Mathias Goeritz: el hartazgo de la razón

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En 1954 corrió el rumor de que Mathias Goeritz había sido nombrado museógrafo de la Universidad Nacional. Ante la posibilidad de que ocupara esa oficina, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros le escribieron una carta al rector Nabor Carrillo para advertirle del despropósito. El periódico Excélsior la hizo pública. Los comisarios de la identidad consideraban inadmisible el nombramiento. El “individuo llamado Mathias Goeritz” era un “simple simulador, carente en absoluto del más mínimo talento y preparación para el ejercicio del arte del que se presenta como profesional. No es autor sino de lamentables caricaturas de lo que toma como modelo para fabricar ‘arte’ de la más vil calidad comercial ‘a la moda’ con el propósito de sorprender a los nuevos ricos aprendices de ‘snobs’ incapaces de distinguir la calidad de lo que adquieren o elogian. Individuo que representa, en suma, todo aquello que es contrario a la alta tradición y desarrollo del arte de México y su cultura nacional”. El nombramiento era inadmisible, un insulto para el arte y, por supuesto, para el pueblo de México. La intimidación tuvo éxito. La Universidad declaró pronto que el individuo había tenido un encargo provisional. Para alivio de los muralistas, el simulador no había sido nombrado “para nada”.

En su requerimiento al rector, Rivera y Siqueiros hablan de la “repugnancia” que sienten por el trabajo de Goeritz. El artista venido del mar Báltico componía en una clave que les resultaba absolutamente indescifrable. Si lo tachan de farsante es porque no tienen ojos para su obra. Podían combatir el arte reaccionario, la decoración burguesa pero la expresión de Goeritz escapaba de las categorías de su guerra. Goeritz no interrogaba el vocabulario del arte sino su fundamento, su tiempo. Los comandantes del arte revolucionario mexicano estaban frente a un neoprehistórico. Un paleolítico que se sentía bastante primitivo frente al hombre que dejó marcada la huella roja de su mano abierta junto con un punto rojo en una cueva.

Goeritz nació hace cien años en Danzig. Estudió historia del arte pero se hizo artista dentro de las cuevas de Altamira. Huyendo de la guerra llegó a España donde encontró al poco tiempo esas inscripciones de lo esencial. Ahí estaba la magia, la ceremonia, el misterio del arte. Su fe. Arte que no es copia ni es pose, que no es decoración sino recogimiento, devoción. Así describía Goeritz su impacto:

El hombre de Altamira no ha copiado. No ha copiado unos bisontes, sino que ha creado una pintura que es, quizá, lo más esencial que nunca ha podido crear el hombre. Se ha dicho que las cuevas de Altamira son la Capilla Sixtina de la Prehistoria. ¡No! Son la Capilla Sixtina del arte nuevo. No hay nada más joven, más nuevo, más moderno. Aquí se unen naturaleza y abstracción, materia y espíritu, razón y sentimiento. Aquí está la armonía completa entre color puro y línea pura. Esta es la única realidad que el artista nuevo reconoce. Altamira es la abstracción natural, la síntesis. Una síntesis que es el ideal del arte nuevo.

La cueva le dio misión al artista. Al contemplar aquellos bisontes y venados, esas finas formas humanas, al admirar la esencia capturada, la mano de ese remoto oficiante de la contemplación, Goeritz entendió que el arte no era arrobamiento por la belleza, era un atisbo de lo eterno, lo primordial. De ahí nació una escuela de existencia efímera pero sobre todo una exploración espiritual, estética, moral a la que entregaría su vida. La extraordinaria exposición que, para celebrar su centenario, se ha montado en el Museo Reina Sofía de Madrid y que se exhibirá también en México a partir de mayo da cuenta de esa búsqueda tenaz, de sus hallazgos, de su ambición de servicio.

El artista que aparece en las salas del museo es un dibujante, un pintor, un escultor, un constructor, un promotor cultural. Un potentísimo agitador cultural. Se trata de un artista que anhela transformar la atmósfera estética del mundo. Fundar, en sus intervenciones y en su discurso, una nueva moral artística. Vale recordarlo así tanto por sus torres y sus esculturas, sus cuadros y edificios, como por sus manifiestos. Su diálogo con los cavernícolas de Altamira y el romanticismo de Dadá está en sus serpientes y crucifijos, en sus estrellas e inscripciones. También en sus ideas y en sus controversias. En ambas dimensiones puede encontrarse uno de los más profundos cuestionamientos al mundo del arte: no solo sus creaciones sino también sus órganos de legitimidad, las prendas de su prestigio, sus condiciones de rentabilidad.

