Observaciones mínimas sobre entremeses cervantinos

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Entremés o paso, género humilde, si los hay, casi vergonzante, fue la breve pieza cómica que se situaba en medio de las comedias. Después de dos jornadas, por ejemplo, se interrumpía la presentación de una tragedia, y para desahogo del público se daban canciones, bailes o algún entremés.

“Porque, como las paga el vulgo [las comedias], es justo / hablarle en necio para darle gusto”,confesó Lope de Vega… Sí, pero el gusto del público cambia con las épocas. ¿Podemos imaginar que una representación de Casa de muñecas, de Ibsen, se suspenda a la mitad y un grupo de rock entone una canción o baile la inmortal Tongolele, y luego prosiga la pieza como si nada? ¿No es raro? El vulgo ha solicitado, como en la comida china, platillos agridulces, y esta extraña predilección, tragedia y comedia en el mismo plato, es frecuente no solo en el Barroco, sino en el teatro griego o en la escena ritual japonesa.

El entremés, por regla general, no corre en verso, sino en prosa. Notable es que el teatro se escriba en verso. Pero en este caso celebro que sea en prosa porque creo que sienta mejor al género (imaginemos un stand up comedian hablando ante el micrófono en verso) y, además, porque para los dos grandes creadores de entremeses, Lope de Rueda y Cervantes, la peculiaridad fue oportuna y favorable a sus respectivas capacidades.

Hay otras características favorables a los dos maestros. Los entremeses son tan breves que no admiten trama compleja. Para desarrollar tramas están las enredadas comedias. Esta es, quizá, la principal razón por la que los entremeses conservan una frescura y actualidad que no gozan las comedias de Cervantes.

Ningún escritor es omnipotente. La razón de la superioridad de los entremeses yace en que la imaginación de Cervantes no florece en las tramas. No hay más que visitar el Persiles, “inexplicable” novela según Borges, con su zigzagueante y pesadísima trama bizantina, para corroborar que la eficacia de Cervantes no va por ahí.

El Quijote, nuestra novela magistral, tiene trama repetitiva, por no decir que nula. ¿O es en la sucesión de encuentros azarosos del caballero en su deambular donde reside el mérito de la novela? Creo que no.

El primer entremés, de los ocho publicados por Cervantes, por ejemplo, El juez de los divorcios, simplemente no tiene trama, son solo episodios desenlazados de la discordia marital desfilando uno tras otro ante un juez, y eso no quita, sino acentúa, su mérito.

Arte es limitación. “No es artista quien no sabe limitarse”, observó Bernard Shaw. Y estos límites de Cervantes son propicios a la calidad del trabajo porque, en drama, los personajes son más importantes que la trama. Qué importa la trama pobre si los personajes tienen la vitalidad que les prestan la gracia y el salero con que Cervantes desenvuelve la individualidad del magro y –según Unamuno– calvo Quijano, contrastado con el positivista Panza. No se precisa más.

Todos los entremeses del maestro tienen mérito, vitalidad y vigencia teatral, pero El retablo de las maravillas se alza sobre los demás. Este entremés halla su trasfondo en esa desdichada política de pureza de sangre, según la cual personas cuyos antepasados fueran judíos o moros no eran cristianos viejos, sino cristianos nuevos, y los cristianos nuevos eran discriminados, hostilizados y ninguneados. Conocido es el argumento de la pieza; es el mismo esquema que el de El traje nuevo del emperador, de Andersen, que todos conocemos, ese del niño que vocea que el rey anda desnudo, uno de los cuentos predilectos de George Orwell que halla en él, como halló Cervantes, penetración política. Chanfalla, gran histrión, recuerda al mago mussoliniano del cuento Mario y el mago, de Thomas Mann, que persuade al público, compuesto por provincianos de Castilla, gente muy envanecida de su nobleza de sangre. Chanfalla los convence de que, en un escenario improvisado que esta vacío se va a presentar un gran espectáculo de títeres, pero que solo los que tengan pureza de sangre podrán percibirlo. Da comienzo el espectáculo, Chanfalla lo va narrando con gran eficacia histriónica, allá van “dos docenas de leones rampantes y de osos colmeneros”, narra, por ejemplo, aunque el escenario está vacío. Por supuesto, todos en el público se animan, ríen, aplauden como si estuvieran viendo una función. Y en esta ficción los villanos expresan su oculta duda de ser en efecto cristianos viejos. ¿Quién está seguro de su ascendencia?

Aunque Cervantes fue humilde, simpático, cordial, no hay que olvidar que fue también crítico, crítico muy fino, y rebelde, a su modo, con cierta tendencia a la anarquía. Hay que recordar, por ejemplo, el cariño que don Miguel en Rinconete y Cortadillo depara a los dos jóvenes delincuentes, y la simpatía con que en la misma genial novela retrata al poderoso Monipodio.

Nadie menos altanero que Cervantes. Se situaba, como aconsejaba James Joyce, al nivel de todo mundo, y a esa altura situaba a Felipe II, esquilmando a su pueblo para saciar su fundamentalismo. Cervantes no hubiera podido terminar, como Lope, una obra con la llegada del rey que hace justicia y resuelve todo. Cervantes, errando de pueblo en pueblo, requisando aceite y trigo para, nada menos, la Armada Invencible, no podía incurrir en esa clase de abyección. Sabía bien adónde llevaba a España esa clase de política tan obsesiva cuanto irracional.

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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