Memoria de Antonieta Rivas Mercado

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En la segunda mitad de 2008 el Museo del Palacio de Bellas Artes acoge a dos renegados: José Luis Cuevas y Antonieta Rivas Mercado. Aunque renegados por razones muy distintas, que los vuelven inequiparables, se antoja que los acota un mismo espíritu transgresor, desafiante y levemente narcisista. Ignoro si José Luis Cuevas percibió su ingreso al Palacio de Bellas Artes como una reparación, pero no cabe duda de que esta voluntad animó a los curadores, Luis Rius y Sandra Benito, de la exposición dedicada a la vida y obras de Antonieta Rivas Mercado.

Desde antes del estreno de la muestra, la presencia de Antonieta Rivas Mercado en tres salas del Palacio había causado cierto escozor entre la crítica especializada. ¿Qué venía a hacer esta dama en la máxima galera de mármol y murales? ¿Cuáles eran sus méritos para merecer semejante consagración? ¿Figuraba en Bellas Artes por mecenas, por mártir o por mercancía potencial, a semejanza de Frida Kahlo y Tina Modotti? Es evidente que los curadores se empeñaron en enfatizar las partes más luminosas y públicas de la vida de Antonieta Rivas Mercado, es decir, su participación en la modernización de la cultura mexicana durante los años veinte, en detrimento de otras facetas más sombrías del personaje, como sus desencantos amorosos y su suicidio en la catedral de Notre-Dame de París, en febrero de 1931. Hasta diría que el conjunto de la exhibición exhala una armonía o una templanza que no fueron las temperaturas dominantes de su vida. Es más, si bien se señala su suicidio en el video dedicado a una concisa biografía, no hay más alusión al desenlace fatal, salvo, quizá, a través de un cuadro de Francis Picabia, Notre-Dame, la mañana, de 1906, que evoca la última piedra que pisó Antonieta más de dos décadas después. Hasta ahora, Antonieta Rivas Mercado se había alojado en el imaginario mexicano a través de las palabras, con su correspondencia, su diario, sus relatos y los libros que había inspirado a otros autores. De pronto, esta exposición la vuelve visible, pública, masiva y manifiestamente paladina, y la saca así de los laberintos sentimentales en los que las palabras la tenían confinada, obligándola a deambular una y otra vez los pasos de su íntimo descalabro. Así, aparece otra Antonieta, como más dinámica y airosa: la hacedora, la empeñosa, la desafiante, la protagonista de su tiempo, aunque este durara unos escasos años.

La exposición ofrece fotografías inéditas que diversifican el rostro inmortalizado por Tina Modotti, prácticamente el único que se conocía de ella. Incluso un retrato al óleo de Francisco Romano Guillemín (1883-1950) la recuerda cerca de 1917, con un sombrero de ala ancha y una boca carnosa y pintada. Pero me temo que no se trata de Antonieta Rivas Mercado; nadie que la conozca un poco por dentro identificaría a la dama del óleo con la más flapper de las mexicanas. Llama la atención que los documentos gráficos del Teatro de Ulises sean reproducciones de periódicos de la época, lo cual recalca, una vez más, la penuria de los archivos culturales de México. Las salas “Itinerancias” e “Imaginarios” reúnen a pintores nacionales y extranjeros que compartieron los años y los arrestos vanguardistas de Antonieta Rivas Mercado. No pasa desapercibida la ironía del azar objetivo que puso a la entrada de la segunda sala la Crucifixión, de Manuel Rodríguez Lozano, obra permanente del Museo, como una vicaria calificación de su calvario sentimental. Y una vez más, como si la posteridad refrendara los empeños de una vida, Antonieta trae en su séquito una amplia selección de cuadros de Rodríguez Lozano, a la par de los otros artistas que ella pugnó por dar a conocer en Nueva York como Abraham Ángel, Julio Castellanos o el Corsito. También están presentes los pintores compañeros de navegación del Teatro de Ulises como Roberto Montenegro y Agustín Lazo. Entre los artistas extranjeros destacan, a mi juicio, dos paisajes de verdes azulados de Maurice de Vlaminck y una mujer tendida de Raoul Dufy, así como, sin duda alguna, un invariablemente hermoso Édouard Vuillard de 1923, Le Bridge. No estoy muy segura de que estos fuesen los preferidos de Antonieta Rivas Mercado, pero constituyen un honesto vislumbre de la pintura de la época. Es notable que casi todos los cuadros de pintores extranjeros provengan de colecciones particulares de México, presencias insospechadas e invaluables. En cada sala se proyecta un video distinto, realizado por César Parra, que ofrece testimonios y entrevistas sobre el personaje y sus empresas. El sonido tiene que rivalizar con una mala acústica de las salas y un providencial pero zumbador aire acondicionado. Es una lástima que no se pueda oír claramente ciertos comentarios. Otros es mejor que se los lleve el aire acondicionado.

