La caída de Almoloya

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Cuando se publicó el nuevo Reglamento de Centros Federales de Readaptación Social, el 30 de agosto de 1991, la idea de una prisión en la que no se repitiera lo que sucedía en otras cárceles —el hallazgo en el Reclusorio Oriente, en 1983, de que el restorán La Mansión surtía la comida— ganaba terreno entre los penalistas. Juan Pablo de Tavira, que sería asesinado diez años más tarde, claramente planteaba que, en algunos casos, por la peligrosidad social de ciertos delincuentes, la readaptación social no era posible.
     Almoloya se transformó en el centro de la justicia que demandaba la opinión pública: “Salinas a Almoloya.” En el grito residía la condena. Una prisión de máxima seguridad en que no estaba permitido hablar con los otros internos, introducir alimentos ni vestimentas ajenas al penal, un lugar donde el dinero no circulaba. Una década después, Almoloya se llama amablemente La Palma, han circulado videos de las relaciones sexuales de los internos —el destape de la transición a la mexicana—, se escapó “el Chapo” Guzmán y asesinaron a su hermano con una pistola calibre 22.
     Almoloya había caído para convertirse en un penal como muchos otros, donde los internos tienen su Amigo Telcel, hay burlesque los sábados, se esconden armas de fuego. Jesús Blancornelas denunciaba, tras la muerte del hermano menor de los Guzmán: “Almoloya es controlado por Osiel Cárdenas.” Huelgas de hambre, desplegados de los internos, y sin duda el dinero del narcotráfico, fueron relajando los ordenamientos de 1991, y el discurso de la readaptación social volvió.
     Pero nadie quiere que Daniel Arizmendi, “el Mochaorejas”, tenga un celular. Afuera, la indignación por lo que éste hizo continúa. Las autoridades, desde la fuga del “Chapo” Guzmán del Penal de Puente Grande —”Puerta Grande” en el imaginario social— hasta la muerte de su hermano menor en Almoloya, no parecen opinar como el resto de los ciudadanos. Lo permitieron y Almoloya, se haga lo que se haga, nunca será lo mismo. Ha caído bajo sospecha. –

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