Sostiene Platón en la República que lo perfecto tiene que
ser inmutable, sencillamente porque si experimentara la más pequeña modificación o cambio dejaría de ser perfecto.
Desde que oí esta opinión platónica, en la prepa, me sentí incómodo, no me convencía. Tardé en darme cuenta de por qué no la creía. A veces es tardado advertir en qué se apoyan nuestras intuiciones filosóficas.
La razón superficial es que no veía, ni veo, razón por la que deba haber una sola forma de perfección; no veo por qué no pueda haber variedad, tipos de perfección. Lo sentimos muy a menudo. Por ejemplo, cuando vemos rosas de diferentes colores, o diferentes flores o pájaros o peces tropicales, nos aparecen tan perfectos unos como otros; entonces, cobra sentido decir que una perfección pueda mudarse en otra perfección, es decir, que pueda cambiar sin dejar de ser perfecta.
Todo esto puede parecer banal y estúpido, por usar con laxitud irresponsable el austero concepto de perfección. Puede ser, pero esta consideración no acaba aquí, el camino lleva hasta una imposibilidad, una imposibilidad en el sorprendente capítulo de la imaginación teológica, pero pasa por el arte de Malcolm Lowry.
Empecemos dando la vuelta al argumento de Platón: lo que resulta difícil, o a veces de plano imposible de imaginar, es una perfección que sin pertenecer a la geometría o a la teología clásica sea estática.
El mundo y la vida, si algo son, son mutación constante, transformación incesante. Tal concepción está en la base del arte del turbulento y genial Malcolm Lowry, que como se sabe ha vuelto con toda justicia a ocupar el candelero literario.
Este regreso obedece a que se ha dado en sospechar que Lowry no murió borracho, cargado de barbitúrico y ahogado en su propio vómito, como se creía, sino que, borracho eso sí, no podía ser de otro modo tratándose de Lowry, y con barbitúricos (casi todos los alcohólicos son, además de adictos al alcohol, adictos a tranquilizantes y barbitúricos), fue asesinado por su segunda esposa, Margerie Bonner. Pero de eso no voy a hablar (quien se interese en el escándalo puede leer el estricto cuanto esclarecedor artículo de D.T. Max aparecido en Nexos de julio).
“Lowry se aparta claramente del cuerpo principal de la filosofía y el pensamiento estético de Occidente. Estaba tan convencido del avance sin metas de la vida (un mero discurrir incesante) que no podía imaginar un cielo final estático y eterno, así como no podía imaginar “un perpetuo orgasmo espiritual”, escribe Sherrill E. Grace, en el brillante El viaje que nunca termina, que no hace mucho en su “Colección popular” dio a la estampa el Fondo de Cultura Económica y que todo interesado en la novela moderna leerá con deleite y provecho.
La imposibilidad de concebir lo estático, junto con dos cosas: la creencia de que todo está conectado con todo y todo tiene valor simbólico, y con el principio rosacruz según el cual el universo está en proceso de creación y, como el fuego, tiene la ley de crecer o perecer, constituye el fondo doctrinal de las novelas de Lowry.
Este último imperativo impuso sobre Lowry la obcecación que le cerró el paso a terminar su última y más ambiciosa creación, clarividentemente titulada El viaje que nunca termina, como el libro de Grace que recomendamos.
Lowry no podía imaginar un cielo estático y eterno. No tiene nada de raro, sabemos desde Kant que es imposible imaginar un estado sin tiempo, estático. Estado implica para la mente algún transcurrir. Donde acaba la imaginación empieza la fe, y a ese terreno, al parecer, ya no se adentró el gran Lowry. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.