“…más allá / de las torres gemelas”

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"Ser una casta pequeñez" es uno de los primeros poemas del primer libro de López Velarde. Muchos lo recordamos de memoria: empieza con aquello de "Fuérame dado remontar el río de los años", volver a ser niño para que la amada lo tome a uno entre sus brazos, al pasar por su reja en una "tarde inválida". Es un poema de juventud, casi adolescente, pero no por completo; no es sólo el "regreso a la inocencia y feliz ignorancia de la niñez", según apunta Alfonso García Morales (Hiperión, 2001), editor reciente de los tres libros del poeta jerezano. El poema fue publicado por primera vez en 1915, cuando López Velarde tenía 27 años, y es una mezcla de iglesia y mundo —más mundo que iglesia—, como podrá verse en lo que sigue.
     Al pasar el niño junto a su reja, la amada lo sube a su regazo y le pregunta si es querida hasta el brocal del pozo o hasta el huerto del traspatio: "hasta el agua inmanente de tu pozo / o hasta el penacho tornadizo y frágil / de tu naranjo en flor." El niño le contesta quererla más allá de las "torres gemelas", es decir, más allá de las torres de la iglesia. Hay que hacerse una composición de lugar para entender el poema: al caer la tarde Ella está a la puerta, lo sube a su regazo; hacia el interior, en el patio, está el pozo y más allá, al fondo, el huerto donde hay un naranjo en flor; por encima del huerto, tal vez en la lejanía, se ven las torres de una iglesia. Imaginemos también el diálogo que el poema resume: "¿Me quieres?", "¿hasta dónde me quieres?", "¿hasta el pozo o hasta el naranjo?", le pregunta, y el niño le responde: "Te quiero hasta más allá de las torres de la iglesia."
     Las torres de las iglesias aparecen con frecuencia en los poemas de López Velarde, y a veces junto a los naranjos. En "Viaje al terruño", escrito en 1910: "Como níveo relicario / que ocultan los naranjales, / del coche por los cristales / ¿no distingues el Santuario?"; las torres del Santuario, que se mencionan en seguida, están más allá de los naranjales. También en "A la Patrona de mi pueblo", de 1916, hay "la lección esbelta / y firme de tus torres…" junto con el "atrio de naranjos", referido dos veces. Con un temblor pagano, la "lección esbelta" de las torres se convierte más adelante en las "torres ágiles" que con sus faroles de papel, en la noche, simulan "un tenue / y vertical incendio"; y la última estrofa expresa la esperanza de que, en la tiniebla del alma del poeta, la Virgen ponga una "rojiza aspiración" procedente del "inmóvil incendio de [sus] torres". De más está decir que, junto a las iglesias, la proximidad de los azahares o de los naranjales tiene siempre una reminiscencia de tálamo. El mismo poema, "A la Patrona de mi pueblo", comienza con "Señora; llego a Ti / […] / para aspirar los naranjos / de elección, que florecen / en tu atrio, con una / nieve nupcial…" Naranjos de elección en el sentido de vasos de elección, esto es, instrumentos de la divinidad, que se vale de ellos para propiciar connubios.
     En el poema de la casta pequeñez, si bien el poeta ha logrado "ser de nuevo / la frente limpia y bárbara del niño" —inocente de todo pensamiento malo, e inculta de toda civilización—, no puede menos, al ser tomado en brazos por la amada, que sentirse bien "en la aromática / vecindad de [sus] hombros y en la limpia / fragancia de [sus] brazos": de ahí que le conteste, entusiasmado, quererla más allá "de las torres gemelas". Pero al llegar a este punto, limpia o no la frente del niño, todo conspira contra la inocencia. El agua inmanente del pozo, el penacho tornadizo del naranjo en flor, el aroma de los hombros y la fragancia de los brazos, contaminan por completo las "torres gemelas" de la iglesia, que no pueden sino evocar los pechos de la amada, en cuya vecindad, también, por fuerza estuvo el niño aquella tarde.
     No es difícil justificar con textos del poeta interpretaciones más o menos sicalípticas. Hay poemas enteros donde la teología católica y la liturgia se vuelven meros recursos para expresar con plenitud su erotismo. A principios del siglo XX, y a las puertas de una evolución en la moralidad y los estilos de las relaciones sexuales, Ramón López Velarde quería decir toda la verdad, y la dijo. Sale un poco sobrando la confesión general, incluida en uno de sus poemas póstumos y que tal vez él no habría publicado, por obvia: "En mi pecho feliz no hubo cosa / de cristal, terracota o madera, / que abrazada por mí no tuviera / movimientos humanos de esposa." ~

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