Alan Scechner, (Self Portrait at Buchenwald) It's the Real Thing
Hitler convertido en una especie de gatito de porcelana, con una sonaja en forma de esvástica en su mano regordeta; varias cajas del juego de construcción Lego diseñadas para reproducir un campo de exterminio; una cruz hecha con cajas de madera que al encender los proyectores que tiene en cada una de sus cuatro puntas forma sobre el piso una cruz gamada; seis bustos en yeso que representan la fisonomía conjetural de Joseph Mengele, el enigmático médico nazi que realizaba atroces experimentos con niños en los campos de concentración; un video que muestra las similitudes entre las imágenes de los anuncios de Calvin Klein y algunos ejemplos emblemáticos de la estética del Tercer Reich; una pared llena de glamorosos actores de Hollywood representando el papel de oficiales del ejército nazi; una foto de prisioneros famélicos en sus barracas del campo de concentración de Buchenwald a la que se ha sobrepuesto la figura de un hombre joven (el artista) que sostiene en la mano una lata de Diet Coke; una instalación que combina textos e imágenes para invitar al espectador a imaginarse que es Eva Braun, la amante de Hitler, a lo largo de su última noche; la reproducción precisa de una pistola Luger construida con el cartón de una caja de galletas kosher marca Manischewitz; y otras monadas por el estilo. Nada, ciertamente, de lo que uno esperaría encontrar en un museo judío (en este caso el Jewish Museum de Nueva York), en donde toda representación del Holocausto suele ser grave, solemne, desgarradora y centrada en el sufrimiento de las víctimas.
Era la crónica de un escándalo anunciado. Cuando el museo hizo pública la próxima apertura de esta muestra bajo el título Mirroring Evil. Nazi Imagery / Recent Art (Reflejando el mal. Imágenes nazis / Arte actual), algunas de las principales organizaciones judías y asociaciones de sobrevivientes del Holocausto pidieron que se cancelara. Su objeción central era que la exhibición trivializaba el Holocausto. Frente a la negativa del museo, los grupos más combativos amenazaron con movilizaciones de protesta, retiro de apoyos económicos, boicoteos. Las críticas en algunos periódicos fueron fulminantes. Pero los curadores de la exposición habían hecho bien su tarea. Conocedores de lo delicado del terreno que se disponían a pisar, desde meses antes llevaron a cabo "grupos de contacto" y otros ejercicios de mercadotecnia con el fin de calibrar por adelantado la reacción del público. Para minimizar el impacto, tapizaron las paredes de las salas con explicaciones que proclamaban hasta la saciedad lo inocuo de las piezas y la buena voluntad de los artistas, colocaron fichas explicativas cuyo propósito principal era guiar al espectador hacia una lectura predeterminada y políticamente correcta de cada pieza, pusieron letreros que advertían de la inminencia de las obras más controvertidas y abrieron una puerta especial para poder abandonar la sala sin tener que verlas. Sobre todo, llevaron a cabo una sutil campaña de relaciones públicas, en la que se cuidaron de refutar agresivamente a sus detractores. Optaron, con inteligencia, por acabarlos a golpes de cortesía. El operativo funcionó. Lo que prometía convertirse en un infierno no pasó de ser una efímera llamarada. El día de la inauguración, poco más de cien personas protestaron a las puertas del museo. El boicot no cobró forma nunca. Los periódicos que habían encabezado la condena pronto se olvidaron del asunto. La exposición siguió su marcha sin piquetes en la puerta ni amenazas de clausura.
A la vista de las piezas, el amago de escándalo parece desmedido. Lo cierto es que las obras, platicadas, se antojan mucho peor de lo que son en vivo. Y lo cierto también es que casi todas ellas son bastante mediocres en términos de calidad artística. Más que insultantes resultan insulsas, pero no parecería que su propósito fuera "trivializar" nada. A su manera, cada artista da la impresión de tomarse el asunto muy en serio. La exposición, hay que recordarlo, está más enfocada a examinar la figura de los verdugos que la de sus víctimas. En mayor o menor medida, casi todas las obras exploran tres variantes temáticas: la fascinación erótica que producen ciertas encarnaciones del mal, en este caso los nazis; la similitudes entre los símbolos y las técnicas de la propaganda nazi y aquellos que rigen en la actualidad la sociedad de consumo; la forma como el nazismo, en su crueldad gratuita, su voluntarismo y su irresponsabilidad, fue creando en torno suyo una sociedad infantilizada. En general, la factura de las piezas es pobre y su mensaje simplista. No obstante, casi todas consiguen confrontar al espectador con algún aspecto incómodo de nuestra relación habitualmente conformista con el poder.
