La mesa

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Ya estaba ahí, desde la sombra
     de los tiempos,
     a la sazón enhiesta y contenida.
     Atalaya, viga frágil del sueño.

Para poner caudal (infusiones, manjares)
     el hombre la volvió hacia el horizonte.
     Bajo el soto tupido,
     la línea simultánea de la mesa.

Cae un árbol:
     de cada hoja
      una balsa
     —y los caminos del exilio;
     de cada rama
      los pájaros
     —un linaje y el río;
     del tronco oblicuo
      la mesa
     —y el dispendio del mar.
     El paso alterno,
     garrapatear los signos
     que narran el origen o la historia
     (prosa:poesía),

pide un esquema
     con tinta y con gavetas,
     una mina de hierro,
     una galaxia.

Pero la mesa:
     estatuaria, cordial,
     sus arquitectos
     le amputaron la cola y el hocico.
     Se le puede malear,
     orientarla de envés, patas arriba:
     en cualquier caso
     preserva su lealtad
     al suelo
     y los guisados.
     Ante la ingravidez de las manzanas
     ella aporta materia y sedimento,
     el prodigio compacto.
     Se inscribe y se sostiene
     orgánica, obsequiosa,
     con la televisión a cuestas.
     Es durable, verdad,
     pero no eterna:
     se apaga un día
     como la madre y los repollos,
     como un astro difunto
     que ya sin ser
      chispea –

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