Villahermosa bajo el agua

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La imagen es, más o menos, la misma. Los miles y miles de costales, como remedo de muralla improvisada, bordeando una ciudad que resiste al embate de las aguas. Las familias que han visto en sus hogares la invasión lenta y, en no pocos casos, sorpresiva de los ríos. El consecuente éxodo, la salida forzada y dolorosa hacia el albergue, ese supremo refugio de desamparo democráticamente repartido. La imagen, a la que, en honor a la verdad, hay que sumar las figuras de cientos de efectivos del ejército mexicano y de la armada ejecutando el ya recurrente plan dn-iii, corresponde a una opulenta –al tiempo que miserable– Villahermosa, capital del otrora “laboratorio de la revolución”, como alguna vez dijera de Tabasco el presidente Cárdenas. Enclave de un territorio en el que han convergido estrategias de toda laya –crecimiento monoexportador, desarrollo agroindustrial y un abusivo aprovechamiento petrolífero–, la festiva capital conserva en su memoria el recuerdo traumático del 2007 y se prepara –por momentos se resigna– para una eventual irrupción violenta de sus ríos. La imagen no muestra –no podría– que la mediana urbe que antes se llamó San Juan Bautista sufrió durante el siglo xx inimaginables estragos causados por el agua; mucho menos da idea del diluvio de Santa Rosa, acaecido en 1782, según noticias del escritor tabasqueño Jorge Priego Martínez. En su absoluta inmediatez, la imagen es fiel y descarnada: una ciudad se debate entre corrientes y de ese ubérrimo edén tan festejado solo quedan noticias de tiempos, inundados también, pero felices. Desalojos, filas interminables de personas y de automóviles, albergues rebosantes de desvalidos, militares repartiendo su orden como quienes reparten un horror metódicamente controlado se suman a la imagen que se expande. Entonces los artistas, los poetas del trópico se levantan. “La confusión de Babel, el grito de Edvard Munch, el diluvio de Noé, la hambruna somalí, el bullicio de Sodoma, el circo y el teatro de la política”, ha escrito el poeta cunduacanense Teodosio García Ruiz en un desesperado intento por explicarse a sí mismo lo que ocurre. No, no es que la imagen falsee la zarabanda de las aguas. Ocurre que en Tabasco decir “inundación” no es exactamente lo mismo que decir “creciente”. La primera es un signo de los tiempos; la segunda es un modo particularísimo de decir que el trópico nos acompaña. Se inunda lo que se estraga, lo que sucumbe y se devasta. La creciente, en el lenguaje del tabasqueño, entre tanta destrucción, construye: es fuerza en estado salvaje que alguna bendición habrá de repartir tras su furiosa acometida. Respecto de tan sutil distinción, es pertinente citar el siguiente fragmento recogido por Jorge Priego Martínez, tomado de una crónica de 1868 publicada en el diario El Siglo XIX, de la ciudad de México:

 

La hospitalidad en esta capital es franca, y todas las familias que tienen la dicha de no ver ocupadas sus casas por las aguas de la creciente no han negado su aposento a las familias necesitadas, sin mirar a su estado y condición. La policía y los presos, movidos por el jefe político C. Florencio Grajales, no ha cesado de acomodar a las familias pobres en las casas desocupadas, en los edificios públicos y particulares. Se han dirigido expediciones a las riberas inmediatas, para recoger a los pobres desvalidos que carezcan de todo auxilio.

 

Pasado el tiempo de las crecientes, Tabasco vive ya los años francos de las inundaciones. Lo que es lo mismo que decir que el cambio climático nos alcanzó y que somos, así, contemporáneos de todos los pueblos inundables del orbe. “Irse al agua”, en Tabasco, es inundarse, padecer la intromisión exacerbada de ese trópico que ha mudado de facciones y que, siendo igual a aquel infierno de calor y de mosquitos del que se lamentaba Graham Greene en El poder y la gloria, es muy otro en su fuero de trópico saqueado, mutilado, salpimentado de experimentos fallidos, tan ambiciosos de progreso. La imagen, por lo tanto, bien pudiera ser la imagen que ha llegado, al fin, para quedarse. La de los tumultos, la de las troneras y los bordes inservibles a lo largo de las riberas, la de los gobiernos demasiado grandes ante los problemas cotidianos del hombre medio, pero también demasiado pequeños ante la magnitud de una tragedia que los excede completamente. En la Villahermosa del siglo xxi, la muina y el desconcierto reflejados en el rostro de un habitante llamado Legión en nada se parecen a la bullangería y la algazara de aquel que, en la San Juan Bautista de principios del siglo pasado, aceptaba el azote de los ríos con la humilde resignación de un habitante de las tierras bajas. Tal vez, después de todo, no haya una imagen para todo esto. Tal vez solo palabras. Palabras luminosas como estas: “Tabasco es obra del agua –escribió Julieta Campos en su Bajo el signo de ix Bolon– […] son sus tierras aluvión que muda de rostro sin tregua y, con su mudanza, marca la biografía de los hombres.” ~

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