Salvador Elizondo: the lonely crab

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En su juventud, Salvador Elizondo aspiró a la poesía. De hecho, su primer libro, publicado en 1960, fue uno al que tituló simplemente Poemas. Ya la crítica se ha ocupado de señalar el traslado de recursos de la poesía de Mallarmé y Valéry a sus textos de ficción. Pero creo que fue Baudelaire el que hizo que concibiera el arte como un ejercicio consciente de trastocamiento de valores. En Baudelaire tomó Elizondo conciencia de que lo alto puede ser lo bajo, y bello lo espantoso. Tal noción le facilitó el tránsito a la tortura mística de Sade y al erotismo como figuración de la muerte desarrollado por Bataille. Baudelaire le habría mostrado a Elizondo que la puerta del infierno gusta disfrazarse de lo cotidiano, así como también que la poesía podía aproximarlo a un sentimiento parecido al “temblor de lo sagrado”, cuando lograba ésta ajustar en una sola imagen pensamiento y estructura. Más adelante, gracias al estudio del sistema de montaje de Eisenstein, Elizondo pudo lograr que esa imagen se desdoblara y se convirtiera en una secuencia, en la obsesiva repetición de una imagen que fuera a la vez fascinante y terrible (Farabeuf o la crónica de un instante).
     Elizondo bajó al infierno que ha expuesto la literatura en busca de un diablo moderno, que lo es por su soberbia de saberlo todo. En su juventud, Salvador Elizondo, de la mano de Orfeo, descendió al infierno y en él encontró a los creadores de ese linaje; se topó con Milton, que hizo del diablo un héroe, y con William Blake, que concibió un poderoso y tenso equilibrio cósmico entre el Bien y el Mal; encontró también a Goethe, que imaginó que el diablo (como mediador entre el hombre y la Belleza) era un artista, y con Baudelaire, que adoró el nuevo estremecimiento de Satán. Tan-tan, ¿quién es?, preguntaba Salvador Elizondo. Es el diablo de Gorostiza en el que Elizondo ve la representación más alta, en el español moderno, de la inteligencia que no puede dejar de ver su propia muerte a cada instante. El mundo es una idea y la literatura es una idea que quiere ascender a la belleza.
     Con el collar formado por las palabras talismán, que Salvador Elizondo ha coleccionado a lo largo de la escritura de sus ensayos —reunidos en Cuaderno de escritura, Contextos, Camera lúcida, Teoría del infierno y Estanquillo—, podemos tratar de adivinar su suerte. Primero, que el autor muestre sus cartas, que enseñe sus palabras clave, las más recurrentes en su obra: Mecanismo mental, Infierno, Imaginación, Diablo, Absoluto, Occidente, Literatura, Tortura, Conocimiento, Idea, Erotismo, Rito, Cirugía, Poesía, Sueño, Crítica, Cópula, Muerte, Crueldad, Éxtasis, Método, Escritura, Teoría, Espíritu, Tiempo, Saber Total. Veintiséis conceptos que hacen evidente, así expuestos, una búsqueda de lo esencial y trascendente, pero también una exploración de las experiencias terminales, de las sensaciones tremendas. ¿Su suerte? La de aquel al que nada se le da fácilmente, la del explorador de geografías mentales y de literaturas marginales, la suerte del que tiene que bajar al infierno de los libros para poder extraer de ahí unas cuantas esencias: ficciones perfectas.

Fernando García Ramírez. ¿Piensa sobre todo en el pasado o en el porvenir?

Salvador Elizondo. Vivo esencialmente en el presente. Un presente entre doméstico y clínico, pero ese presente está compuesto ya de un largo pasado que recuerdo y, por razón aritmética natural, de un futuro breve.

¿Qué estudios realizó en las universidades de Perugia y luego en Cambridge?
     Soy profesor titulado de Lengua y Literatura Inglesa, profesión que comparto con Mallarmé y con Joyce, en el Cambridge Examinations Board, 1959. En otras universidades hice cursos de “Civilización” en general. En Perugia, con el profesor Critofani, estudié a Piero de la Francesca, y con el profesor Pallotino cuestiones de los etruscos.

