Un consejo

Aร‘ADIR A FAVORITOS
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     I
     Caminando por Asia, pernoctando en extraños albergues
     —graneros, chozas, cabañas, viviendas de madera cuyas ventanas de cristales
     bizcos y angostos guarnecen al mundo—, durmiendo con la ropa puesta
     y envuelto en tu zalea, cuida siempre
     de esconder tu cabeza en un rincón, porque allí siempre
     es difícil —y sobre todo, a oscuras— descargar un golpe de hacha
     sobre tu lerda calabaza repleta de aguardiente
     y cortarla limpiamente de un tajo. Cuadrar el círculo, en suma.
      
     II
     Teme los grandes pómulos (aun los de la luna), los rostros picados de viruela,
     y prefiere los ojos azules a los castaños. Examina con cuidado los ojos
     azules, sobre todo si el camino te adentra en el bosque,
     en lo profundo del bosque. En general, por lo que toca a los ojos,
     estudia su hendidura, pues en tus últimos momentos
     más vale que claves la vista en aquello que, si bien frío, deja
     ver sus intenciones: el hielo puede hendirse, pero más vale revolcarse
     en un hoyo de agua que en mentiras de pegajosa miel.
      
     III
     Escoge siempre las casas con patio donde haya tendida ropa de niño.
     Sólo trata con personas mayores de cincuenta:
     a esa edad un aldeano sabe demasiado acerca del destino
     como para ganar algo intentando partirte la crisma;
     y  eso vale también para una mujer. Oculta tu dinero en el cuello
     de tu abrigo de pieles, o, si viajas con poco equipaje,
     en tu pardo pantalón, debajo de las rodillas,
     pero no en las botas; si no, darán pronto con la pasta.
     En Asia lo primero que vuela son las botas.
      
     IV
     Camina despacio en las montañas. Cuando haya que arrastrarse, arrástrate.
     Espléndidas a lo lejos, vacías de sentido al acercarte,
     las montañas sólo son una superficie que se pone de punta. El sendero,
     tortuosa serpiente, se ve horizontal pero es vertical, en efecto.
     Al tumbarte horizontalmente en las montañas,
     te incorporas. Y cuando estás de pie, entonces estás tumbado,
     lo cual hace pensar que tu verdadera libertad radica en desplomarte.
     Esa es la forma, según parece,
     de conquistar (una vez en las montañas) vértigo, éxtasis, miedos.
      
     V
     Si te gritan: "¡Hey, extranjero!", no respondas. Hazte el sordo
     y el mudo. Aunque puedas, no hables en su lengua.
     Busca no darte a notar, ni de perfil ni de frente.
     De veras, no te laves la cara a veces. Es más, cuando corten
     a serrote la garganta de un canalla, no te acobardes.
     Si fumas, apaga las colillas con saliva. Procura también vestir de gris,
     el color de la tierra, sobre todo usa tu ropa interior de color gris,
     para achicar la tentación de fundir tu carne con la tierra.
      
     VI
     Cuando hagas alto en el desierto, forma con guijarros una flecha;
     así, si te despiertas sobresaltado, sabrás cómo orientarte en las tinieblas.
     De noche los demonios ponen a prueba
     el corazón del viajero. El que se deja llevar de sus gritos
     fácilmente se extravía: un paso de lado, y entonces… c'est tout.
     En el desierto, espíritus, fantasmas y demonios están como en su elemento.
     También descubrirás que eso es cierto cuando, al rechino de la arena
     aplastada por tus zapatos, todo lo que de ti quede sea tu alma.
      
     VII
     Nadie sabe nunca nada a ciencia cierta.
     Mirando con fijeza las espaldas de tu encorvado guía,
     piensa que clavas la mirada en el futuro y (si es posible)
     guarda con él tus distancias. Pues la vida, en principio,
     sólo es una distancia entre aquí y allá, y apretar el paso
     vale la pena sólo cuando reconozcas a tus espaldas el ruido
     de aquellos que detrás de ti van con la cabeza gacha por el camino,
     sean ellos asesinos, ladrones o tu propio pasado.
      
     VIII
     En el agrio tufo de las mantas de viaje, en el humo de la ardiente bosta,
     valora la indiferencia de las cosas a que se las tenga en cuenta de lejos,
     y por lo que a ti se refiere pierde la silueta propia, que así resulta
     inalcanzable a los binoculares, los gendarmes, la gente…
     Cuando uno tose bajo una nube de polvo, cuando anda uno por el lodo, la mugre,
     el mapamundi; ¿qué más da el aspecto que se tenga de cerca?
     Más te vale que todo individuo armado con navaja
     advierta ya demasiado tarde que eres extranjero.
      
     IX
     Más extensos que en otras partes, los ríos en Asia
     son también más ricos en aluvión, o sea, más turbios.
     Cuando intentas coger un bocado, el cuenco de tus manos sirve lodo,
     y quien ha bebido de esta agua prefiere que se derrame.
     No te fíes de su reflejo. Si la cruzas, hazlo en una balsa
     fabricada por un par de manos que sean las tuyas.
     Entérate de una vez que el resplandor de tu fogata, tu bendición nocturna,
     será el que habrá de venderte, río abajo, al enemigo.
      
     X
     En las cartas que mandes desde esos lugares no digas a quiénes
     ni qué has visto en tu camino; si algo ha de referir tu pluma
     que sean tus cambiantes sentimientos, tus meditaciones, tus añoranzas et al.;
     una carta es interceptable. Y, tomando en cuenta las cosas,
     el mero trazo de una pluma por el papel
     sólo expresa el ahondamiento de la brecha que existe entre tú y aquellos
     con quienes no volverás a sentarte ni acostarte; con quienes, salvo por carta,
     ya no has de compartir —¿y a quién le importa el motivo?— un hogar.
      
     XI
     Cuando, de pie y a solas sobre una desierta sabana de piedra,
     bajo la insondable bóveda de Asia, en cuyo azul un avión, o un ángel,
     bate a punto de nieve a veces su almidón o su estrella;
     cuando tiembles pensando en lo infinitesimalmente nimio que eres,
     recuerda que el espacio, al que no parece hacerle falta nada,
     implora, en efecto, una mirada que viene de fuera,
     un criterio del vacío, de su profundidad y de su extensión.
     Y sólo tú puedes hacerle tal favor. –— Traducción de José Luis Rivas

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