“Lo que ya sabemos es esto: el lenguaje vive una existencia paralela a lo que describe”, afirma la artista canadiense Allison Katz en su ensayo “What is at hand?”. Katz recuerda a una crítica de danza que “aprendió a escribir reseñas” inscribiéndose a cursos de traducción literaria; según ella, el vaivén entre lenguas es un entrenamiento idóneo para la crítica de danza, porque el lenguaje escrito debe interpretar un lenguaje radicalmente distinto: el del cuerpo.
La anécdota ilustra una cuestión central para el crítico de cine: ¿qué se pierde cuando escribimos en un lenguaje acerca de una cosa que acontece en otro lenguaje radicalmente distinto? Hacer crítica cinematográfica se antoja como una empresa fundada en la necedad. Lo sabe todo aquel que haya tratado de explicar por qué Sin lugar para los débiles es una maravilla y haya notado con frustración que no puede transmitir solo con palabras la intensidad del momento en que Anton Chigurh se limpia las botas al salir de la casa de Carla Jean.
Con la misma limitación, mediante la tímida descripción de un par de escenas o la pálida enumeración de elementos de juicio invisibles al lector que muchas veces no ha visto la película, el crítico es como un médico encargado de la disección de un cuerpo que se desvanece. La crítica literaria, pienso a veces no sin cierta envidia, tiene la notable condición de estar escrita en un lenguaje similar al de la cosa que analiza. Es más: la buena crítica literaria es, casi por definición, buena literatura. Por supuesto, la buena crítica de cine también se erige en buena literatura; no obstante, la crítica de cine, buena o mala, rara vez posee la cualidad de convertirse en buen cine. O al menos así era hasta hace no mucho tiempo.
Como tantas cosas, la crítica de cine cambió radicalmente con internet. No solo el nuevo invento se volvió un espacio de posibilidades para la crítica escrita –foros, zines, comunidades enteras–, sino que ahí, en las redes de video, germinó una forma de análisis cinematográfico que, por una serie de afortunadas coincidencias, ha terminado en el centro de la conversación sobre películas: el videoensayo.
Es posible que me haya precipitado. Antes de seguir, quizá deba abundar, aunque sea poco, en la naturaleza del videoensayo.
Phillip Lopate escribe en “A la búsqueda del centauro” que, pese a lo que otras personas sugieren, buena parte de las películas denominadas como essay films no son eso sino algo distinto. Sostiene que la mayoría de las películas así designadas –pone de ejemplo el cine de Tarkovski– tienen un estilo autoconsciente pero que “no todas las sensibilidades reflexivas son ensayísticas”. Acto seguido, procede a seleccionar películas que, según su criterio, son ensayos –Filming Othello de Orson Welles– y películas que lo parecen pero no lo son –Roger & Me de Michael Moore–. Su clasificación, escrita en 1992, es aún incipiente, pero resulta útil para un primer acercamiento. Los videoensayos, las películas ensayo, afirma Lopate, tendrán una voz individual que informe el discurso y la postura de la obra, la presencia imprescindible de texto (oral o escrito, dice Lopate, la distinción no importa: el caso es que exista la guía de las palabras, que revelan el argumento), el cuidado estilístico de la prosa (“tan elocuente, bien escrita e interesante como sea posible”) y la muy necesaria cualidad de que el texto elabore un argumento razonado.
Mi interés no está en retirar la categoría de videoensayo a aquellas obras que no cumplan la clasificación de Lopate, sino en ampliar esa taxonomía. Hoy día, un vistazo a YouTube deja claro que el cine documental, con su reconocimiento de la ficción y la realidad y su búsqueda de pruebas y evidencias, es un claro antecedente de lo que posteriores videoensayistas harían rutina y que Lopate ya vislumbraba con claridad: echar luz sobre algún tema o elaborar un punto sobre un asunto determinado.
El documental no fue el único género que aportó materia prima para el videoensayo. El llamado “cine de arte” –entendido como aquel que se aleja de las convenciones del cine clásico– también puso de su cosecha. En este, la voz del director a menudo se hace presente de forma hasta intrusiva; el cineasta opina libremente e incluso a cuadro acerca de los hechos que retrata o, de plano, crea hechos para reflexionar. Lopate reconoce a algunos de estos directores como autores de películas-ensayo, entre ellos, a Jean-Luc Godard y Chris Marker.
