Fotografía: Jason Steffens

Reflexiones de un editor sobre el presente del libro

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En unas recientes vacaciones en Baja California noté algo fuera de lo común en la piscina del hotel: todos los huéspedes eran estadounidenses y todos leían al sol en tabletas electrónicas. Solo una señora sostenía entre sus manos un libro de papel, en una edición de bolsillo. Mi esposa le preguntó por qué ella sí leía en papel, a lo que respondió que como le gustaba hacerlo con los pies metidos en el agua, temía que se le mojara su Kindle. Ese día me di cuenta de que la cuestión acerca de la supervivencia del libro impreso era más relevante de lo que había imaginado y sentí el temor de llegar a ser testigo presencial de la desaparición de un objeto que ha permanecido inalterable desde Gutenberg.

Tras leer decenas de artículos sobre el tema y palpar los ánimos entre la gente de la industria editorial, las palabras que me vienen a la mente son desconcierto, caos y ansiedad. La imagen recurrente es la del juego de la silla en el que todos dan vueltas en corro mientras piensan si serán el siguiente en quedarse de pie. Pero al mismo tiempo nunca se ha hablado tanto del libro hasta la llegada del e-book. No debe de ser tan malo cuando provoca un debate tal sobre la lectura.

Según algunos, los libros electrónicos están surgiendo de una transición comparable a la que se produjo con la aparición de la Biblia de Gutenberg, cuando los libros impresos fueron considerados una amenaza para la subsistencia de los monjes y el fin del control de las élites. La revolución digital ha traído un nuevo formato revolucionario que, además de cuestionar la tradición de la imprenta, ha significado la ruptura de la cadena del libro, esa estructura orgánica que ha permitido la conexión entre escritores y lectores. El debate sobre el futuro del libro parece escenificar una Babel donde autores, editores, libreros y lectores hablan cada cual una lengua diferente.

Ricardo Cavallero, director general de Mondadori, calificó recientemente el cambio de “copernicano”: “El poder pasa al lector, que es quien decide lo que quiere, cuándo lo quiere, cómo lo quiere y a qué precio. El editor encontrará y mantendrá su papel, que es el de hacer una selección, y por otro lado tendrá que estar muy atento a lo que los lectores quieren. Si no, se quedará fuera.”

En el caso de los autores, la cadena tradicional del libro se llega a desintegrar con el formato digital al eliminar a los intermediarios entre ellos y los lectores. La historia de dos autores, Amanda Hocking y Barry Eisler, muestra el nivel de confusión reinante. Hocking, la autora best seller de “self-publishing”, informaba el año pasado que estaba cansada de autoeditarse y que buscaba una casa editorial “tradicional” (a la que pedía un adelanto de un millón de dólares por varios libros). Paralelamente, Barry Eisler, autor de considerable éxito en una editorial tradicional como St. Martin’s Press, rechazaba una oferta de medio millón de dólares por sus próximos dos libros y anunciaba que comenzaría a autoeditarse para aumentar sus beneficios. Unos días después se supo que la misma editorial que perdió a Eisler firmó con Amanda Hocking.

Los libreros también se sienten agraviados ante la aparición de este nuevo formato de libro que ha roto su relación directa con los lectores. La gran cadena de librerías Borders acabó en quiebra recientemente al no adaptarse al nuevo medio con la velocidad darwiniana con que sí lo hizo Barnes & Noble, que apostó rápidamente por complementar su negocio con un modelo de venta online y por su propio lector electrónico, el Nook. En países como España, el crecimiento del libro digital está siendo más lento de lo esperado. Ante la ausencia de un jugador importante como Amazon (que finalmente llegó en septiembre de 2011) los principales editores comenzaron apostando por una plataforma segura de descargas digitales llamada Libranda, y una venta a través de los portales digitales de las librerías tradicionales. Temerosas de que los libreros las acusaran de llevarse el negocio a otra parte, las editoriales replicaron el modelo tradicional digitalmente, olvidando que muchos de los lectores que compran por internet ya no pisan con frecuencia una librería.

Frente al desánimo ante esta nueva cadena del libro digital que puede unir con un solo eslabón al autor y al lector, el jefe de las bibliotecas de Harvard y Nueva York, el historiador Robert Darnton, lanza datos esperanzadores para el papel: un millón de libros editados en 2009 en Estados Unidos; 130 millones de títulos en el mundo, según Google, de los cuales solo el 12% son electrónicos. Las 85 bibliotecas públicas de Nueva York, dice Darnton, están llenas, ofrecen conexión a la red, ayuda a empresas, asistencia a los estudiantes para hacer sus tareas: “Como bibliotecario veo más entusiasmo que nunca por la lectura.”

¿Y en cuanto al libro de texto? Algunos expertos predicen que en un plazo de cinco años la mayoría de los estudiantes estarán utilizando libros de texto digitales en Estados Unidos, un proceso posiblemente acelerado por la propuesta anunciada por Obama de invertir en la creación de cursos universitarios gratis a través de internet.

El panorama, claro, es muy distinto en América Latina. Con índices de lectura muy bajos y con muy pocas librerías, como en el caso de México, la llegada del libro digital todavía se ve como un exotismo al alcance de pocos. Pero la situación cambiará sin duda en los próximos dos años.

Jason Epstein, el mítico editor de Random House y fundador de The New York Review of Books, escribió recientemente en su reseña sobre Merchants of culture: The publishing business in the twenty-first century, de John B. Thompson: “Esta es la historia de una cultura (la editorial) en crisis que se enfrenta a profundos cambios en su modo de producción, pero tan encumbrada en su pasado que es incapaz de aprovechar las oportunidades que le ofrecen los cambios tecnológicos.” Ante la falta de una respuesta definitiva, Epstein cita a Thompson: “Cómo se producirán y distribuirán los libros y quién lo hará, qué papel jugarán los editores tradicionales (si es que tendrán alguno), y dónde encontrarán los libros su lugar en los nuevos ambientes simbólicos y de información que surgirán en los próximos años, son preguntas para las que, ahora mismo, no tenemos respuestas claras.”

Como editor, echo la vista atrás y lo primero que me viene a la cabeza es la biblioteca de mi padre, con sus miles de volúmenes en varias lenguas, donde nació en mi infancia la relación con los libros que me trajo hasta aquí. Años después, cuando salí a hacer un doctorado en Estados Unidos, empaqué una pequeña biblioteca, que después regresó aumentada a España y cruzaría por tercera vez el océano camino de México. Me pregunto qué habría sido de mí de haber nacido en una época en que mi padre hubiera coleccionado su biblioteca en un Kindle como los huéspedes del hotel. Desde luego, mi artículo favorito de Walter Benjamin, “Desempacando mi biblioteca”, tendría un sentido completamente distinto.

Creo que hay que asumir que a partir de ahora nos toca convivir con el libro impreso y el libro digital, y que nuestra única preocupación como editores deberían ser los contenidos que les dan su razón de ser a ambos. Y como afirma Javier Celaya, uno de los analistas más agudos de las nuevas tecnologías en el sector cultural, el nuevo campo de batalla será el de los contenidos en español tras la entrada de los principales actores internacionales (Amazon, Google, Apple, Barnes & Noble, Kobo, entre otros) necesitados de alimentar sus plataformas. Quienes saldrán ganando serán siempre los lectores. ~

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(Sevilla, 1961), doctor en literatura latinoamericana por la Universidad de Texas en Austin, es director editorial de Random House Mondadori en México.


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