sido fotografiados Daniel Giménez Cacho y Laura Almela, espalda con espalda y recargados sobre la pared del teatro, se lee que la obra está dedicada a sus maestros: Juan José Gurrola y Ludwik Margules; se entiende, pues solo dedicando el trabajo propio es posible transmitir al público la verdadera conmoción. Nada más natural. ~

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(Ciudad de México, 1975) es autora, entre otros, de El animal sobre la piedra (Almadía, 2000) y El beso de la liebre (Alfaguara, 2012). En 2022 obtuvo el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela más reciente, Isla partida (Almadía, 2021).


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