En otro tiempo pensó consagrarse al cine, ¿qué lugar ocupa hoy en su vida?
     Ahora solamente nostálgico. Recuerdo las viejas películas de mi infancia y de mi juventud; del cine mexicano guardo muchos recuerdos en el orden familiar. Ahora ya hace cuarenta años que no voy al cine. Conservo el pequeño catálogo íntimo de “mis diez favoritas”; en primer lugar Las cuatro plumas y, con ella, El acorazado Potemkin, Berlín, sinfonía de una gran ciudad, de Ruttman, El triunfo de la voluntad, Carnet de bal, Brief Encounter

En su obra parece conceder —en relación con la literatura, la pintura o la fotografía— poca atención a la música, ¿qué papel representa la música en su vida y en su obra?
     La música tiene en mi vida el mismo papel que muchas otras cosas. La XELA se inauguró el 5 de julio de 1940; ese día prendí el radio que seguí oyendo toda mi vida ininterrumpidamente hasta el 14 de febrero de 1984, en que lo apagué para siempre. Frecuenté a muchos músicos. Conocí de vista a Silvestre Revueltas en los estudios Clasa. Estudié desde chico y sin éxito el piano. Uno de mis profesores fue el maestro Aurelio Fuentes, amigo de mi familia. Me casé con la hija de un músico, amigo mío, Raúl Lavista. Ahora me quedo con Brückner. Su Cuarta Sinfonía es mi favorita.

La transgresión, el desquiciamiento de los límites, el éxtasis de lo erótico, la blasfemia batailleana y la violencia sádica, como temas, ¿lo aproximaron a la experiencia de lo sagrado?
     Todas esas cosas ya no me dicen nada.

¿Es usted pesimista, ve el porvenir muy oscuro?
     No sé bien. Mi estado físico y de ánimo no me permiten responder con certeza. Espero que algún día triunfe el comunismo. Como mexicano, y como todos los mexicanos de mi edad, tengo nostalgia vergonzante del PRI. La democracia, tal y como se entiende aquí y ahora, no me convence. En general soy pesimista.

¿Cómo llegó a la escritura?
     Por la vía natural de la lectura. Corazón, diario de un niño, Julio Verne, Hesse, Dostoyevski, Joyce, etcétera… con muchos intercalados.

¿Sigue llevando regularmente un diario?
     Sí, regularmente, en lo posible, desde que tengo diez años. Cuadernos en los que escribo todo lo que se me ocurre. No se si hay alguna relación entre ellos y mi obra. A veces escribo borradores, pero se distinguen claramente cuando tienen una intención literaria ulterior. He programado mis cuadernos para que sean publicados después de que las cosas de las que hablo en ellos ya hayan sido olvidadas.

¿Cuáles fueron sus primeros contactos con la literatura francesa? Ha tenido una gran influencia sobre usted
     Desde muy chico. Mi papá leía libros en francés, teatro de su época, memorias, etcétera. Mi madre y mi abuela en traducción. A mi mamá le gustaba mucho Balzac. El primer libro que leí en francés fueron las Pensées de Pascal, un libro que me impresionó mucho, y que todavía hasta la fecha mantengo cerca. No creo que ningún autor francés haya tenido influencia sobre mí, aunque hay muchos a los que admiro: Valéry y Céline.
      
     ¿Le sigue interesando, como lector, la novela?
     Ya no puedo leer libros muy largos. Me falla la atención.
      
     Usted participó en una conversación televisada con Jorge Luis Borges y con Octavio Paz, en donde cada uno (Paz desde el romanticismo y Borges desde el clasicismo) exploraba su relación con la poesía. ¿Recuerda ese diálogo? ¿Con qué posición estética se sentía —y se siente— más afín?
     Sí lo recuerdo, pero no recuerdo en detalle de qué hablamos. Sólo me acuerdo de que hablamos de imágenes del mar y que yo cité el verso de Valéry: “… la mer, la mer, toujours recommencée…” No me siento afín a ninguna “posición” estética; era un triálogo, no una polémica.

