Los libros como inyección

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Como las marcas que hacía mi madre en la puerta del cuarto de baño para ver cuánto habíamos crecido, una de las señales con las que voy comprobando el paso del tiempo es la selección de lecturas anuales para mis alumnos en la universidad de Madrid. Uno creería que, una vez elegidos los libros, ahí se quedarían para siempre, como los clásicos inexcusables de las bibliotecas de nuestros abuelos: Robinson Crusoe, Los tres mosqueteros, Miguel Strogoff, Guerra y paz. Pero no. La lista evoluciona y por causas diversas: porque algún libro se queda viejo (rara vez), porque deseo compartir con urgencia un nuevo hallazgo (desde hace unos años me ocurre con Primo Levi, por ejemplo) y porque, simplemente, algún libro ha ido a parar a una especie de Purgatorio al que mis alumnos ya no pueden seguirle. Se lo crean o no, eso es lo que ha pasado con Cortázar. ¿Se ha quedado viejo? ¿Lo ha jubilado un discípulo? No. Para decirlo con claridad, lo que ocurre es que no pocos alumnos ¡no lo entienden! (Otros no, claro: para otros Cortázar —de quien he oído que en realidad era un extraterrestre— sigue siendo el terremoto bueno de siempre).
     Creí haber oído mal cuando algunos alumnos se quejaron de Borges, por hermético. ¿Borges? ¿difícil? Pues yo no escogería a otro escritor para explicar lo que es la claridad. Luego he ido comprendiendo que la dificultad no está tanto en la prosa como en el sistema de referencias que lleva consigo todo escritor. Y Borges, como es sabido, aunque es la antítesis misma de lo pedante, viene a ser como el último destilado de la Biblioteca de Alejandría.
     Y eso es lo que ocurre. Mi lista de libros evoluciona porque mis alumnos van perdiendo la capacidad de comprenderlos. ¿Son tontos, quizá? En modo alguno: por el contrario, como casi siempre ocurre con los jóvenes, son listos y aprenden rápido, y ese es uno de los grandes placeres de ser profesor (el otro es que a la mayor parte aún no se le ha retorcido el colmillo). Pero son infinitamente ignorantes. O mejor, víctimas.
     ¿De qué? Por supuesto, de planes educativos casi sólo tecnocráticos y por lo tanto reaccionarios; de ambientes familiares no siempre propicios (más del 50% de los españoles no lee libros jamás); y de la consabida plaga de la televisión, que por supuesto no es mala en sí misma pero sí lo es cuando cede a la fuerte (y al parecer rentable) tentación de la imbecilidad. Y la televisión española ha caído en la tentación de un modo que a su lado Adán y Eva parecen niños de coro.
     Pero ninguno de esos gigantes sería imbatible si no hubiese sucedido algo más grave —y aún no definitivo. Y es la rotura de la tradición, de lo que podríamos llamar la cadena: aunque parezca una tautología, la principal causa de esa ignorancia… es ella misma. Lo cual se puede ver con claridad cada vez que a nuestro lado, por la razón que sea, sucede el milagro y alguien lee una de esas obras que conspiran contra la higiene de las personas: pues mientras uno las lee es imposible separarse de ellas, ni siquiera para tomar una ducha. Y como todavía no han hecho ediciones sumergibles… Todos hemos vivido la experiencia. Recuerdo que cuando leí Los miserables, de Victor Hugo, que tiene más de mil benditas páginas, los amigos creyeron que me había ocurrido algo, pues no volví a aparecer ni por las fiestas, y algo parecido sucedió con el Cuarteto de Alejandría, de Durrell. Y todavía estoy viendo a un amigo mío que leía Guerra y paz sin poderse despegar… mientras en traje de baño hacía cola para realizar esquí acuático.
     Pues bien: con la experiencia que me da, ay, el haber dado a mis alumnos ya unas cuantas listas de libros, puedo garantizar que en un alentador número de casos el virus de la ignorancia se cura con la sola inyección de un buen libro. Bueno, no se cura la ignorancia, claro —¿se cura acaso alguna vez?, como dijo el filósofo—, pero el enfermo queda instalado en el camino de la curación.
     Habrá quien piense que asociar ignorancia con falta de lectura y además literaria es un abuso. Quizá, pero yo tendré que esperar a la próxima vida para usar otra regla. El día que descubrí que ninguno de mis alumnos sabía quién era Stendhal, la impresión me sacó de la clase… pero sobre todo porque me habían quitado el idioma: no sabía qué decirles.
     A un chico que ha leído a Camus, Maupassant, Orwell, Dickens o Truman Capote, entre otros cientos posibles, no tarda en hacérsele manifiesta la idiotez frecuente de la televisión, y lo que es más importante, insoportable, y poco a poco se va desenganchando de la droga. Y si no me creen, hagan la prueba. Y si no han leído Los miserables, léanlo: es magnífico. –

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(Botá, 1951) es narrador, ensayista y profesor de periodismo. En 2008 publicó el libro de cuentos 'Historias de despedidas' (Alianza).


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