-Sául Yurkievich- (1931-2005)

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Pertenece Saúl Yurkievich a esa familia de ensayistas y poetas críticos que, como una caja de resonancia inteligente, acompaña las cuerdas de la poesía y de la literatura americanas. Pertenece a esa tribu de los lectores desvelados por organizar y afinar el diapasón de las letras. Sin la presencia inteligente y activa, exigente y militante de lectores como Saúl Yurkievich, sin esas presencias nodrizas, ¿que sería hoy de las literaturas hispanoamericanas e iberoamericanas? Y es que en esos lectores, entre otros, encarna y se hace acto el teatro de palabras de que está hecha la fábula de la vida literaria. Igual que ayer Octavio Paz, Ángel Rama o Emir Rodríguez Monegal, igual que anteayer Justo Sierra, Alfonso Reyes o Menéndez Pelayo, los lectores poetas o los lectores que han hecho de su vida una vocación de lectura, un voto y una profesión en el sentido no laico de la palabra, representan —insisto en la metáfora— la caja de resonancia del hecho literario.
     Saúl Yurkievich nació en Argentina, en 1931, y murió en el sureste de Francia el 27 de julio de 2005. Venía de una familia modesta y errante —de origen ruso polaco— que había llegado unos años antes. Le tocó ser alumno en la escuela secundaria de —¡que causalidad!— Pedro Henríquez Ureña. De hecho estaba esperándolo junto con otros niños cuando les dijeron que el maestro ya no llegaría nunca a dar su clase. Tuvo una juventud inquieta de lector voraz y curioso pero siempre leal a sus intereses profundos. Cuando llega a París y se instala allí, ya están montadas sus mejores armas: el continente de su curiosidad ya conoce más que menos sus parámetros, la singladura de su vocación literaria, poética y crítica ya está paralelamente definida, y la tabla periódica de sus simpatías y amistades electivas tiene ya un código, un idioma. Su compromiso con la historia de la vanguardia tiene mucho de vanguardista, y participa de un historicismo inquieto y emancipador. Ese compromiso está sellado por la devoción a su primer y gran amor literario: César Vallejo. Está preparado para volver los ojos hacia atrás y hacia adelante, para aquilatar el pasado, ponderar el porvenir y descifrar —ni más ni menos— lo que está sucediendo: la inasible actualidad del presente que se autorrealiza en la poesía y en las letras.
     Rubén Darío, Jorge Luis Borges, Vicente Huidobro, Leopoldo Lugones, José Lezama Lima, César Vallejo, Oliverio Girondo, Ramón López Velarde son algunos de los autores del pasado cuya obra crítica Saúl Yurkievich nos ayuda a descubrir y a redescubrir. Tal sentido de la orientación lo ayuda a centrarse. No es entonces casual que haya sido amigo fraternal de Julio Cortázar, Octavio Paz o Juan José Saer, su estricto contemporáneo, y que entre las obras de estos autores y las del propio Saúl Yurkievich se dé un inteligente comercio intelectual. Leído y muy leído, pero sin ningún aspaviento erudito a pesar de serlo y muy cabalmente, Yurkievich no pertenecía a ninguna escuela —”yo no tengo escuela, pendejo”, habría podido decir, como Rubén Darío en la anécdota transmitida por Alfonso Reyes. Y sin embargo había sido un aplicado estudiante y agente primero de la estilística y del existencialismo, de las letras del absurdo (Ionesco, Beckett), del nouveau roman (Duras, Simon, Butor), de la cordillera estructuralista en sus diversas estribaciones (Lévi-Strauss, Foucault, Genette, Derrida), del idioma psicoanalítico hasta llegar a Lacan, pasando en estos periplos por la historia del arte y de las artes, de las cuales (artes e historia) era fervoroso apasionado, desde que había descubierto —gracias a su familiaridad con el surrealismo, con el cubismo y el futurismo, con el fauvismo y el primitivismo, y con casi todas las tintas de la estilográfica vanguardista— que los conceptos e ideas subyacentes a las artes plásticas podían encontrar eco y declinación en las preocupaciones de la poesía, el teatro verbal, las derivas —palabra cara a Saúl— de la escritura. Así, al par que iba inventando sus ensayos y, con ellos, un genuino y muy personal idioma crítico, el poeta se daba discretamente a la creación de una obra poética inspirada, por supuesto, en la experiencia, así en la personal vivida como en la inteligente y pensativa del silencio y de la lectura. Será por supuesto en esa arena donde habría que ver cómo este artista del peligro encara el toro oscuro del instinto verbal y le da sus verónicas y chicuelinas, sus capotazos y muletazos. Lúdica y experimental, combinatoria y deportiva, su obra lírica se resuelve en libros elegantes y aéreos como Trasver, Vaivén, La magnolia, por sólo citar algunos. No desdeñaba ni descartaba la gravedad de la experiencia personal, como recuerdan los lectores del poema que dedicó a la muerte de su padre. Ahí, en su obra poética, en sus trémulos correos líricos, están rezumando los saberes de Saúl Yurkievich, sus afinidades, y su buena química, es decir su capacidad de asimilación y diálogo con autores tan distintos entre sí como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Octavio Paz, Oliverio Girondo y César Vallejo, Gonzalo Rojas, Juan José Arreola —cuyas obras preparó para el Fondo de Cultura Económica— y Severo Sarduy.