Es usted un admirador de Poe y en especial de su “Filosofía de la composición”. ¿Antes de escribir sus cuentos y novelas, las planeó a detalle? ¿Alguna de sus narraciones tomó un rumbo inesperado?
     Sigo siendo su ferviente admirador y traduje The Philosophy of Composition, que es un análisis a posteriori de la construcción del poema “El Cuervo”.

¿En qué sentido la lectura atenta de Flaubert y de Joyce fueron decisivas en su formación de narrador?
     Lo primero que leí de Flaubert fue La leyenda de San Julián el Hospitalario cuando tenía trece años. Me lo regaló mi abuela, a título de libro edificante y ejemplar, cuando todavía no sabía francés y tampoco nada acerca del “estilo” y esas cosas. Con los años, lo que más ha llegado a interesarme es el método y el proyecto literario de Flaubert. Los diferentes disfraces que adopta en sus libros. En Madame Bovary, por ejemplo, se convierte en mujer para poder describir con el mot juste el alma femenina; se convierte en estúpido en Bouvard et Pécuchet para describir exactamente cómo piensan los tontos. Creo hasta hoy que, junto con Baudelaire, es el más grande escritor francés del siglo XIX, por lo menos para mi gusto. No creo que haya marcado mi escritura en ningún sentido. En lo que se refiere a Joyce, la historia es diferente. Es un autor que me apasionó desde la primera vez que lo leí, a los quince años más o menos, y desde entonces es la figura que preside mi vasto panteón literario. He leído Ulysses seis veces. Me lo sé de memoria, y, ahora que se celebra el Bloomsday, me uno al festejo en honor de un personaje, más que del autor mismo que lo hizo. A principio de los años sesenta leí Finnegans Wake y, aunque me costó trabajo, comprendí de inmediato que marca el fin de la literatura homérica occidental. Si Ulysses es la Odisea bajo el signo poundiano de “make it new“, el Finnegans Wake es la entelequia de la literatura. Creo que, más allá de Finnegans Wake, ya solamente queda el sistema de la escritura china. Es lo único, que yo sepa, con lo que podríamos hacer algo nuevo los escritores occidentales.
      
     ¿Conoció personalmente a José Gorostiza, cuál fue su trato con él?
     Sí. Tuve trato con él. Era de Aguascalientes, y mi familia era amiga de la suya. Mi papá tuvo tratos con él en el Servicio Exterior, y mi mamá fue su secretaria en la Comisión de Energía Nuclear. Se conocían desde los años veinte. Gorostiza la menciona, entre otras muchachas de esa época, en su correspondencia con Genaro Estrada. Muy poco tiempo antes de su muerte, por medio de Teresa Silva, me concedió una entrevista a la que asistimos mi esposa Paulina, Vilma Fuentes, Teresa Silva, David Huerta y yo. Ya estaba muy mal. Tenía un tanque de oxígeno, etcétera, y estaba en bata. Solamente le hice una pregunta: ¿Cómo escribió Muerte sin fin? Su respuesta fue doble: “Con engrudo y tijeras primero, y luego poniendo los ladrillos como se hace una casa.” Primero lo pasó a máquina en el orden en que lo había escrito de primera intención. Luego pegó las hojas una con otra hasta formar una tira muy larga, luego la dividió en diferentes partes según el género de las cosas que cada parte trataba según la clasificación natural de las cosas: los minerales, las plantas, los animales. Recortó cada parte y las volvió a pegar de acuerdo a un orden clasificatorio lógico. David Huerta lo grabó, pero quién sabe que fue de esa cinta.

¿Me puede contar cómo llegó a conocer a Octavio Paz?
     Coincidimos en la cena de Navidad de 1953 en casa de su concuño Guerrero Galván, que era mi maestro de pintura. Nos hicimos amigos y lo fuimos hasta su muerte.

¿Se siente parte de una generación literaria?
     No me siento parte de ninguna generación o tradición literaria. Mi generación, la del 32, tiene buena fama, me dicen mis amigos o compañeros de la 32.

