La muerte en Iguala de seis personas y la desaparición –y posiblemente el asesinato, según lo anunciado por el procurador general de la República Jesús Murillo Karam– de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa el 26 de septiembre pasado ha tomado por sorpresa al gobierno mexicano y a buena parte de la sociedad. Ha sido sorpresivo porque, durante los dos últimos años, el gobierno de Enrique Peña Nieto insistía en todos los tonos en que el problema de la inseguridad y la violencia había disminuido y estaba en vías de resolverse. En enero de 2014, a unas horas de su participación en el Foro Económico Mundial en Davos, Peña Nieto afirmó que “en el tema de seguridad es claro que se ha definido desde el inicio de la administración una estrategia que ha permitido a un poco más de un año tener avances alentadores, una disminución real de la violencia, una focalización de la inseguridad en algunas partes de la geografía nacional, en especial en Michoacán”. Este discurso partía del supuesto de que la inseguridad y la violencia que había vivido México en los últimos años habían sido el resultado de una mala estrategia seguida por gobiernos anteriores, en particular el de Felipe Calderón, y que, tras un cambio en la estrategia, el problema debería resolverse. Esa es la perspectiva que ha dominado en buena parte de la discusión sobre el tema en lo que va de este sexenio. Y esa fue también la óptica bajo la cual se articularon muchas de las críticas a la gestión calderonista, responsable, se decía, de la ola de violencia en México, tras haber desplegado una estrategia de confrontación contra el crimen organizado. El incremento en el número de muertos se resumía con la imagen de un gobierno que había resuelto pegarle al panal de abejas, las cuales se habían esparcido por todo el territorio nacional. Como resultado de este diagnóstico el gobierno de Peña Nieto decidió hablar menos de inseguridad y más de los otros temas de la agenda, como si la inseguridad fuera un demonio que aparece solo cuando se pronuncia su nombre. Por ello, para exorcizarlo, habría que eliminarlo del discurso. Pero lo que fue una estrategia de campaña terminó por convertirse en parte del credo de la nueva administración. El gobierno realmente pensó que el problema estaba solucionado, que la epidemia de violencia había desaparecido y que ya era tiempo de hablar del brillante futuro económico del país. Y, en efecto, si se observan las cifras de homicidios, es fácil pensar que la violencia había dejado de ser un problema. Entonces, ¿qué falló en Iguala? ¿Por qué, si el problema estaba “casi resuelto”, Peña Nieto enfrenta ahora la peor crisis de su sexenio?
Las respuestas a ambas preguntas tienen mucho que ver con un error fundamental en el diagnóstico. Se pensó que el problema era solo el número de muertos y que si esta cifra disminuía la estrategia era un éxito. Pero este diagnóstico confundió el síntoma con la enfermedad. Los crímenes son el reflejo de un problema más profundo: la debilidad institucional, que produce corrupción e impunidad. Ese es el fondo del asunto. Las muertes que se han registrado en el país en los últimos años son resultado de muchos fenómenos: fragmentación de las bandas criminales, propiciada por las acciones del gobierno pero también por la dinámica misma del crimen organizado, crecimiento del mercado interno de drogas, reacomodos entre los grupos criminales, arribo de sicarios a los liderazgos de estos grupos. Pero todos estos factores se tradujeron el sexenio pasado en un incremento de la tasa de homicidios y de otro tipo de delitos como extorsión y secuestro por una razón fundamental: la debilidad de las instituciones de seguridad y de justicia. Sin embargo, en la narrativa oficial, esta debilidad no ha ocupado hasta ahora un lugar preponderante. Se ha partido del supuesto de que con ajustes menores, como los que el gobierno de Peña Nieto planteó en un inicio –mayor coordinación, mayor capacidad de inteligencia–, la situación mejoraría. En otras palabras, para el gobierno el problema de la inseguridad era un problema de la estrategia, no del Estado. Pero la realidad ha comprobado que se trata de un problema estructural. Lo que falla no son las políticas del gobierno, sino las instituciones del Estado. Obviamente, decir que se tiene la solución en un plazo corto es mucho más rentable políticamente que reconocer que dicha solución va a llevar años, pero lo cierto es que no habrá solución rápida ni fácil.
