El cuento se alargó y el propósito dramático que ahora impone Eduardo Antonio Parra, en su primera novela Nostalgia de la sombra, acendra una trama de reconstrucción. A Ramiro Mendoza, el protagonista principal, otrora sicario y milagrosamente impune, le han propuesto asesinar a una ejecutiva de bolsa. La ocasión de trasladarse al norte del país para cumplir con su cometido le incita a cavilar sobre su vida actual, acaso tan nebulosa como lo fue su pasado y, de facto, ante la imposibilidad de percibir nuevas expectativas vitales, se decide por un retorno que le permitirá entrever además de ayudarle a recuperar viejos sitios y recaladas vivencias quizá el rastro sesgado de sus hijos y su esposa: difusos espectros familiares a quienes abandonó y que tan sólo por el hecho de verlos deambular a distancia podrían darle algo de consuelo.
En su esquema más visible, Nostalgia de la sombra se presenta como un thriller tradicional, pero a mi juicio no lo es. Tan cargante resulta el remordimiento del asesino y su necesidad de ordenar su realidad personal, para a su vez acceder a una plausible redención, que el paradigma del crimen apenas se vislumbra como un viso de anécdota accidental. A lo largo de la novela Eduardo Antonio Parra hace énfasis en los miedos que corroen al asesino, y he aquí que el grado de cinismo del protagonista en realidad no es tan implacable. Tanta conciencia de sí o tanto esfuerzo por nutrir la autocompasión escapan a las convenciones más reconocibles. Se trata de una prosa analítica que va de la rispidez a la sublimación o de lo macabro a la fugacidad más indeliberada. Para ello el narrador no tiene como premisa excitar al lector, incluso no le sugiere ninguna suerte de festividad; más bien se aferra a un paisaje interior que habrá de reforzarse en la medida en que el protagonista va detectando aquellos lugares donde antaño avizoraba al menos la rumia de un proyecto de vida: atisbo incierto, pero latente.
En su estructura general Nostalgia de la sombra es un discernimiento introspectivo sobre la conciencia de un asesino. Lo anecdótico no está sustentado en la intriga: factor determinante en toda estratagema punitiva o delincuencial. El argumento de fondo sugiere un alejamiento nostálgico que no es sino fruto de una perpetua intimidación existencial. Ramiro Mendoza, al igual que los personajes de esta novela, es un ser descoyuntado que tiene como acicate el crimen o la degradación del espíritu, pero que en esencia aspira a una reconquista ulterior de la vida. En tal sentido, Parra se afana en matizar estos lastres, los ensancha para descubrir nuevos pormenores que, acordes al ritmo de las acciones, derivarán en minúsculas subtramas que habrán de recaer en el espíritu lastrado del protagonista. Cierto es que se resarce en sus recuerdos y conforme se suscitan las andanzas de antaño ve su sombra, su halo estantiguo, su pinta criminal que inciden en él cada vez con mayor amplitud; un reconocimiento de sí mismo que sólo le permite especular en nuevos temores y nuevos agobios. El simple hecho de que alguno de aquellos viejos personajes lo reconozca, lo hace sentir indefenso, pero pronto se percata que para todos los de su ralea “no hay hombre de pie sobre este mundo que esté libre de culpa”, de ahí que todos merezcan una muerte violenta. Enseñanza de revés o filosofía a contracurso que, muy de vencida, lo mismo disloca que atenúa el miedo a la vida y, en consecuencia, la inminencia siempre próxima de la muerte.
Eduardo Antonio Parra es un narrador que posee una genuina y depurada percepción; hacedor de gemas cuentísticas memorables, al transitar por la novela sabe, a la manera de Balzac o de Tolstoi, que ese territorio hay que poblarlo de personajes y que a partir del conocimiento de ellos devendrán las situaciones más impensadas; sabe también que la novela es un arte de trasgresión, tanto que los personajes son modificadores o al menos intentan serlo. Así, con la paciencia del orfebre, va delineando temperamentos pero tiene el escrúpulo de no otorgarles un rasgo caracterológico definitivo. Pareciera que teporochos, pepenadores, vagabundos, lisiados o mendigos estuviesen sujetos a un estigma preconcebido, pero, justo para esquivar estos determinismos, Parra se vale en todo momento de su percepción y encuentra en los arquetipos una gama de sutilezas que acrecientan el misterio, por demás íncubo, de la naturaleza humana. Este mismo empeño se presenta cuando el narrador describe lugares: la percepción se torna sinuosa y la inventiva se ampara en los residuos que emanan de esos vislumbres: el río Santa Catarina (por donde ya jamás correrá agua), los basureros, la penitenciaría atiborrada de narcotraficantes y sicarios, y tantos sitios yermos, son también prefiguraciones del subconsciente de los protagonistas, que el narrador hace suyas para hurgar cuesta arriba en fugaces e insospechados pasajes, ya secuelas proclives a constantes deslindes donde, para nuestro asombro, el análisis y la precisión narrativas se reafirman con mucho mayor eficacia.
En un primer acercamiento a la narrativa de Eduardo Antonio Parra, se podría tener la impresión de que estamos ante un trasunto asaz esquemático. Todo parece estar codificado a partir de arquetipos. Empero, cabe destacar que en Parra lo más identificable llama al hechizo y lo más misterioso no es más que un simulacro que gradualmente se disuelve. Se trata de un autor al que no le urge acelerar las acciones, que no es efectista ni en el lenguaje ni en la construcción del drama. Su apuesta narrativa se circunscribe a la edificación paulatina de un montaje cuyos cimientos se van colocando ordenadamente. A la manera de Anatole France o de Horacio Walpole, en Parra todo obedece a una suerte de reacomodo pormenorizado, de modo que sus tramas están expuestas a un perpetuo recomienzo, como también están expuestas a diversos detonantes. Es entonces que la expectativa dramática sólo puede desbordarse cuando las aristas del relato la hacen propicia. A partir de esta estrategia, que no acusa ninguna clase de exasperación, la índole perceptiva de Parra entra en juego y penetra con toda su fuerza. Su lenguaje se vale de registros enigmáticos, a veces chirriantes, como son las innumerables fracturas morales que padecen los personajes, pero sin despojarlos de su capacidad de sublimación. Y cuando las emociones se imponen el narrador se desdobla, procura narrar a partir de diversos puntos de vista, incluso puede ceder la narración al mismo Ramiro Mendoza. Así aparecen los sueños, las pesadillas, que se conjugan con las vivencias y las recapitulaciones para luego dar paso a largas y elaboradas conjeturas, creando por efecto inverso una movilidad discursiva plena de riqueza, ya como indicio de evocación abatida. Todo ello terminará por diluirse cuando aparezca el espectáculo final de la muerte. Sólo quedará pergeñado el hálito de una reminiscencia. Y es que la nostalgia salva en tanto desdibuje toda esperanza o todo sinsentido; allí estriba la redención de la vida. Hay que hacer memoria para que el olvido cobre dimensión y luego se consolide por entero. Sin duda, con Nostalgia de la sombra Eduardo Antonio Parra nos ha dado una obra de sabiduría vital. ~
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