¿Cuál le parece que es la fuerza y cuál la fragilidad de la poesía?
     “Wovon man nicht sprechen kann, darüber muss man schweigen.” Wittgenstein.1

¿Qué tipo de escritor o de actitud es la que menos soporta, o qué clase de literatura es la que menos le interesa?
     Lo que no soporto procuro no conocerlo, o no saber de ello más que no lo soporto, y lo eludo. De literatura sólo sé o puedo saber lo que más me interesa.

¿Puede recordar la época en que escribió Farabeuf y la manera en que veía el mundo en ese periodo de su vida?
     Sí. En esa época el mundo era todavía algo de lo que se podía escapar escribiendo novelas. Ahora siento que es más difícil escapar.

Para algunos, como para el novelista y crítico César Aira, El hipogeo secreto es una novela muy superior a Farabeuf, ¿cómo ve esa novela suya a más de 35 años de haberla publicado?
     Hace 35 años todavía podía valorar la obra literaria de otros. Nunca he podido valorar la propia. Siento ahora que mi obra ya llegó a su máxima amplitud posible para mí, pero no distingo valores o categorías de mis libros. Cada uno responde a una circunstancia específica de mi vida.

¿Podría hablarme de su encuentro con la obra y el pensamiento de Valéry?
     Desde chico. El primer libro de Valéry que leí, sin entenderlo bien, fue Eupalinos o el arquitecto, traducido por un tío mío, Mario Pani, allá a principios de los años cuarenta. Más tarde en la vida fui conociendo más su obra. Monsieur Teste ha sido un libro fundamental en mi vida. A principios de los años setenta lo traduje y en los noventa traduje Histories brisées. De ambos hay nuevas ediciones de la editorial Aldus, 2002.

¿Intentó alguna vez una novela o cuento de un tipo completamente diferente de las que ha publicado? Recuerdo un cuento suyo, de tono rulfiano, que no he visto recogido en libro
     Aparte de ese cuento que usted menciona, y que fue lo primero que escribí en mi vida con intención “literaria”, no. Era el primer intento. Muy defectuoso todavía. Escrito al impulso de una lectura que fue fundamental en mi vida.

Conviven en usted dos actitudes como escritor, por un lado la del escritor romántico, que gusta de la provocación y el malditismo; por el otro, el autor que admira el orden mental y el clasicismo, ¿siente que con el tiempo el escritor romántico ha cedido el paso al escritor clásico?
     Creo que tanto el escritor romántico como el escritor clasicista han cedido el paso al diletante viejo y nostálgico.

Su obra abarca tanto la novela como el ensayo, el cuento y el teatro, la crítica de arte y la traducción. Su obra, además, es un sitio de encuentro entre la literatura francesa y la mexicana. ¿Cómo considera su situación personal en nuestra literatura?
     Lo que hice no creo que sea un punto de encuentro entre la literatura francesa y la mexicana. Nunca se me ocurrió eso. Mi autor favorito de los escritores franceses modernos es Céline, pero en ningún aspecto me identifico con él. Céline, como Bloy, es un anarquista estilista. Yo nada más soy anarquista espiritual. El estilo nunca me ha importado; es una cosa propia o característica de los escritores que usan el francés. Mi situación personal dentro de nuestra literatura es como la de muchos escritores en la suya: la del lonely crab.2

¿Le siguen interesando más los proyectos que las realizaciones? ¿Qué proyectos tiene en mente?
     Ya no tengo más que proyectos irrealizables, hipótesis, conjeturas imposibles… Como ir más allá de Finnegans Wake. Ahora lo más presente es el pasado, los recuerdos…

¿Ha conocido a un escritor que lo haya impresionado verdaderamente?
     Sí, Juan Rulfo. Empecé a escribir después de leer El llano en llamas. La lectura y la existencia de ese libro obró poderosamente en mi vocación definitiva.

¿Cuál debe ser, en su opinión, la acción política del escritor?
     Creo que la actitud política del escritor debe ser la indiferencia.

¿Qué lugar se puede esperar para el hombre de cultura en el interior de esta civilización?
     De esta civilización, ninguno importante.
      
     ¿Qué lugar atribuir a la libertad si la Historia es el ámbito del ejercicio del mal?
     Quién sabe. –
     Coyoacán, 16-VI-04

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