Rodolfo Zanabria

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El pintor Rodolfo Zanabria, de mano expresionista matizada por una sutileza oriental, se ha puesto a mirar flores, y moja su pincel dejando que la flor reúna el agua con el pensamiento.
     A menudo, la pintura de Rodolfo Zanabria parece consistir no más que en rastros de algo muy fuerte, muy agudo que cruzó por ahí, y cuya permanencia es afortunada. El cuadro, de aspecto dúctil e inacabado, queda en perpetuo estado de fuga, si no es que de anunciación. ¿Qué pasó ahí?, ¿qué produjo eso? Un arrojo espontáneo, un desorden profundo, un trastorno de la sombra o un instante de iluminación.
     Ahora que pinta flores, Zanabria recurre a los pinceles japoneses manteniendo un trazo vibrátil muy acuoso que nos sumerge en sueños de aquellas transcripciones pictóricas y caligráficas de la pintura sumi-e. El agua deja huellas de corrimiento y secado que son imágenes de tiempo. Como en aquella canción china "El loto que emerge del agua",1 así surge del papel húmedo la flor.
     Pero Zanabria no es un fabricante de chinerías. Si el pintor chino dispone de un repertorio fijo de trazos, Zanabria en cambio suelta la muñeca, no se ocupa de perfección, y su vigor o ligereza obedecen ambulatoriamente al azar que la pintura sumi-e no consagra. Con su desenvoltura nuestro pintor exhibe cierta torpeza que convive con la virtud en el mismo plano. La torpeza —históricamente legitimada, por ejemplo en la pintura gestual caligráfica de Cy Twombly— se alinea del costado de la marginalidad en el arte. Zanabria la alimenta trazando a un solo tiempo con las dos manos o sujetando libremente dos o más pinceles sueltos a un tiempo con una sola mano, desasiendo, deshaciendo.
     Es un pintor de manos vacías y ojo abierto. En la tradición de la pintura china, a las manos vacías corresponde el corazón pleno, y en Zanabria hay una pobreza de medios que es plenitud. El ataque de su pincel se siembra en el repente y, desde lo pasajero, produce la apariencia caótica de muchos de sus cuadros. La unidad de la mano y el pincel no puede reducirse a un saber hacer si antes no consiste en dejar pasar (si en la pintura china se rechaza el azar, en cambio se acepta el trazo inconsciente y ello dio en su momento forma a un puente con el automatismo). Entre mano y tinta se establece una comprensión, en la medida en que la mano se penetra de su mutación en trazo: queda en la flor.
     Las flores de Zanabria en sus vasos, latas y floreros o en su desierto (pues el pintor viajó recientemente al desierto potosino a la busca de flores) semejan a veces paisajes. Y por momentos, en sus carbones, asistimos a sueños de cañadas y vértigos de bosque.

Pero la flor no es nunca un paisaje en su mínima expresión. Es la vida fugitiva, sólo eso.
     Cada pincelada, el aliento de vida…

Cada pincelada, el aliento de vida. A pesar de ser blanquísima, la hoja del papel de arroz2 que se emplea para la tinta china no despierta en el artista oriental nuestra consagrada sensación de la página en blanco sino algo más: el caos. Hun-tun, el "caos", es lo que precede al acto de pintar. En la pintura de Zanabria el caos es modelado. El papel esplende y se expresa por el tacto del pincel. De aspecto traslúcido y de textura fibrosa, ese papel poroso embebe la tinta o la acuarela al instante. Por ello, el papel exige que todo trazo sea definitivo, no hay pentimento posible, cosa que para Rodolfo Zanabria implica una elección de vida: el pintor nunca vuelve atrás sobre sus trazos, y eso distingue a su obra.
     Acerca de sus manos vacías conviene insistir en que pertenece a ese tipo de artistas que tuercen el trazo para perderse, que depositan un grado de imperfección como imperativo moral. Zanabria rechaza la avidez que colma las manos. Él es pintor de todo corazón.
     El corazón es sitio de otra retentiva. ¿Qué guarda, por qué en numerosas lenguas la memorización se designa como un aprender de corazón? Cuando el emperador Hsuan-tung vio que el pintor Wu Tao-tzu volvía con las manos vacías de un viaje al que lo había enviado a tomar apuntes para una decoración paisajística, Wu le respondió: "Todo está aquí en mi corazón".3 Y de igual modo se expone la retentiva en uno de los textos clásicos de la pintura sumi-e, El jardín de granos de mostaza: "El crisantemo es una flor de noble aspecto; su colorido es hermoso, su fragancia se manifiesta poco a poco. Para pintarla, se debe retener en el corazón una concepción íntegra de la flor. Sólo de esa manera su misteriosa esencia puede ser transmitida a la pintura".4
     Quien retiene dentro de sí una flor pierde conciencia de su persona, hace que el cambio sea sereno, conoce la muerte en lo íntimo, no puede dar una razón total, sólo una visión íntegra. Como en el rollo de un kakemono, las flores de Zanabria se despliegan, desenvueltas a nuestra vista. Son un libro que habla del sufrimiento y de la felicidad, un pequeño refugio que no escapa al mundo, un espejo sin especulación. Un obsequio de manos vacías. –

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(ciudad de México, 1956) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'Persecución de un rayo de luz' (Conaculta, 2013).


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