Fanfarria y contrapunto

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En Las películas de mi vida, Bertrand Tavernier reserva un apartado central, para mi gusto el más bello, a celebrar juzgando, como es su norma en este elocuente catálogo comentado, las músicas del cine francés y las figuras de ciertos compositores; para él son, ante todo, Joseph Kosma, Georges Delerue, Antoine Duhamel, algunos de los músicos “serios” que trabajaron para el cine, como Honegger y Auric, y, en particular, Maurice Jaubert, un temperamento raro y malogrado (murió combatiendo en la Segunda Guerra Mundial a los cuarenta años) cuyo rescate, en una subsección a él dedicada, se agradece especialmente. Sabiendo lo obstinado que es Tavernier, en lo bueno y en lo malo, no han de sorprender sus silencios; la omisión, por ejemplo, del incomparable Michel Legrand.

Las músicas de cine son el cajón de sastre de muchas tropelías, de muchos lagrimeos incontenibles y de algunas piezas melódicas que recordamos mejor, pasados los años, que las historias a las que servían de acompañamiento. El filósofo Adorno, en un curioso ensayo coescrito con Hanns Eisler, se mostró receloso de ese apartado de la música aplicada a las pantallas, que según él está concebida para fomentar la desatención del sujeto receptor, el espectador. Y aunque su análisis se ciñe demasiado al patrón clasicista hollywoodiense, Adorno lleva razón: una gran mayoría de las partituras cinematográficas son intervencionistas en el peor sentido del término, destinadas a servir de distracción o llenado de un vacío semántico, a salvar, casi siempre de modo imposible, lo que ha nacido muerto en el diálogo o la filmación, actuando las notas musicales como la fanfarria que anuncia a las almas sencillas del público lo que deben sentir.

Desde que Adorno escribió ese texto, el concepto de banda sonora ha evolucionado mucho, más fuera que dentro de nuestro país; el cine español sigue siendo, con notables excepciones (La novia de Paula Ortiz es una de ellas), gregario y poco aventurado. En ese sentido fue ejemplar el empeño, con resultados lógicamente desiguales, del productor Elías Querejeta, que, dentro de su política de “equipos de autor”, encomendó durante muchos años los trabajos sonoros a Luis de Pablo, responsable, entre otros grandes logros, de las canciones infantiles dislocadas de El espíritu de la colmena o de los melismas del Misterio de Elche con los que arranca Peppermint frappé. También es muy significativo que Almodóvar, tan ecléctico y pop en sus gustos, haya recurrido –sin desdeñarlos del todo– a la columna dorsal sonora, de corte dramático, que el estupendo Alberto Iglesias confiere a sus últimos títulos.

Fuera del campo de los musicales a la antigua usanza, un género que venero, o de los filmes enteramente cantados (de Demy a Chazelle), confieso que mi preferencia es silenciosa. El teatro, otro medio representativo, y hablo claro del gran teatro de prosa y de verso, no necesitaba de las ilustraciones líricas, ahora frecuentes, en otro de los rasgos de influjo fílmico que sufre no siempre para bien el noble arte de Talía. Igual el cine, que nació mudo, por imperativos técnicos, y cuando habló distinguió elegantemente entre lo dicho y lo cantado. Una buena partitura, como la de Mica Levi para Jackie de Pablo Larraín, es un añadido inteligente, audaz en conceptos y en resonancia, pero qué maravilla es sentarse en la butaca de un cine y darse cuenta, al cabo de una hora y media, de que solo el viento y la lluvia, los pasos en la noche de la ciudad o la voz de los intérpretes nos han dado compañía. Es uno de los factores que hay que añadir al haber de los cineastas Dogma, su rechazo a la música externa, inducida y no nacida de una fuente concreta de la acción plasmada. No todas las películas de Lars Von Trier me gustan, pero me gusta de ellas el palo seco de las imágenes dialogadas.

Así como grandes músicos contemporáneos, concertistas y operistas, han escrito para el cine (la lista es más extensa y prestigiosa de lo que se piensa), hay otra categoría de refinamiento a la inversa que ha dado resultados extraordinarios. Me refiero a la elección de músicas clásicas preexistentes en películas a veces completamente desligadas por estilo y temporalidad de aquellos originales. Recuerdo cuando el Adagio de Albinoni, aún no degradado por el abuso, marcaba poderosamente las atmósferas sombrías de El proceso (1962) de Orson Welles; después vendría en el propio Welles su Satie (otro abusado) de Una historia inmortal (1968). Pero no se olviden los ejemplos anteriores de un renovado uso de los clásicos: la Misa en do menor de Mozart en Un condenado a muerte se ha escapado (1956), o, del mismo Bresson, las entradas majestuosas del Magnificat de Monteverdi en Mouchette (1967). Como en tantas otras cuestiones paracinematográficas, Pasolini es un referente; ya en su debut de Accattone (1961) introdujo varios fragmentos de J. S. Bach, pero marcó sobre todo nuestra escucha creativa del cine combinando la sacralidad vocal de Bach con la Missa Luba congoleña y los espirituales afroamericanos que tan neto perfil de elevación profana dan a El evangelio según Mateo (1964). Ninguno de estos ejemplos citados aspira a prevenir o remachar; si cabe, a abrir en paralelo a los fotogramas un canal de sonido no necesariamente concordante.

Hay un apéndice cruel a esta historia. Un sacrificio voluntario, o un veredicto público descompensado, inapelable, al cultivar el artista un registro más popular o más audible que otros suyos. Walton, Shostakóvich, Bernstein, Kurt Weill, Luis de Pablo, Prokófiev. El cine les agradecerá siempre su contribución, y ellos, contentos o recompensados, no se desviaron un ápice de su destacada trayectoria personal en la ópera, la sinfonía o la orquesta. No se puede decir lo mismo de otros músicos de talento como Korngold o Morricone, Nicola Piovani, Ryuichi Sakamoto, Badalamenti. Y tampoco del mayor compositor de bandas sonoras del siglo XX, Bernard Herrmann. ¿Quién recuerda la cantata Moby Dick o su extensa adaptación operística de Cumbres borrascosas, grabadas ambas en Unicorn bajo la batuta del propio maestro neoyorquino? No es mala música, aunque algo prolija la segunda, y a veces ambas, la grabada en laboratorio y la ejecutada en sala de conciertos, comparten un mismo espíritu, el peculiar romanticismo herrmanniano, lúgubre y rico en cromatismos. Pero esas piezas, y otras suites orquestales en las que puso empeño, nunca se tocan, mientras que nadie olvida lo que compuso en Vértigo y en Psicosis, en Fahrenheit 451 y en Marnie la ladrona, en su iniciación con Ciudadano Kane y en su despedida con Taxi driver. El contrapunto del genio. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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