En un reciente e interesante libro, El tiempo que vivimos y el reparto del trabajo, de Jáuregui, Egea y De la Puerta (Paidós), se me ha revelado que padezco un karoshi. Nunca lo hubiera imaginado, sobre todo porque desconocía el nombre, que además es japonés como parece. Así ha denominado el Instituto de Salud Pública del Japón una patología que va más allá de la ansiedad o el cansancio y causa unas dos mil muertes al año. Los síntomas, suscitados por "prácticas de trabajo psicológicamente insanas que perturban los ritmos normales de la vida y conducen a una acumulación de fatiga y a una sensación crónica de estar siempre sobrepasado", incluyen, además de lo mencionado, insomnio, agotamiento, tensión, irritabilidad, un estado de hiperestimulación, sentimientos de indefensión y pánico, posibles problemas de visión, propensión a las infecciones —sobre todo de las vías respiratorias—, angustia mental, impaciencia ante lo que no es instantáneo —por ejemplo una llamada telefónica— e insatisfacción permanente. Es parecido a lo que en Occidente se conoce como "síndrome de fatiga de información".
Explican los autores del libro algo que —me temo— sufrimos ya casi todos. El hombre, dicen, incorpora multitud de relojes biológicos que a lo largo de millones de años han ido evolucionando paulatinamente en sintonía con los ritmos y ciclos de la naturaleza. Ya con la revolución industrial se produjo un desajuste considerable, al que el hombre pudo sin embargo adaptarse con esfuerzo, pues las velocidades del trabajo se fueron alejando de las cadencias naturales del cuerpo y la jornada laboral dejó de corresponderse con los ciclos biológicos de la especie.
Pero ahora, con las revoluciones tecnológicas, lo que ha ocurrido es que la compresión del tiempo y del espacio, su casi supresión en la percepción de nuestros sentidos, ha alterado del todo —quizá ha abolido— esos relojes biológicos naturales, o que cambiaban tan lentamente que el cuerpo y la mente podían no perder excesiva comba. La ingente cantidad de información instantánea y compacta que a cada uno llega a lo largo del día, sobre todo a quienes hacen uso de ordenadores y del correo electrónico, pero también a través del fax, el teléfono y demás, ha acelerado de tal manera los ritmos laborales que lo normal sería que nadie pudiera mantenerlos, y como lo anormal —aunque sea costumbre— es que sí se mantengan, no nos damos cuenta de que se consigue merced a sobrehumanos esfuerzos y a una distorsión salvaje de nuestro compás vital y nuestras facultades. El resultado de vivir instalados en esa anormalidad no es que ésta acabe por convertirse en normalidad nueva, sino el karoshi.
Se nos ha hecho creer que el perfeccionamiento ilimitado de las máquinas, el incremento sin freno de su celeridad, no podían sino reportarnos ventajas y facilitar nuestras tareas. Hoy sabe cualquiera que esa "facilitación" equivale en realidad a trabajar infinitamente más, y todo el rato con la lengua fuera, sin resuello. Ya no hay tiempo entre la emisión y la recepción de un mensaje, una solicitud, un encargo o una pregunta, hay casi simultaneidad. Y esa inmediatez acucia, hace sentir que lo requerido es urgentísimo y no puede esperar, y precisa una respuesta o satisfacción rauda. El emisor la recibe, así, en seguida, y por tanto vuelve a tener al instante la pelota en su tejado cuando acaba de soltarla, y así una y otra vez hasta la náusea. Y uno tiene la sensación —quizá sea más que eso— de no terminar jamás su tarea, ni siquiera momentáneamente; de que siempre queda todo por hacer o por responder. Y aunque uno haga y haga, parece invariablemente como si no hubiera hecho nada, todo se reproduce y regresa al instante. Y la facilidad abre la puerta a lo superfluo e inútil.
En una encuesta entre ejecutivos de cuatro países, dos tercios reconocieron que el síndrome había deteriorado sus relaciones personales, incrementado la tensión con sus colegas, acentuado su descontento laboral. Mientras, los hipócritas Gobiernos se dedican a perseguir el tabaco —claro, supone a menudo una pausa—, por el bien de nuestra salud. Aparte del demagógico, ¿qué sentido tiene si a la vez la destruyen imponiendo esos ritmos antinaturales que "pueden provocar un desmoronamiento fatal"? Que lleven cuidado y amainen en su explotación "tecnológica", porque en el Japón ya ha sido condenada una empresa a indemnizar a los vástagos de un empleado que murió tras trabajar diecisiete meses sin una sola jornada libre. Así que ya pueden ustedes ir diciéndoles a sus adalides y jefes, el índice levantado en señal de advertencia: "Ojo, deme tregua, que me va a salir un karoshi". A mí ya me ha salido uno, y eso que no tengo jefe. –
(Madrid, 1951-2022) fue escritor, traductor y editor. Autor, entre otras, de las novelas Mañana en la batalla piensa en mí (1994), Tu rostro mañana (tres volúmenes publicados en 2002, 2004 y 2007) y Tomás Nevinson (2021). Recibió premios como el Rómulo Gallegos en 1995, el José Donoso en 2008 y el Formentor en 2013. Fue miembro de la Real Academia de la Lengua.