Entonces, descartado el martirio, queda la justificación del mecenazgo. Es verdad que Antonieta invirtió su tiempo, su talento y su dinero en varias empresas que sellaron el despunte de la modernidad en México: el Teatro de Ulises, un puñado de libros firmados por futuros Contemporáneos, la Orquesta Sinfónica de Carlos Chávez, todo eso en dos o tres años si incluimos en la modernización del país la campaña presidencial de José Vasconcelos, en 1929. Unos juzgarán que es mucho, otros que es poco e insuficiente para merecer un rescate de esta envergadura. Pero se equivocan quienes suman y restan como si el balance de una vida fuera un asunto de contabilidad. Dejemos esta discusión a los cuentachiles de la cultura nacional. La singularidad de Antonieta reside en el paso suplementario que siempre dio para rebasar la sola condición de mecenas generosa y desinteresada. Si había que crear un teatro moderno en México, Antonieta no solamente alquilaba y acondicionaba un local en la calle Mesones, sino que además participaba en la traducción de las obras, en la puesta en escena, en la actuación, en la elaboración del vestuario, en las conferencias de prensa y hasta en la elección del coctel la noche del estreno. Ninguna otra dama de su época, por más mecenas que fuera, se hubiese atrevido a figurar con semejantes desafíos que la sociedad calificaba de desplantes. Los mecenas prefieren el recato de los palcos; Antonieta ansiaba la luz de los escenarios.

Por “mercancía potencial” habría que entender algo más abstracto que el puñado de objetos que se vende en el Palacio con la efigie de Antonieta Rivas Mercado. No me refiero a esta clase de mercancía. Más bien me refiero al enigmático proceso que transforma a un individuo en icono. En calidad de biógrafa de Antonieta Rivas Mercado, he podido comprobar que el mito es más fuerte que la verdad de una vida. A lo largo de los años, he visto cómo poco a poco Antonieta se incrustaba en el imaginario de México a fuerza de admiración, que a ratos hasta roza el fanatismo, y de honda compasión. Despierta una extraña solidaridad femenina como si su suicidio trasuntara las frustraciones y los desencantos de muchas otras mujeres de todos los tiempos. De mito a icono, hay otro paso que escapa del control de los culpables de la rehabilitación de Antonieta en la vida cultural de México. Este paso pertenece al público y nadie lo puede encauzar ni controlar. Sin embargo, la afluencia de visitantes a la exposición indicaría que el paso se está dando. ¿Es deseable? Mientras no haya beatificación del personaje, es bueno que Antonieta Rivas Mercado por fin encuentre un lugar donde arraigar después de una vida tan errabunda. Está bien que Antonieta Rivas Mercado permanezca en la memoria de México, para bien y para mal. ~

 

La exposición Antonieta Rivas Mercado permanecerá en el Palacio de Bellas Artes hasta el 26 de octubre de 2008.

 

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