Los tres tenores y medio, rebajados a dos y medio

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El pasado cinco de junio se llevó a cabo en el Parque Fundidora de Monterrey el “esperado” concierto de los Tres Tenores, acompañados por Alejandro Fernández en calidad de cuarto mosquetero, suerte de D’Artagnan de la melopea. IL più grande spettacolo dei nostri tempi, como se le llamó a este ridículo y cursi show la primera vez que se presentó en Roma en 1990, estuvo organizado por la empresa Latin Event Promotions —cuyo presidente es el señor Vicente Gómez Escribano—, y marcó el inicio de algo llamado Forum Universal de las Culturas.
     El tres de junio los organizadores anunciaron la cancelación de Pavarotti: es que está muy enfermo, dijeron. Pero esto ya se sabía: meses atrás el tenor napolitano comenzó a cancelar todas sus presentaciones, incluida la regiomontana, debido a una operación del cuello que se le practicaría dos días antes de la fecha de “nuestro” concierto en Monterrey. Una de dos: o el affair Pavarotti fue una tranza bien planeada para vender todos los boletos y tener no sólo la sala llena sino los bolsillos también, o a los organizadores de plano se les olvidó este pequeño detalle.
     El presidente Fox y su esposa asistieron al concierto, supongo que para ser testigos, como todos nosotros, del momento histórico de la despedida, así se anunció, de los Tres Tenores (aunque hubiera sido sólo de dos); pero mucho me temo que esto de la despedida es también una tranza, y que seguiremos teniendo, para desgracia de la música, Tres Tenores pa’largo, o de perdida dos, dada la precaria salud del Aramis napolitano.
     En el concierto hubo de todo y para todos los gustos: Júrame de María Grever seguida de Bésame mucho de Consuelito Velásquez y el estrepitoso derrumbe por sobrepeso de una de las áreas asignadas; inspiradas melodías de zarzuelas y colas de dos horas para entrar; bonitas arias de ópera intercaladas con el Cielito lindo y México lindo y querido y la demanda de cerca de mil asistentes que reclamaban la devolución de su dinero por la ausencia de Pavarotti; algunos “gallos” de José Carreras (dos en italiano y en inglés, y uno en español) y el grito de ¡¡fraude!! de los que se quedaron sin asiento por el estrepitoso derrumbe ya consignado; el estreno del “Himno del Forum Universal de las Culturas”, producto de la inspiración del hijo de Plácido Domingo, y los juegos artificiales de “luces multicolores” que pusieron punto final a este memorable “evento”. Agreguemos las disculpas que ofreció Vicente Gómez Escribano (“dijo estar abochornadísimo”) por el desmadre imperante, y el maravilloso y apetitoso anuncio que de manera constante apareció en la pantalla del televisor durante la transmisión del concierto, que decía: “Quesos Esmeralda”.
     Yo creo que cada quien es libre de organizar el concierto que le dé la gana y de asistir a él si le gusta y tiene con qué pagarlo. Sin embargo, en el caso de los Tres Tenores, no estamos ante un hecho musical, sino ante un fenómeno de mercado típico de la sociedad contemporánea, en la que privan ciertos comportamientos y valores referidos casi exclusivamente al poder y al dinero. Y en este mundo de la transacción y de los negocios, el arte musical de nuestro tiempo se encuentra cada vez más arrinconado y olvidado, aislado por un mercado cuyos productos se rigen por la ley de la oferta y la demanda.
     Por si esto fuera poco, la llamada posmodernidad ha traído consigo un curioso y perverso fenómeno de orden estilístico: existe el convencimiento, sobre todo en el campo de la interpretación, de que las fronteras entre la música clásica y la popular, entre la clásica y la comercial, ya no existen, han sido borradas. De ahí que José Carreras cante (muy bien) el papel de Rodolfo en La Bohème de Puccini y, a la vez, maquine sin el menor pudor un disco titulado Passion en el que le pone letra, en inglés naturalmente, al movimiento lento de la tercera Sinfonía de Brahms y, claro, al Concierto de Aranjuez; o que Plácido Domingo nos ofrezca una insuperable versión del Otelo de Verdi (y de tantas otras óperas del repertorio), al mismo tiempo que canta y graba tangos y canciones rancheras, haciéndole la competencia a Gardel y a Jorge Negrete, ellos sí grandes cantantes de tangos y canciones rancheras respectivamente. Y qué decir de las arias de ópera en el estilo del cursi de Andrea Bocelli y de la inenarrable italiana Filipa Giordano, quien, junto a las inglesas Charlote Church y Sarah Brightman, forma el trío de “Las Tres Conchitas” de la música “clásica ligera” (a decir de Alberto Cruz-Prieto); o de una buena cantante de música popular, como digamos, Tania Libertad, que se lanza a cantar, muy mal por cierto, y a grabar sin el menor empacho arias de ópera en un disco que se titula ¿Y por qué no?, y que debería haberse llamado ¿Y por qué sí?
     Pero quienes se llevan la palma en estos asuntos interpretativos son los Tres Tenores. Su concierto ideal, el más atractivo, es, pongamos por caso, aquel en el que participan, además de ellos mismos, cantantes venidos de diferentes mundos musicales (como “el potrillo” en Monterrey), y en el que alternan La donna è mobile de Verdi, cantada entre dos de ellos, con Guadalajara, a cargo de uno solo, una selección en inglés, italiano y español de canciones de moda (cada uno canta una de ellas) con Che gelida manina de La Bohème, uno o varios fragmentos de algún musical con la Canción del toreador de la Carmen de Bizet (con los tres al unísono), y para cerrar con broche de oro, Granada del flaco también de oro Agustín Lara, alternándose uno de los españoles y el italiano, y de encore otra vez Granada pero ahora con los tres tenores juntos, pero no revueltos, y, además, con la participación en vivo y a viva voz del respetable. Esto último es muy importante, ya que en ese preciso momento la melomanía se confunde con una suerte de armonía (tonal, naturalmente) espiritual, algo desafinada, es verdad, pero, eso sí, muy profunda.
     Ante esta apoteosis artística y musical, no queda otra que lanzar al cielo los fuegos artificiales que marcaron el final del esperado concierto de los Dos Tenores y medio en Monterrey, o, de plano, ponerse a llorar. –

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