Sobre los ultras

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Love is not in the air. A pesar de los que querían celebrar aquella canción, es el odio lo que hincha el aire en todo el mundo. Éste, que según algún distraído, debía ser tiempo para retozar tras el final feliz de la historia, es un momento tan lleno de odio como cualquier otro. El odio de los suicidas criminales, el odio de Sharon y su ejército, el odio de Le Pen y sus votantes, el odio de  los argentinos contra sus políticos, el odio a Occidente, a los inmigrantes, el odio del otro. Si algo da cuerpo al extremismo que avanza es eso precisamente, el odio. Digo odio, no mera antipatía, ni simple aversión, odio: repulsión armada del deseo de daño. Ese es el alimento que engorda la panza de los ultras. La ultra es la política del odio. En su primer impulso, busca la conformación del encono colectivo, infla retóricamente la frustración y el resentimiento. Su segunda resolución es aporrear.
     Los intelectuales suelen ser muy útiles en la política ultra. Productores de odio, los llama Enzensberger. Para encender el orgullo patriótico y la abominación del enemigo, nada mejor que un himno. En 1880 Heinrich von Kleist, atormentado poeta y dramaturgo alemán, escribía un poema titulado "Alemania a sus hijos", que, durante más de un siglo, se publicaba en las antologías escolares. En esa oda, la Patria indica a sus hijos el modo en que deben proceder con sus enemigos, los franceses.
      
     Todas las plazas, prados y lugares
     Cubrid con sus huesos;
     Si el zorro y el cuervo los rechazan,
     Arrojadlos a los voraces peces;
     Con sus cadáveres levantad diques
     Para que el Rin, así reconducido
     Rodee espumeante el Palatinado
     Y esta sea la nueva frontera.
      
Deliciosa cacería que da sentido al mundo. Ellos, carne para los cuervos; nosotros, leales hermanos victoriosos. Para los ultras, la política es el palo del odio. Las ideas con las que lo disfrazan son irrelevantes. Que se odie al burgués, al aristócrata o al africano, al inmigrante o al invasor, al mexicano o al yanqui, es lo de menos. Que se busque la raza perfecta, el paraíso de la libertad, la independencia nacional o el orden importa poco. Lo que cuenta es la intensidad de la pasión motriz y los productos de ese ardor. Los paraísos con los que sueña la ultraderecha serán muy distintos de lo que imagina la ultraizquierda, pero la rabia con la que muerden a su enemigo es idéntica. El odio no es animadversión negociable: es imperativo de exterminio. Lo que unifica a todos los ultras es la convicción de que convivir con el otro es suicidio. El odio de los ultras es por ello una enfermedad de la imaginación política: el otro se transforma en cucaracha, bacteria, basura.
     Una de las ventajas de los ultras sobre sus enemigos es que entienden lo que la conciencia moderna ha tratado de ignorar: que la política es, como la alcoba, lugar de las pasiones. La modernidad ha querido dar la espalda a los sentimientos exaltados. Sólo los intereses se reconocen como dignos participantes del juego. El Estado es visto así como una máquina que capta demandas racionalmente formuladas y entrega soluciones técnicamente viables. Resulta así que la pasión no encuentra alojamiento en la política moderna. No encuentra tampoco sitio en el entendimiento: la pasión política es vista como padecimiento del pasado. Los ultras, con su incendio de miedo, señalando al enemigo de frente, con rencor desatado, gritando la urgencia de un golpe salvador y sus llamados a defender la comunidad amenazada, entienden ese reino presente de la pasión… y se proponen conquistarlo. Frente a la tibieza de la política negociante, el ultra aparece como un héroe de palabra completa. El ultra europeo exhibe un hoyo negro de las democracias cansadas. Con el tiempo, dejan de hacerse preguntas, cercan los temas intocables. Y, sin preguntas, la democracia se seca.
     El hocico gruñente del dóberman es la respuesta al vacío de nuestro tiempo. El odio será feo, pero otorga sentido a un mundo crecientemente penetrado por la insignificancia. Cuando izquierdas y derechas hablan el mismo lenguaje, si ninguna política despeina a los poderes del mercado mundial, optar por los ultras es engancharse a una respuesta, así sea repulsiva. Son los extremismos los que en Europa han hablado de lo que no se quiere hablar: de la identidad, del orden, la ley. El odio de los ultras es azote en el charco de pasividad. Se odia, dice Cornelius Castoriadis, porque se requieren certezas, certezas últimas. Y el que odia tiene la comodidad de no dudar. Su mundo deja de estar amenazado por las interrogantes: sabe todo lo que necesita saber y decide con toda energía. Será tal vez esta una reacción a la intemperie de la mundialización, a la disolución de las identidades antiguas, al sin-poder de la política. El sacudimiento de los ultras es una alarma. La política debe encontrarse con lo esencial: hallar las formas de la eficacia y temperar las pasiones. ~

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(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).


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