Se cumplen diez años de la muerte del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, premio Juan Rulfo 1994.
Lo conocí el día que comentamos su muerte. Fue a mediados de 1983, cuando yo estudiaba en la Universidad de Tejas en Austin. Una tarde en el campus me había encontrado con un estudiante peruano que me preguntó si sabía la noticia: según él, Julio Ramón Ribeyro acababa de morir de un cáncer en París. Yo que nunca había hablado con él, había sido sin embargo un lector devoto de sus cuentos empezando por “Los hombres y las botellas”. Esa tarde, escribí un texto largo y lo mandé a la revista Debate en Lima. Puesto que la noticia era falsa, los editores me devolvieron el texto en el que yo hacía reseña de sus grandes logros como cuentista y me lamentaba de su (siempre) temprano fin. Entonces averigüé la dirección de Ribeyro en París y no se me ocurrió mejor idea que mandarle una carta con mi texto funerario, donde le explicaba lo ocurrido. Terminaba diciéndole: “Le envío este texto pues supongo que pocos pueden leer lo que va a decirse sobre ellos después de muertos.” La respuesta me llegó unos días después. Empezaba con la famosa cita de Mark Twain: “Las noticias sobre mi muerte son algo exageradas.” Luego, con frases de un magnífico humor negro, me decía que esperaba que pasara mucho tiempo antes de que yo pudiera publicar el texto.
Pasaron once años. En ese tiempo regresé a vivir a Lima, lo conocí, lo seguí leyendo, conversé mucho con él y lo quise. A inicios de los años noventa Ribeyro se había instalado en un apartamento frente al mar de Lima. Fue allí donde lo vi varias veces, solos o con otros amigos. Durante un tiempo, nos propusimos jugar ajedrez. Me di cuenta de que él tenía mucho más experiencia en el juego que yo y que conocía aperturas y celadas de las que yo no tenía mucha idea. Sin embargo, puse en práctica un recurso pedestre pero efectivo que consistía en atacarlo de un modo indiscriminado por todos los flancos. Iba a confesarme que se había sentido avasallado y en dudas por mi agresividad. Mi vehemencia era un antídoto contra sus conocimientos y equilibraba nuestras fuerzas. Gané algunas, me ganó otras e hicimos tablas la mayoría.
Hacer tablas, empatar, son en cierto modo las consignas de su vida y de su obra. Sus relatos, escritos en un estilo llano y directo, al borde del tedio de las vidas que buscan representar, nos ofrecen, en el esplendor de su medianía, a ilusos frustrados, soñadores aplastados, aventureros que se han dado de bruces contra las barreras de la banalidad. Consumidores y no protagonistas de sus vidas, sus personajes siguen los pasos de Silvio en “Silvio en el Rosedal”: el hombre que es capaz de realizar su mejor actuación pero solo frente a un auditorio vacío.
Heredero de Maupassant, de Chéjov, de Flaubert, de quien hablaba con pasión, Ribeyro representó como pocos autores modernos la mediocridad del desencanto. Los limeños de clase media, con sus aspiraciones frustradas, sus ridículos sueños irrealizados, sus patéticas ilusiones, aparecen en relatos tan atractivos como “Espumante en el sótano”, “Dirección equivocada” y “Por las azoteas”. Fue un escritor eminentemente visual (entre sus hobbies estaban el dibujo y los óleos) que describió con precisión el poder que las casas y las calles ejercen en los hombres (“Tristes querellas en la vieja quinta” cuenta el poder de una casa antigua en los vecinos). Escritor de interiores, sin embargo, escribió uno de los mejores cuentos de la intemperie urbana: “Los gallinazos sin plumas.” Realista empedernido, también escribió uno de los mejores cuentos fantásticos latinoamericanos, una joya llamada “Ridder y el pisapapeles”. Escribió en todos los géneros (incluso el teatro) pero aquellos que más se acomodaron a su sensibilidad fueron los cuentos y el diario. Sus personajes no tenían la fuerza muscular para resistir una novela. No estaban preparados para largos viajes y la mayor parte de sus novelas pierde en tensión e interés. Con el tiempo, sus textos se fueron haciendo más densos y compactos hasta que llegó a producir las magníficas “Prosas apátridas” y sobre todo sus lúcidos y sensibles “Diarios de escritor”.
Ribeyro será siempre un autor valorado por algunos lectores. Nunca será considerado un gran escritor. Su destino, acaso elegido, ha sido siempre el de sus personajes, una voz modesta pero auténtica, una escritura sincera capaz de crear un mundo estrecho. Pero es un mundo extraordinariamente sincero. Sus personajes no son perdedores o ganadores, sino sombras que ocupan ese extraño lugar que es el purgatorio de la medianía, las neblinas estáticas de la banalidad y la resignación.
Poco antes de morir, repetía que no iba a volver a escribir. No veía la relación necesaria entre la vida y la escritura que tenían otros escritores. Su escepticismo natural y su selectividad aprendida se dieron siempre la mano. Parapetado en un cigarrillo, un hábito al que regresó en sus últimos años, parecía mirar siempre el mundo de costado, una respuesta sesgada a la meticulosa saña con la que el mundo lo había tratado. En alguna ocasión, al cumplir sesenta y cinco años (edad en la que murió), me dijo que contaba con vivir diez años más.
Y esa esperanza no lo abandonó sino hasta cerca del fin. Pocos meses antes de su muerte, en la primavera de 1994, quedamos en encontrarnos una tarde en su casa frente al mar. Hacía un sol magnífico en la bahía de Lima y yo llegué a su puerta. Él estaba llegando al mismo tiempo. Lo vi bajar de la bicicleta, la cara radiante, tocado por la gracia del sol que iba a dejar de alumbrarlo a fines de ese mismo año. Fui varias veces a la clínica donde murió pero nunca lo vi. Ese brillo en su cara risueña es el que me acompaña todavía y el que mejor lo recuerda en este cielo. –
(Lima, 1954) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Otras caricias (Penguin Random House, 2021).