Fotografía:  Hans-Maximo Musielik

Vivir con suerte en una ciudad que arde

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Cuando escuché los primeros cinco balazos tan cerca me quedé paralizado por un par de segundos. Y es que eso debe sucederle a cualquiera. Quedarse como idiota, ni siquiera pestañear. Si las balas hubieran estado dirigidas a cualquiera de quienes estábamos en la mesa ni siquiera podría narrar esto. Al siguiente segundo ya me levantaba de mi silla para saltar al suelo. Tres segundos me tomó reaccionar. Demasiado tiempo.

Ahí, mientras miraba el suelo de cemento, entendí lo vulnerable y frágil que es vivir en Torreón. Mi ateísmo me impidió pensar en cualquier tipo de salvación divina, pero cuando escuché muy cerca tres tiros más, solo alcancé a pensar que simplemente todo acabaría ahí, en el suelo de un bar adonde había decidido ir para tomar un par de cervezas con algunos amigos. Qué manera tan jodida de terminar, pensé.

Pero no, al final todo se trató de una ejecución. A menos de cinco metros de donde estaba había un tipo chorreando sangre y los sesos embarrados contra la pared, lo mataron sentado y con una cerveza a medias sobre la mesa.

Se suponía que en ese bar no tendría que suceder nada. Evitaba ponerme en peligro gratuito desde que había comenzado la violencia gracias a la guerra del narco. Y le llamaré así porque todos los que participan en ella tienen una tajada del negocio de alguna u otra manera. No seamos ingenuos.

No me acercaba a bares y restaurantes con apariencia narco. Suena absurdo, pero cuando tu vida está en la línea aprendes a leer los signos que revelan sus gustos. Pero en ese momento toda mi seguridad fue destrozada. No había lugar seguro a pesar de todas mis precauciones.

Y podría decirse que he tenido suerte o algo parecido. No lo sé, cuando tantos comienzan a caer muertos y uno se mantiene vivo aparece en la mente la falsa sensación de poseer una existencia asegurada, aunque sea de forma precaria.

Tengo suerte o algo parecido, la última ejecución muy cercana que experimenté fue a una cuadra de mi casa y no la vi porque justo acababa de cerrar la puerta de la calle. Mataron a un tipo que iba manejando y terminó estrellándose contra otro auto. Y también soy un poco cínico, en eso se convierte uno cuando se vive en un infierno. Cinco minutos después de que se terminaron los tiros salí a verificar que mi auto estacionado afuera no tuviera ningún agujero. No es inconsciencia, es adaptación natural. Afuera, los policías en sus patrullas y los soldados en sus camionetas se volvían locos persiguiendo a nadie. Porque es raro que encuentren y arresten a los sicarios.

También la suerte o algo parecido ha estado de mi lado en otras ocasiones, por ejemplo, los soldados solo me han detenido en dos ocasiones dentro de la ciudad. La última vez, sin bajarme de mi auto, me preguntaron a dónde me dirigía. Nada grave, aunque sí arruina el estómago pasar por un cuestionario castrense solo porque una hamburguesa es una buena opción para cenar. La primera iba a bordo de un taxi, algo borracho y con un amigo escritor todavía más alcoholizado que yo. Uno creería que ser un ciudadano consciente y no manejar en esas circunstancias debería excluirte de cualquier problema. Pero los soldados no lo ven así, detuvieron el auto y respetuosamente nos pidieron bajar del carro mientras recitaban las razones legales para hacer lo que iban a hacer. Pensé que no regresaría a casa esa noche y todas las demás. A pesar de que no consumo drogas prohibidas y el leve efecto del alcohol desapareció en cuanto nos detuvieron, el miedo se había instalado en mí. Mientras observaba cómo revisaban minuciosamente el Atos del taxista, no pude quitarme de la mente que me había metido en un problema grave. Al final, nos dejaron ir sin inspeccionarnos.

Y sobre todo he tenido algo parecido a la suerte porque no estuve en ninguna de las tres masacres a bares que sucedieron desde que esta violencia comenzó. No estuve en el Ferrie, donde mataron a diez personas según las cifras oficiales, aunque en todas las masacres se rumora que hay muchas más víctimas. Tampoco pisé El Juanas, donde un exalumno murió y un compañero de trabajo sintió sobre su cabeza la sangre de su amiga que cayó muerta encima de él, ni en el Tornado donde las cifras oficiales se han convertido en un baile de números ridículos y las no oficiales se elevan hasta cincuenta muertos.

Mis amigos me preguntan las razones que me atan a esta ciudad, no tengo muchas, casi todas se pueden encontrar en otro lado, tal vez es porque este lugar me ha dado todo lo que tengo. Es pésimo el argumento, pero no necesito más para querer vivir en un lugar donde las balaceras no me despierten en la madrugada. Creo que ustedes no saben, suenan como si cientos de bolsas de palomitas decidieran explotar al mismo tiempo.

Es el sonido del país cayéndose a pedazos, comenzando por el norte. Ese lugar alejado de la capital donde la vida se desliza suavemente, sin el traqueteo diario de las armas. ~

 

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(Torreón 1978) es escritor, profesor y periodista. Es autor de Con las piernas ligeramente separadas (Instituto Coahuilense de Cultura, 2005) y Polvo Rojo (Ficticia 2009)


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