Un cambio de paradigma
Todo indica que la tragedia de Iguala será ya un parteaguas en la historia mexicana, no solo por el número de víctimas, de suyo lamentable, sino por haber cambiado el paradigma que dominaba las visiones del gobierno y de buena parte de la sociedad en las últimas décadas. La idea de que se puede prosperar y construir un país sin Estado de derecho claramente ha fracasado. La concepción decimonónica de que la ley es un instrumento para perjudicar a los enemigos políticos, ha mostrado tener un costo social brutal, a pesar de la utilidad política que pueda tener en el corto plazo. El propio presidente Peña Nieto ha modificado su inicial discurso optimista y ha comenzado a hablar ya de una reforma urgente en el tema de seguridad que permita establecer el Estado de derecho. Se trata de un cambio fundamental, sobre todo proviniendo de un presidente cuyo partido nunca hizo de la aplicación de la ley una prioridad durante los 71 años que gobernó México en el siglo pasado. Asimismo, también parece haber un consenso entre las principales fuerzas políticas de que dicha reforma es urgente. Peña Nieto ha convocado ya a un pacto por la seguridad y el Estado de derecho al cual han respondido positivamente PRI, PAN y PRD. De hecho, el más interesado en esta reforma debería ser el PRD, el partido que ha salido más dañado de toda esta crisis por su apoyo a un candidato que resultó ser un criminal. A este respecto, la iniciativa privada también se ha pronunciado por un acuerdo, e incluso buena parte de los analistas que hasta hace poco decían que la violencia era imputable al expresidente Calderón han comenzado a reconocer que estamos ante un problema estructural que requiere de una reforma profunda de las instituciones.
Pero si bien el cambio en el paradigma de las causas de la inseguridad representa un paso gigantesco hacia la solución del problema, es insuficiente. Hace falta también pensar en reformas prácticas que eliminen las zonas de impunidad que proliferan en el país. Y aquí no hay solución mágica ni rápida. Se requieren muchas pequeñas medidas que, en su conjunto, provoquen un cambio a mediano plazo. Se requiere fortalecer los controles sobre los cuerpos policiacos, sobre todo a nivel municipal, así como mejorar los incentivos positivos para los policías honestos y eficientes. Se requiere también repensar el federalismo y el fuero del que gozan funcionarios de los tres niveles de gobierno. Se requiere pensar el problema de una manera integral: este no es solo un asunto de policías, sino también de los ministerios públicos, de los jueces y del sistema de prisiones. Se requiere que desaparezca la tolerancia a las violaciones a la ley –que en algunos medios de información se ensalza como instrumento de lucha de los grupos opositores al gobierno–. Pero lo cierto es que no hay criminales buenos y malos. Solo hay criminales, aunque violen la ley de “manera pacífica”. Se requiere, pues, una reinvención del país. Claramente, lo que ha fallado durante siglos en México es el Estado. Hay que construir un Estado sobre las premisas de la aplicación de la ley y la democracia. Suena sencillo pero no lo es. Es hacer en unos cuantos años lo que no se ha hecho en siglos. Pero no hay opción: o nos movemos hacia un Estado de derecho o Iguala será un cuento de hadas frente a lo que nos espera.
El futuro inmediato
Todo indica que durante el resto del sexenio el tema de la seguridad, al igual que en el sexenio anterior, volverá a ocupar las primeras planas de los medios, aunque probablemente con un contenido diferente: el foco estará puesto en las reformas en esta área y la narrativa oficial girará en torno a ello. No obstante, es iluso esperar que al final de esta administración la situación mejore de manera sustancial. Seguramente habrá más crisis municipales y más estados que serán rescatados por el gobierno federal. Sería también de esperar, si las reformas van en serio, que muchos políticos cómplices de los criminales acaben en la cárcel. A final de cuentas ese será el indicador más fidedigno de que se está avanzando. Si la regla de oro de la impunidad mexicana –“político no encarcela político”– se rompe, será un indicio de que algo está cambiando en el país. Solo de esta forma podemos esperar que las reformas económicas del gobierno de Peña Nieto puedan generar resultados y perduren. Hace ciento noventa años fue en Iguala donde Iturbide proclamó la Independencia de México. La crisis de Iguala puede ser el evento que detone el Estado de derecho en el país. Este sería, dentro de la tragedia, la mejor manera de honrar a las víctimas de este infausto acontecimiento. ~