Una ventana al régimen presidencial

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Invoco el comentario atribuido a Mao Tse Tung, según el cual aún era pronto para opinar sobre las consecuencias de la Revolución Francesa. Y es que, curiosamente, apenas concluida la insurgencia del país, por aquellas lejanías del tiempo adoptamos el régimen presidencial, sin que sea seguro que hayamos desplegado sus velas cabalmente.

Se sabe, pero se ha dicho poco, que al inaugurar nuestras instituciones políticas estuvimos a punto de adoptar un régimen parlamentario. En efecto, para estructurar el gobierno que sucedería al Virreinato, teníamos como musas la experiencia del liberalismo español, los titubeos de la Revolución Francesa en su versión republicana, y un atisbo del sistema inglés, todos ellos regímenes parlamentarios. Únicamente en nuestro propio vecindario empezaba a desarrollarse el novísimo modelo presidencial estadounidense. No había más hacia dónde mirar.

Había clara noticia del liberalismo español, porque diputados mexicanos participaron en el Congreso que nos legó la Constitución de Cádiz de 1812. Abolida por Fernando VII en 1814, su enérgica restauración en 1820 por parte del general liberal Rafael del Riego precipitó nuestra Independencia. Se sabía también de la empeñosa tradición de lucha entre el Parlamento Inglés y el Rey para ampliar los derechos ciudadanos. Y, naturalmente, se siguieron aquí con atención los experimentos libertarios que sucedieron a la Toma de la Bastilla. Pero, como queda dicho, todas estas experiencias eran de carácter parlamentario. De república presidencial, sólo Estados Unidos.

Tal vez, a fin de cuentas, sedujo al alma nacional el barroquismo del sistema presidencial estadounidense, y lo adoptamos. Éste ensayaba una máquina política compleja. Las antiguas colonias se agrupaban en una entidad nueva, pero conservaban una relativa independencia dentro del sistema federal. Dos cámaras legislativas representaban, respectivamente, al conjunto de la población y a los estados, equilibrando así sus diferencias de riqueza y habitantes. Entre las dos hacían la ley. Las reformas a la Constitución habían de pasar por las legislaturas de los estados. El Presidente surgiría de una elección propia, a través de un colegio electoral que le daba independencia frente al Congreso. La Suprema Corte de Justicia nacería del acuerdo entre el Presidente y el Senado. En resumen, cada engrane de la maquinaria operaba una función precisa para que marchara el todo. No es difícil percibir al relojero Benjamín Franklin desplegando su herramental en Filadelfia.

¿A dónde va todo esto? A que el reciente debate en el Senado Mexicano, a propósito de las reformas a la Ley de Radio y Televisión, mostró otras potencialidades de nuestro régimen presidencial aún no exploradas, que vale la pena advertir. Legisladores del PRI y del PAN, de consuno, expusieron con talento sus razones para oponerse a dichas reformas (el PRD votó en bloque, lo que apunta al arcaísmo que le es propio). Y bastó esa disidencia para barruntar lo que podría ser un Congreso Mexicano completamente distinto.

Veamos. En un régimen presidencial se presupone, al menos hasta cierto grado, que diputados y senadores son independientes de sus partidos. La lealtad está más bien con sus estados y distritos, y de ello depende su reelección. Cierto; en cada cámara hay un “whip” partidista, supuestamente para inducir la disciplina, pero a menudo estos personajes derivan en compadres de sus colegas. En muy contados temas deben tronar el látigo.

En un sistema parlamentario, en cambio, es natural y hasta obligada la unidad de acción y criterio entre legisladores que pertenecen a la misma formación política. La pervivencia misma del gobierno depende de que mantenga la mayoría parlamentaria gracias a la cual, precisamente, fue elegido. La disidencia es suicida. Por esto sólo el régimen presidencial permite –estructuralmente, quiero decir– la diferencia franca entre los legisladores de un mismo partido, y entre éstos y el Ejecutivo, incluso si pertenecen a la misma agrupación política. El Presidente no depende de ellos, ni ellos de él. Las discrepancias, por tanto, no perjudican directamente al jefe del gobierno, cuyo poder deriva de una elección plebiscitaria que es ajena a la integración del Congreso. Tampoco se perjudica el partido al que pertenecen los hoy llamados disidentes, puesto que en cada partido habrá legisladores de diferentes tendencias. En cada uno de ellos coexistirán alas izquierdas y derechas, para llamarlas cómodamente.

Es esa posibilidad la que se advirtió en los debates sobre la Ley de Radio y Televisión, un episodio que podría abrir una vertiente nueva a nuestro sistema político. Senadores de dos partidos distintos se batieron bravamente contra una mayoría en la que formaban también sus correligionarios. Estos legisladores no defendían una determinada Weltanshschauung, sino aspectos precisos para mejorar la legislación que se debatía –debate que ganaron de calle por su sinceridad y porque hicieron luz sobre el problema. ¿No es esto lo que uno espera de los legisladores? ~

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