     Fue, por cierto, al igual que este último, uno de los escritores latinoamericanos que pudieron y supieron alternar con las juventudes divinas —y no tan divinas— de la inteligencia francesa de los años del estructuralismo (c. 1970-1980) y en los años posteriores. Saúl Yurkievich llegaba a poner la sal cosmopolita de la inteligencia austral en Francia. Instalado desde 1966 en París, entra muy pronto en contacto con el medio literario y artístico. Ampliamente versado en las letras de América, sus credenciales críticas le permiten ser reconocido como especialista. En 1974 entra a formar parte de la revista Change, fundada por su amigo Jean-Pierre Faye, uno de los espacios donde se fermenta la acción intelectual y artística de aquellos años. Paralelamente se asocia a la revista Action Poétique, donde colabora con asidua regularidad. Ahí entra en contacto con algunos de los más eminentes poetas de la lengua francesa como Jacques Roubaud, Florence Delay, Henry de Luy, Pierre Lartigue, Claude Esteban, quienes traducirán algunos de sus poemas. Saúl Yurkievich fue el primer traductor al español de Edmond Jabès, quien le solicitó expresamente que así lo hiciera.
     La obra de Saúl Yurkievich también es conocida en la lengua inglesa por la perseverancia entusiasta de Cola Franzen, cuyas traducciones se han difundido ampliamente en el Canadá y en Estados Unidos. De hecho, en 1984 obtiene, gracias a esas versiones, uno de los prestigiosos Pushcart Prizes que distinguen las mejores publicaciones del año aparecidas en las revistas literarias de lengua inglesa. Otra distinción importante es la que le otorga la Fondation Royaumont, al convocar en 1988 uno de sus seminarios de traducción colectiva en torno a su poesía. Yurkievich fue profesor titular de la Universidad de París Vincennes, desde su creación en 1969. Fue “Mellon Professor” de la Universidad de Pittsburgh, “Tinker Profesor” de la Universidad de Chicago, profesor visitante de Columbia, Harvard, y Johns Hopkins, entre otras prestigiosas universidades de Europa y de las Américas.
     En México participó como conferencista invitado por la Cátedra Extraordinaria “Octavio Paz”, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y formó parte del Comité Directivo de la Cátedra “Julio Cortázar”, auspiciada por la Universidad de Guadalajara.
     Todos estos datos pueden ayudar a entender por qué Saúl Yurkievich pudo estar tan íntimamente ligado a Julio Cortázar y, paralelamente más tarde, a Octavio Paz. Veinte años menor, el escritor de Movediza Modernidad tenía edad y condiciones para ser un buen lector y hasta un seguidor del primero. En cierto modo lo fue por su abierto y alzado ánimo libertario, por su fidelidad a la experimentación y a la imaginación, por su amor reverente e irreverente a las palabras —incluso se hizo construir una casa en Saignon, un pueblo del sureste de Francia y, junto con Gladys su mujer y compañera de toda la vida, fue el albacea literario de Julio Cortázar: así lo quiso el oficio de su piedad (¡qué suerte afortunada para éste!).
     Saúl Yurkievich tenía la mirada bifocal de los seres a la vez muy inteligentes y muy bondadosos. Pertenecía a esa especie rara, rarísima, de los hombres buenos que no tienen un pelo de tontos. Era querido por sus amigos —como un hermano mayor—, entre sus alumnos como un tío que se disimula en un compañero de juegos, y entre sus lectores —y yo tuve la fortuna de leerlo antes de conocerlo— como un revelador imprevisto, como un autor cuyo abrazo intelectual daba siete vueltas —una expresión similar a la que usaba para despedirse en sus cartas personales— y que era consciente de poseer el secreto de la alegría intelectual y la jovialidad inteligente.
     Tenía cara como de duende salido de un cuento de hadas, y los gestos medidos de aristócrata bien nacido que con solo un movimiento de ceja cambiaba el rumbo de la conversación. Era un hombre educado, y sus largos años de maestro en la Universidad de Nanterre le ayudaron a afinar esa destreza socrática del que, con unas cuantas preguntas como de acupunturista, sabe aliviar el cuerpo del diálogo, despertar al interlocutor sin que se dé cuenta y llevar la conversación por donde ella quiere. Por supuesto, estas condiciones y otras que no digo, porque acaso ni siquiera las percibí, hacían de Saúl Yurkievich un eje, un centro, la sal secreta de las reuniones y la voz suave pero persuasiva que, en un premio literario, hacía cambiar de opinión a un jurado.
     Al morir Saúl, alguien me dijo que había tenido una vida plena y que había recibido muchos premios… En rigor, que yo sepa, no recibió ningún otro salvo el de la amistad —y esto es casi un honor o un signo de habilidad en estos siglos que detestan la literatura y sólo la consienten a condición de premiarla. Pero la observación es atinada, pues Saúl Yurkievich tenía tan buena estrella que, cuando le tocaba ser jurado de algún premio, por alguna razón, al discernirlo, parecía que el verdadero premiado era él —y sé lo que digo, pues tuve la fortuna de ser en varias ocasiones su conjurado.
     Ahora Saúl nos deja y desaparece con la misma elegancia con que andaba por las calles y avenidas de la ciudad que —llámese París o Buenos Aires, Madrid o México— sabía hacer suya con unos cuantos pasos, como si su agudo sentido de la orientación crítica y poética se desdoblara en una entrañada brújula urbana que lo hacía moverse como si nada de lo urbano le fuese ajeno.
     Cosmopolita y bibliopolita, espectador de varios escenarios e historiador de varias ciudades —pero ante todo las latinoamericanas—, Saúl Yurkievich es autor de una obra crítica ejemplar y de una obra poética nada desdeñable, impregnada de lecciones divertidas y jugosas. Su presencia y su escritura, la presencia de su escritura, ha sido una de las cosas afortunadas que le han sucedido en los últimos treinta años a la literatura latinoamericana. –

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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