Más allá de las hostilidades de los muralistas que llegaron a pedir su deportación porque obras como el Museo Experimental El Eco deformaban al país, Goeritz encontró su paraíso en México. Llegó a la mitad del siglo, cuando todo parecía que estaba cambiando, cuando todo parecía posible. La arquitectura rehacía la ciudad, la pintura rompía los viejos moldes, las esculturas desfilaban por la calle. Su obra inserta objeciones en ese sueño de modernidad. En los muros escribe con letras de un alfabeto indescifrable; no ayuda a trazar las avenidas para acelerar las máquinas, sino para abrirle paréntesis al recogimiento; no diseña multifamiliares funcionales sino torres inútiles para la contemplación. Sus edificaciones invaden la arquitectura. Irrumpen en el trazo de la razón. Quiso despertar la espiritualidad en el espacio público, comunicar la vida con esa fe que la ciudad tritura con la prisa de sus máquinas. Las torres que levantó con Luis Barragán son un acto de demolición: una bomba a la arquitectura utilitaria. Rascacielos inútiles. Edificios cuyo único propósito es la emoción. Los arquitectos, dijo Goeritz, se quejan de que las torres de Satélite no son más que una enorme escultura… “y tienen razón, pero ¿qué importa? Para mí son pintura, son escultura, son arquitectura emocional”.

El romántico creía que la modernidad había nacido con una mentira. La culpa era de la Revolución francesa. Su filosofía expulsó el misterio de la vida. Afirmando con soberbia los derechos del hombre negó los derechos de Dios. Por eso el arte ha encallado en la exaltación del artista, en la adoración de una belleza vacía. Dándole la espalda a la espiritualidad, el arte se entrega al exhibicionismo para la satisfacción de las vanidades. El arte tenía que ser, de nuevo, plegaria, una oración plástica.

Goeritz rebosa ideas contra las ideas. Vapulea de mil modos al arte reducido a un juego de la inteligencia. Se supo en una guerra contra el arte servil, sometido a la idea, al ego, al dinero. Por ello pidió menos inteligencia y más fe. Era, para él, la lucha del arte-oración contra el arte-mierda. Esto escribe en su manifiesto:

Presten atención: el arte-mierda es el truco; la moda del instante, es el erotismo fastidioso e impotente, la propaganda escandalosa del surrealismo intelectual y materialista, el egocentrismo consciente e inconsciente, el expresionismo gratuito –figurativo y abstracto–, la broma dizque profunda, la lógica y el espíritu sofisticado, el funcionalismo vulgar, el racionalismo pretencioso (antes mencionado como las pretensiones del racionalismo), la autodestrucción mecánica o individual, la luna conquistada, el cálculo decorativo, es toda la pornografía divertida y caótica del individualismo, la glorificación del ego, la crueldad, la vanidad y la ambición, la violencia, el bluff y la mierda misma.

El arte-oración ¡es todo lo contrario! Es la pirámide, la catedral, el ideal, el amor místico o humano, la abundancia en el corazón, la imagen de la nada y del todo, la lucha en contra del ego y en pro de Dios, la rebelión del Dadá contra la incredulidad, el sol nunca alcanzado, la crucifixión de la vanidad y de la ambición, la ley interior de la fe, la forma y el color como expresión de la adoración, lo monocromático expresando lo metafísico, la experiencia emocional, la línea que con su modestia crea el mundo de la fantasía espiritual, la irracional y absurda belleza del canto gregoriano, el servicio y la entrega absolutas: ese es el arte. Esa es la oración. Desde hace algunos años, nos perseguimos con artificiosidades del arte-mierda que se encuentra en galerías oficiales y particulares, en casas elegantes y en museos. ¡Por favor, deténganse!

Era el hartazgo de la razón, del cálculo, de la vanidad, del ego. ~

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(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).


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