Ya nadie respeta al imperio

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Odio tener que decir algo bueno sobre ese nalgón engreído,
pero sabe tomar el atajo para empezar una guerra.

— John Wayne en El ÁlamoLa maniobra ideológica perfecta: hacer que se entierren en todo el mundo los libros de marxismo para que sólo los puedan usar en el Departamento de Estado norteamericano y en su filial, Hollywood. "A la luz de los recientes acontecimientos…" (11 de septiembre y después) se volvió a poner en funcionamiento la inmensa máquina de la falsa conciencia leninista, la cortina de humo marxiana, el aparato ideológico althusseriano: las películas como réplica a la mayor crisis política desde Watergate. La máquina ya estaba empolvada y oxidada tras una década sin amenaza a la vista, buscando en auténticos fantasmas al nuevo enemigo que la mantuviera en forma; luego de treinta años de superagentes venciendo a los soviéticos, daba pena verla magnificando a los grupos terroristas refugiados en Libia (Juego de patriotas, 1992, Philip Noyce), al narco colombiano (Peligro inminente, 1994, Noyce) y a vivillos resentidos contra el imperio (Avión presidencial, 1997, Wolfang Petersen). Daba pena, porque ni la máquina se imaginaba lo cerca que estaba de la realidad.
     La ofensiva cinematográfica desatada después del 11 de septiembre tiene sus raíces en la casualidad y la paranoia lanzada al vacío: la avalancha de patrioterismo bélico se filmó antes del ataque terrorista (We were soldiers de Randall Wallace, con Mel Gibson y ambientada en Vietnam, y Hart's War de Gregory Hoblit, con Bruce Willis, situada en la Segunda Guerra, estaban en producción en ese momento) y, de hecho, se frenaron sus estrenos por inoportunos luego de un trauma nacional tan grave. En diciembre, cuando ya era claro que la intervención en Afganistán era un éxito (entraron y expulsaron a los talibanes) y un fracaso (Al Qaeda y Bin Laden gozan de cabal salud), fue el turno del cine: Juego de espías (Tony Scott) y Tras las líneas enemigas (John Moore) confirmaban el derecho de la milicia y la inteligencia estadounidenses a intervenir en el mundo, no necesariamente de manera legal o de acuerdo con las naciones infiltradas; Daño colateral (Andrew Davies) hace lo mismo, pero su armado es mucho más estremecedoramente premonitorio; filmada en mayo del 2001 en Veracruz, interpretando la zona de distensión de Colombia, todo parecía una codificación de los hechos y signos del 11 de septiembre: el vengador anónimo Gordy Brewer (Arnold Schwarzenegger) es un bombero que sufrió la torpeza de los servicios de inteligencia norteamericanos, el brutal atentado del terrorista Lobo (Cliff Curtis) y la consecuente pérdida de su familia. Justo lo que se necesitaba: reivindicar al nuevo héroe de la sociedad estadounidense, el bombero, y convertirlo en el nuevo individuo que, a la vista de la ineficacia institucional, puede infiltrarse en el corazón del Tercer Mundo y mirar a los ojos al terrorista. El sueño nunca cumplido de George Bush. En ese clima eufórico ante las continuas victorias sobre los nuevos enemigos, aunque sea en la pantalla, no extraña que La caída del Halcón Negro (Ridley Scott), al margen de sus excelencias estéticas, brille por su negro cuadro de la ineficacia militar y la insolencia racista ("No lleves agua, en una hora estamos de regreso; esto va a ser un día de campo") que lleva al fiasco a una incursión fuera de toda norma en Somalia. Curioso: es la única película de la temporada basada en hechos reales.
     Como real es el hecho de que la avalancha cinematográfica (seis películas en tres meses, más lo que venga) corresponde a una guerra cuyos puntos más candentes se concentran entre octubre y noviembre del año pasado, una guerra en la que el mayor número de bajas se dio en los aviones de pasajeros y las torres gemelas el 11 de septiembre (la muerte de los seis ocupantes de un helicóptero derribado por talibanes a principios de marzo se calificó como la mayor pérdida del lado norteamericano hasta entonces). Pero es que la manipulación ideológica es, por naturaleza, alevosa: el cine de guerra durante la Segunda Guerra correspondía a esfuerzos de propaganda ante un enfrentamiento de magnitudes tales que hasta ahora no se lo termina de explorar y entender. Algo muy diferente ocurrió durante la Guerra de Vietnam; mientras ocurrió esa bestial intervención, Hollywood sólo hizo una película, a cargo nada menos que de John Wayne, Las boinas verdes (1968), quien dirigía y actuaba a un halcón que llevaba al periodista liberal David Janssen a la horrenda verdad de una guerra para liberar a un pueblo encarnado por una niña de ojos rasgados a quien el patriarca del western le espetaba: "Estamos aquí por ti." No era desinterés, sino franco temor, lo que inhibió a los estudios de Hollywood a entrarle a Vietnam hasta que terminó el conflicto, y vinieron entonces El francotirador, Regreso a casa y Apocalipsis. Mientras tanto, la máquina filmaba reiteradamente otra guerra: las inteligencias estadounidense y británica (James Bond, Harry Palmer, Matt Helm, Flint) lidiaban encarnizadamente contra China y la URSS (Cortina rasgada, La semilla de tamarindo), potencias inhumanas, gigantescas, alevosas e imperialistas, instaladas ya en el antiguo territorio natural de Estados Unidos: Cuba (Topaz, Ché!). Una guerra entre titanes, tan ajena a la que se librara en la realidad, tan atenida a los estereotipos más reiterados de la Guerra Fría que automáticamente generaba sus parodias.
     Ahora Hollywood está en lo mismo: inventar triunfos sobre terroristas resentidos por la miseria local y la abundancia yanqui, reafirmar el derecho de Estados Unidos a imponer su orden mundial, recuperar al soldado como mártir épico de un sistema ideal, preparando el terreno a… ¿a qué? George Bush vio en la Casa Blanca, y al lado de Mel Gibson, We were soldiers, sobre las primeras fuerzas norteamericanas en Vietnam. Convertido en crítico de cine, afirmó: "Es excelente. La disfruté mucho y espero que refuerce el nacionalismo estadounidense." El viejo sueño americano se veía reflejado en la fábrica de sueños. –

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