El único artista que se aparta de estas líneas y que se ocupa directamente de representar a las víctimas es Alan Schechner, y tal vez sea precisamente eso por lo que su obra ha causado particular escozor. Una de sus dos piezas en la muestra es la foto que se describió al principio del artículo, en la que aparece él mismo sosteniendo una lata de refresco en las barracas de un campo de concentración. La otra es una animación por computadora en la que un código de barras se transforma en la foto de un grupo de reclusos vestidos con los típicos trajes de rayas. A pesar de que la ficha del museo hace todo lo posible por limitar nuestra lectura de estas piezas a sus interpretaciones menos conflictivas, es claro que su significado no se limita necesariamente a hacer una crítica de la sociedad de consumo o de los posibles usos totalitaristas de la informática. Parecerían también apuntar hacia la imposibilidad de que una generación asentada casi por entero en la seguridad y el confort asuma como propias las tribulaciones de sus abuelos, se apropie de su carácter de víctimas, se "meta" en esas imágenes del pasado y pretenda mimetizarse con ellas. Por su parte, el código de barras transforma cualquier objeto en un producto y hace posible su comercialización. Las víctimas se convierten así en un simple objeto de intercambio. Schechner es un artista inglés, judío, nacido a principios de los sesenta, cuya familia perdió numerosos miembros en los campos de exterminio. Cuando era más joven emigró a Israel y se enroló como voluntario en su ejército durante varios años. Su experiencia de primera mano sobre la manera como la retórica del Holocausto era utilizada para justificar acciones militares como el bombardeo del Líbano lo condujo a cuestionar de manera radical el empleo de la memoria histórica como elemento de presión política. A pesar de su aparente insignificancia, sus dos obras en la muestra se distinguen de todas las demás no sólo porque son las únicas que se ocupan de las víctimas, sino porque son las únicas que se ocupan de la forma como se puede manipular la victimación para diferentes fines. En esa medida, su trabajo nos ayuda a ver la exposición en su conjunto como parte de un ríspido diálogo al interior de la comunidad judía sobre los usos y abusos del Holocausto, y a calibrar su justo peso como elemento definitorio de la identidad judía en nuestra realidad contemporánea.
Los hechos del pasado siempre serán lo que son, eso no está en disputa. Pero la forma como los percibimos, los ángulos que resaltamos, las "enseñanzas" que extraemos de ellos, la manera como los empaquetamos para consumo masivo, cambian continuamente en respuesta a los imperativos del momento. La ortodoxia señala que el Holocausto es un evento eminentemente judío, irrepetible, incomparable e inexplicable. Bajo esas premisas, cualquier intento por extrapolar algunos de sus principales rasgos a situaciones distintas corre el riesgo de ser tachado de relativismo blasfemo. No parece que la exposición trivialice el Holocausto, pero ciertamente establece paralelos (medio simplones si se quiere) entre la maldad de los nazis y nuestro mundo actual; entre la nitidez de sus símbolos y nuestros anhelos de consumo; entre nuestro deseo de seguridad y la fascinación que ejerce la imagen de su poderío; entre lo criminal de sus mensajes demagogos y nuestros oídos siempre receptivos a cualquier fórmula estúpida que nos permita imaginar que las cosas son sencillas y claras, blanco y negro, malos y buenos. Si algo trivializa el Holocausto no es una pequeña exposición que será vista a lo más por unos cuantos miles. Lo que de verdad trivializa el Holocausto es su continua invocación por parte de tirios y troyanos para descalificar al adversario en las más insignificantes disputas; su explotación cruda como elemento de chantaje para justificar atropellos y despojos; su gradual conversión en un "género" como cualquier otro para el entretenimiento de las masas.
La exposición no tiene nada nuevo que decirnos en relación con el pasado. Cabe preguntarse incluso si en algún momento se propuso hacerlo. Lo que parece indudable es que nos dice muchas cosas interesantes sobre la realidad presente de la comunidad judía. Una comunidad que se revela de pronto plural, autocrítica, atrevida, polémica; en diálogo abierto consigo misma y con el resto del mundo. Suficientemente segura de su propia fortaleza para ventilar sus diferencias internas de cara al público. Una comunidad inmersa en un complicado proceso de reajuste de sus elementos de identidad y de sus prioridades políticas, cada vez menos interesada en la contemplación estática de los trágicos reflejos de su pasado que en afinar su visión para discernir, con mayor claridad, la multitud de retos que le depara el futuro. ~