En 1967 Martin Luther King subió las escaleras de la iglesia Riverside, en Nueva York, para ofrecer sus objeciones a la Guerra de Vietnam. “Vengo esta noche con una apasionada súplica a mi querida nación.” La guerra, pensaba King, había sido un desastre para el país y, sobre todo, una pesadilla para las víctimas, “esas personas a quienes llamamos enemigos”. Hablar desde la conciencia era “el privilegio y la cruz de todos los que nos sentimos atados por alianzas y lealtades mucho más amplias y profundas que los estrechos lazos nacionales”.1 Los vietnamitas, decía, son también “nuestros hermanos”. El mismo sentimiento había sido articulado por Séneca siglos atrás. Cada persona tiene un pie en dos comunidades, pensaban los estoicos. Uno de ellos está firmemente arraigado en la comunidad nacional: donde nacimos, crecimos y nos formamos una identidad. El otro, sugerían, se encuentra en la comunidad de la humanidad, esa comunidad que “mide sus fronteras territoriales por el resplandor del sol”.2
¿Qué pie ha de ponerse enfrente? Tradicionalmente, la respuesta liberal ha sido la de King y los estoicos: cuando entren en conflicto las demandas de la comunidad nacional con las demandas de la comunidad, digamos, universal, hemos de honrar esos deberes “más amplios y más profundos”. Samuel Johnson habría dicho famosamente que el patriotismo es el último refugio de los sinvergüenzas. No criticar la invasión americana a Vietnam por lealtad patriótica implicaría entonces renunciar a un importante deber moral: defender esa comunidad de la humanidad. La crítica no es menor: el patriotismo nos ha llevado muchas veces a la rabia xenofóbica, a defender nuestro país por las malas, a pensarnos en términos exclusiva y excluyentemente mexicanos, franceses, peruanos. Pero acaso los ejemplos solo demuestran los límites del patriotismo –para los liberales, al menos, el patriotismo no puede llegar a esos extremos– sin decirnos en realidad si hay alguna versión rescatable del amor a la patria. ¿No existe una forma de patriotismo no solo compatible con el liberalismo sino, en cierto sentido, requerido incluso por el pensamiento liberal?
Sobran versiones benignas de una especie de patriotismo suave: la bandera estadounidense en el coche, pasión desbordante por la roja, el taco o la arepa como alta cocina. El problema, claro, es que si el patriotismo ha de ser un requisito –una actitud o condición debida– y no meramente una conducta permisible, debe entonces ser nada menos que indispensable para la subsistencia del Estado liberal. La pregunta es ciertamente complicada: un liberal no puede decir “mi país, bien o mal” de la misma manera en que no puede decir “mi país, liberal o totalitario”. La lealtad del liberal, a fin de cuentas, no está centrada en una simple comunidad cultural sino en un principio moral. El argumento de King es precisamente ese: los liberales tenemos un deber con la justicia.
Pero amar y claudicar no son lo mismo. Amar la patria es apoyarla en las buenas y recuperarla en las malas. En realidad, el lenguaje del patriotismo ha sido utilizado a lo largo de los siglos para invocar el amor por las instituciones políticas y la forma de vida que nos permite vivir en libertad.3 El patriotismo, dice Maurizio Viroli, es amor por la república. Patriotismo y nacionalismo pueden y deben distinguirse: mientras que los enemigos del nacionalismo suelen ser la “contaminación cultural, la heterogeneidad y el deterioro racial”, históricamente los enemigos del patriotismo han sido “la tiranía, el despotismo, la opresión y la corrupción”.4 De la misma manera que la lealtad del liberal no está centrada en una simple comunidad cultural, sino en una moral –el liberalismo–, el amor a la patria está íntimamente ligado al amor por una forma de vida en libertad. El compromiso del patriota es, ante todo, con la libertad y sus instituciones. Cuando fallan, se corrompen o simplemente dejan de funcionar, el patriota debe intentar restaurarlas. En un sentido fundamental, el patriotismo no es una expresión más del amor incondicional –contigo, querida, en las buenas y las malas– sino una expresión del amor propio: “He loves his country best who strives to make it best.”5
