Noam Chomsky a través del espejo

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En el siglo XX podía confiarse en que la izquierda lucharía contra el fascismo, cualesquiera que fueran los crímenes que ella hubiera cometido o encubierto. Un régimen que emprendiera campañas genocidas de exterminio contra minorías impuras se reconocía como lo que era y se denunciaba.
     Una baja de no poca importancia en la guerra de Iraq ha sido la muerte de la oposición al fascismo. Los patriotas pudieron oponerse a Bush y a Blair, diciendo que no estaba en el interés de la Gran Bretaña secundar a Estados Unidos. Los liberales pudieron poner por delante a las Naciones Unidas, e insistir en que Estados Unidos debía demostrar que Iraq poseía armas de destrucción masiva ante el tribunal de la opinión mundial. Los partidarios de ambas posiciones tuvieron la libertad de decir a las víctimas del fascismo: “Lamentamos dejarlos sujetos a una tiranía y nos damos cuenta de que muchos de ustedes van a morir, pero eso es problema de ustedes.”
     La izquierda, formalmente comprometida con el ideal de la libertad universal de la Ilustración desde hace dos siglos, no logró ser tan congruente. Más bien, millones abandonaron a sus camaradas de Iraq y emprendieron una evasión masiva. Si les parece que era demasiado pedir que la izquierda escuchara a gentes de Iraq cuando decían que no había otra manera de terminar 35 años de opresión, consideren las secuelas de ese tiempo. Años después de la guerra contra los kurdos, los sobrevivientes de ese genocidio —y desde grupos de comunistas hasta demócratas comunes y corrientes— tenían el derecho de esperar un apoyo fraterno contra la sublevación de lo que quedó del Partido Baath. Lo que encuentran, en cambio, es indiferencia o una hostilidad activa, porque han cometido el imperdonable pecado de cooperar con los estadounidenses. Por primera vez en la historia, la izquierda no tiene nada que decir a las víctimas del fascismo.
     La derrota de la izquierda explica gran parte de esta traición. Los pasados veinte años han presenciado el desplome del comunismo, el triunfo del capitalismo de Estados Unidos y el reconocimiento del incómodo hecho de que un fundamentalismo religioso —una cosa tan rara que la izquierda tradicional no se atreve a mirarla cara a cara— alimenta muchas de las revoluciones del Tercer Mundo. Lo más corruptor de esta derrota es una oposición a todo lo que haga Estados Unidos: una política de espejo en la que, a la hipocresía del poder, corresponde otra hipocresía equivalente en sentido contrario.
     Las contorsiones a que esto da lugar son casi graciosas. En los años ochenta, cuando Estados Unidos y Europa eran aliados de facto de Saddam, la izquierda occidental ponía el grito en el cielo por las víctimas kurdas y árabes del dictador. Tanta preocupación disminuyó bastante cuando Saddam, con su invasión a Kuwait, lo echó todo a perder y se volvió enemigo de Estados Unidos. En la década de los noventa, el tirano de Iraq ya no era responsable de las condiciones en que se encontraba su tiranato: los sufrimientos de su pueblo eran ahora culpa de las sanciones que la ONU le había infligido. En la primavera del 2003, la evasión había llegado a la franca negación, cuando el juego de espejos dio vuelta completa y ofreció, como única posibilidad, derrocar a Saddam.
     Noam Chomsky es un maestro en la política del juego de espejos. Su obra representa la capacidad de la izquierda occidental de criticar todo lo que viene de Occidente… salvo a sí misma. Tiene el profesor una enorme popularidad, pero esa popularidad resulta una mistificación desde la primera lectura. Su obra política es densa, aunque está llena de non sequiturs. En su último libro1 trata de utilizar la crisis de los misiles de Cuba para explicar la guerra de Iraq, que es como utilizar la llegada a la Luna para explicar el auge de los punto-com. Se propone enfrentar a quienes viven en la comodidad con los hechos incómodos que se niegan a encarar. Pero su público es sobre todo el cómodo público occidental.
     Su atractivo está en un argumento simple en el que basa su rebuscada prosa. El capitalismo, en particular el capitalismo de Estados Unidos, tiene la culpa de los problemas del mundo, según esto. La resistencia, por perversa que sea, es inevitable. Si la resistencia perpetra atrocidades, esas atrocidades son culpa del capitalismo.
     Por lo general este planteamiento queda oculto porque, aunque puede formularse en diversas circunstancias, como explicación universal es absurda. Pero de vez en cuando se levanta el velo, y el profesor se permite ser explícito. “Admitir que el control de la opinión es la base del gobierno, desde el más déspota hasta el más libre, viene por lo menos desde Hume —escribe—. Aunque hay que precisar. Es mucho más importante en las sociedades más libres, donde la obediencia no se puede mantener con el látigo.”
     ¿Captaron eso? No es que la propaganda sea más sutil en Estados Unidos que, por ejemplo, en China, o que sea más difícil de detectar en la Gran Bretaña que, digamos, en Corea del Norte, sino que es “más importante”. Para la izquierda extrema, acostumbrada a decenios de derrotas, la explicación de Chomsky respecto del lavado de cerebro de las masas tontas justifica su gran fracaso. Para otros, presenta una curiosa perspectiva etnocéntrica y tranquilizante del mundo.
     La lección del 11 de septiembre es que no hay una limitación moral ni de conciencia capaz de impedir que Al Qaeda haga estallar un arma nuclear. Sin embargo, si va a ser por nuestra culpa, como dice Chomsky, quizás podríamos evitar la catástrofe siendo más simpáticos y más buenas gentes. Quizás lo logremos. Pero Chomsky se niega a aceptar que Al Qaeda es un movimiento autónomo, como a admitir la existencia de una oposición democrática y socialista a Saddam Hussein.
     No siempre fue tan recatado. En su dorada juventud fustigaba la falta de congruencia de los intelectuales que aprobaron los crímenes de Estados Unidos en Indochina y América del Sur. Sería estimulante que hoy aplicara las mismas normas. Poco antes de la guerra de Iraq, José Ramols Horta, uno de los líderes de la lucha por la independencia de Timor Oriental, dijo a propósito de los que protestaban contra la guerra: “¿Por qué no hubo una sola manta o un discurso que pidiera el fin de los abusos contra los derechos humanos en Iraq, el derrocamiento del dictador y la libertad para los iraquíes y el pueblo kurdo?”
     Quizás el profesor Chomsky, dentro de su campaña contra la hipocresía, querría responderle. ~

© The Observer
Traducción de Rosamaría Núñez

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