Imaginar la verdad

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A Norman Mailer le complace la escritura profusa desde que, con apenas nueve años, redactó 250 páginas de cuaderno a las que tituló Invasion from Mars. Maestro de la novela de no ficción, en los sesenta y setenta alcanzó la perfección en el noble arte de hacer periodismo y literatura a la vez, fundiendo autobiografía, técnicas de novela, crítica política y reportaje en obras imprescindibles como Los desnudos y los muertos (1948), espejo translúcido de sus experiencias durante la Segunda Guerra Mundial, o Los ejércitos de la noche (1968), celebrada crónica de la militancia antibelicista en los tiempos en los que Vietnam se convirtió en palabra maldita. Siempre ha escrito desde su posición de ciudadano crítico con el sistema, como Gore Vidal o Roth, asumiendo que si la literatura debe entenderse como instrumento de conocimiento de la verdad, no existe ninguna otra actitud legítima del escritor ante el mundo más allá de la de su independencia. Resulta fascinante advertir el modo en que Mailer encierra la sociedad norteamericana en un frasco y la observa con la escrupulosidad con la que un entomólogo escruta un escarabajo. El fantasma de Harlot, publicada en los Estados Unidos, en 1991, constituye el resultado de haberse obsesionado con la Agencia Central de Inteligencia (CIA) durante cuarenta años, y de haber ido convirtiendo la obsesión en crónica novelada durante ocho interminables años de redacción. Anagrama publica ahora esta obra megalómana a modo de regalo de aniversario por los ochenta años del autor, pero cuando salió a la luz en Random la primera edición inglesa la reconstrucción que Mailer lleva a cabo de la mítica agencia condenó al insomnio a miles de probos norteamericanos convencidos, mientras pasaban las páginas del libro, de haberse colado en la organización y estar ejerciendo de voyeurs estupefactos. La avidez de Mailer es incompatible con cualquier enigma, de modo que concluido el libro que nos ocupa se apresuró a publicar Oswald (Un misterio americano) (1995), su exhaustiva biografía del asesino presidencial, compuesta con materiales y documentos que obtuvo mientras se documentaba acerca de la CIA. Junto a Warhol, Chomsky, DeLillo o Milton Glaser, Mailer figura entre quienes disfrutan cayendo en la tentación de destruir el mito explicándolo con la precisión de un cartógrafo. No otra cosa es El fantasma de Harlot: las cartas de la CIA puestas boca arriba. Tal vez sea porque Mailer es ingeniero aeronáutico, pero el caso es que las mejores bazas de su estilo —diálogos que se escuchan más que se leen, una primera persona de extraordinaria inmediatez— vuelan en esta novela por encima de su propia historia, encallada a veces, pensarán algunos, en excursos y digresiones que, en realidad, como los andamios de un inmueble, no es que no nos dejen ver bien la historia, sino que, al contrario, la sostienen. En entrevista a La Vanguardia (18-vi-03), Mailer confiesa que cuando escribe una novela se siente “no como si hubiera acabado de escribir la verdad, sino como si hubiera diseñado un espacio al cual puede venir quien quiera a sentirse por un rato un poco más cercano a la verdad”. De eso es de lo que estamos hablando: imposible crear un tejido textual que nos facilite un simulacro de la verdad sin digresiones, glosas y pormenores que reconstruyan el mundo en el papel a sabiendas de que hará falta mucho papel.
     La estructura de la novela se articula en torno a dos manuscritos a cargo de Harry Hubbard, un agente de la CIA que mueve los hilos de la documentación y la memoria componiendo esta crónica novelada. El primero de ellos, Alfa, se compone de seis capítulos y un epílogo y, a juzgar por lo que el propio Hubbard señala en la página 177, debe ser leído como “un libro de memorias que parece presentar un cuadro sincero de veinticinco años de actividad en la Agencia, […] un Bildungsroman” cuyas similitudes con una novela canónica de espionaje no son tan evidentes como algunos lectores podrían imaginar. El manuscrito Omega, que ejerce de contrapunto temporal y de perspectiva, relata las vicisitudes de la muerte en extrañas circunstancias, como reza el tópico del género, de Hugh Tremont Montague, apodado Harlot, el big boss, el cerebro omnisciente de la organización, cuyo fantasma se pasea de forma alegórica por la mente de cualquier súbdito del Tío Sam. Hubbard, el narrador, había sido apadrinado por Harlot, cuya esposa Kittredge acaba siéndolo también del autor de los manuscritos, de tal forma que un triángulo afectivo y laboral sirve de cañamazo para esta historia de dobles vidas, intrigas y corruptelas que alcanzan su verdadero valor vistas en contraste con el trasfondo político de una sociedad norteamericana amedrentada por sus propios monstruos e incapaz demasiadas veces de discernir —y he ahí el punto en que el estilo de nuevo periodismo de Mailer encaja con la dualidad de la historia contemporánea de los EE.UU.— entre su realidad desquiciada y su ficción verosímil. Sólo en Estados Unidos parece existir tan extraña ceguera, como advierte Mailer en un reciente artículo suyo acerca de Bush y sus devaneos antiterroristas titulado, con inacabable ironía, “Only in America” (The New York Review of Books, 27-III-03). Que el tal Harlot pueda entenderse como el trasunto de William Egan Colby, antiguo y controvertido director de la CIA, no es el mayor de los atractivos de esta deslumbrante novela escrita por un guionista de Hollywood que juega con Sergio Leone a reinventar Estados Unidos, por un lector travieso del Capital de Marx, por un activista político que no teme a Virginia Woolf y sueña con ovejas mecánicas, por un director de cine, por un cronista sarcástico que quisiera ser la reencarnación de Petronio, por un enfant terrible que escribe sobre la Monroe o sobre asesinos con tal de reventar imaginarios colectivos, por un disidente más listo que el hambre, por un calidoscopio irrepetible llamado Norman Mailer. ~

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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