¿Pero en qué sentido es esto un deber liberal? Si nuestro deber es con la justicia, parecería que un liberal está obligado a mejorar las instituciones políticas de algún Estado pero no necesariamente a mejorar las instituciones de su propio Estado. Si la etiqueta de patriota ha de servir de algo, primero que nada ha de aterrizar la abstracción –“amor a la patria”– en las instituciones políticas de un país propio (no necesariamente el país donde uno nació, por cierto, sino el país del que es ciudadano). La fuerza del argumento depende de una segunda condición que los liberales normalmente suscriben: el Estado justo –además de ser, por supuesto, liberal– debe ser democrático.6 Y las instituciones democráticas no pueden sobrevivir sin un mínimo compromiso de parte de sus ciudadanos. La gente no solo tiene que pagar impuestos y respetar las leyes promulgadas por la comunidad sino que además, en términos generales, tiene que salir a votar, elegir a sus representantes, actuar como jurado en juicios, hacer servicio militar. El punto es este: el Estado liberal, para ser justo, tiene además que ser democrático, y el hecho de que las democracias sean sistemas de autogobierno necesariamente implica que la ciudadanía debe verse involucrada en los asuntos públicos. El grado de participación ciertamente variará entre distintas concepciones razonables del gobierno democrático; pero lo importante, en todo caso, es que el grado de participación requerida por las democracias liberales –aunque en algunos casos sea mínimo– no es, no puede ser, cero.
Esto no quiere decir que un liberal no deba intentar promover la justicia en el mundo. En un nivel más básico, significa que una especie de justicia global sería simplemente inalcanzable si no empezamos en casa. Ese deber moral general que tenemos –hablar desde la conciencia– resulta incoherente si no tenemos antes la obligación de promover la justicia en nuestro propio país; procurar que sea liberal y democrático. La imposibilidad de la alternativa pone de manifiesto la incoherencia: si todos los ciudadanos adoptásemos esa misma primacía de la justicia global sin poner mayor atención a los Estados de los cuales somos parte, no habría democracia –ni justicia– dado que estaríamos abdicando nuestro papel fundamental, indispensable, de autogobernarnos; de participar en los asuntos comunes de nuestro Estado.7 Al tomar el púlpito de la iglesia Riverside en Nueva York, King lo entendió mejor que nadie: “Este discurso no está dirigido a la gente en Hanoi ni al Frente Nacional de Liberación. No está dirigido a China ni a Rusia… sino a mis compatriotas americanos, quienes, como yo, tienen la mayor de las responsabilidades.”8 Al intentar tratarnos como hermanos universales hemos de reconocer primero la importancia, acaso instrumental, de la comunidad particular: ¿de qué otra forma sabríamos el trato que merecen nuestros vecinos? Para hacer efectiva la lealtad que trasciende fronteras, la patria resulta no solo un necesidad histórica sino moral: la justicia liberal florece de adentro hacia fuera. ~
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1 Martin Luther King, “Beyond Vietnam: A time to break silence”, 1967.
2 Citado en Martha Nussbaum, “Patriotism and cosmopolitanism”, en Joshua Cohen (ed.), For love of country?, Boston, Beacon Press, 2002, pp. 3-17.
3 Maurizio Viroli, For love of country: An essay on patriotism and nationalism, Oxford, Oxford University Press, 2003.
4 Ídem.
5 De Robert G. Ingersoll: “Aquel que ama más a su país es quien pugna por mejorarlo.” Crédito a José Antonio Aguilar por la traducción.
6 Esto no ha sido siempre el caso. Para Hobbes, por ejemplo, la justicia nada tenía que ver con la democracia. La generalización aplica, en todo caso, a la mayoría de las personas que se dicen a sí mismas liberales el día de hoy. Aquí sigo el argumento de Pauline Kleingeld, “Kantian patriotism”, en Philosophy and Public Affairs, vol. 29, núm 4, 2000, pp. 313-41.
7 Cfr. ídem.
8 Martin Luther King, op. cit.
maestro en educación por la Universidad de Stanford, comentaba recientemente. "Dado que toda conquista democrática es siempre frágil, vigilemos en especial a los que hoy están en el poder"