Lopate deja fuera a gente como Michael Moore o Errol Morris, y ni siquiera menciona a directoras como Agnès Varda, pero esas ausencias son comprensibles. En el momento en el que escribe, antes del auge del videoensayo contemporáneo, esos cineastas simplemente no eran videoensayistas, pero, a la luz de las pantallas de 2019, resulta evidente que fueron quienes sentaron las bases del subgénero que ahora encarna una variedad de creadores, desde Natalie Wynn hasta Lindsay Ellis, pasando por sitios que han integrado al videoensayo como parte de su estrategia en línea, como Vox, con temas tan diversos como la filosofía, la crítica social o los análisis musicales. Es más: aunque hay diferencias notables entre el videoensayo y el documental, como la voz aún más personal del videoensayo, el tono autoconsciente o la distribución en plataformas de video, en muchas ocasiones ambos subgéneros incluso se superponen. Los videoensayos que Carlos Maza elabora para Vox, sin ir más lejos, son prácticamente pequeños documentales.
Por su naturaleza misma, el videoensayo de crítica cinematográfica se prefiguró en una serie de películas que pensaban el cine y que en su momento jugaron y torcieron los límites de lo posible en materia de ensayo fílmico. Tony Zhou, cocreador del canal pionero Every Frame a Painting, enlista a F for fake (1973), el documental ¿falso? de Orson Welles, como la mayor de sus influencias. Otros documentales sobre el cine, como Histoire(s) du cinéma (1998) de Jean-Luc Godard, Los Angeles plays itself (2003) de Thom Andersen o A personal journey through American cinema (1995) de Martin Scorsese, podrían asignarse un merecido lugar en la genealogía de la crítica cinematográfica en forma de videoensayo. Algunas de las características que Lopate anticipaba, como la voz individual o la presencia de texto, aparecían ya en algunos de estos productos.
Sin embargo, puede notarse una diferencia fundamental entre esos experimentos y el videoensayo de hoy: para realizarse, aquellos proyectos necesitaban abundante prestigio, tiempo y dinero. Godard tardó ocho años en realizar Histoire(s) du cinéma, que tendría una duración de 266 minutos. Para su videoensayo sobre Los Ángeles y su representación cinematográfica, Andersen realizaría un trabajo en su momento reservado a quienes, como él, se dedicaban a estudiar y enseñar cine en el ambiente universitario, y sería necesario que el British Film Institute produjera y financiara el documental ensayístico de 225 minutos de Scorsese. Acumular el metraje de las películas era una labor titánica que solo podía hacer alguien con alcances y conectes cinematográficos superiores a la media.
Hoy en día, cualquier videoensayista de medio vuelo ha producido más minutos de contenido que esas series. Desde principios de la década, la evolución del software de edición de video, sumada al abaratamiento de equipos de cómputo y grabación, permitió que casi cualquier cinéfilo –con las restricciones económicas del caso– tuviera un equipo de alcances similares al de los cineastas profesionales. La alta calidad de los dvd y los blu-ray, la digitalización de películas en cinta o casete y los servicios de transferencia de archivos proveerían a esos creadores con la materia prima de sus obras. YouTube y Vimeo, plataformas con millones de usuarios y un enorme almacén para video de alta calidad, harían el resto para diseminar y popularizar estos análisis. Comenzaba la era del videoensayo.
¿Y cuándo, exactamente, comenzó esa era? Como siempre, y por decir lo menos, la etiqueta de “la era del videoensayo” es resbalosa, pero se impone la necesidad de intentar un breve rastreo.
En fechas tan lejanas como 2009, el crítico Jim Emerson publicó en su cuenta de Vimeo su primer clip, un incipiente videoensayo de análisis cinematográfico: “Four pieces of Unbreakable”. Es posible encontrar ahí un potente virus creativo que después se expandiría y mutaría en formas inimaginables. Emerson, en un principio, se limitaba a seleccionar cuatro escenas de Unbreakable (2000) de M. Night Shyamalan y a comentarlas con un subtítulo que aparecía en letras blancas sobre fondo negro en la parte inferior de la pantalla. Uno veía la escena y leía las anotaciones de Emerson: la fórmula era sencilla, pero sus posibilidades eran infinitas.
Emerson lanzó videoensayos por tres años más. Sus temas fueron vastos: la historia del sombrero en Miller’s crossing, la retórica del libre mercado en la época de Reagan y la contemporánea, la edición de El caballero de la noche, los openings y closings de Claude Chabrol… Emerson se retiró de su canal de Vimeo en 2012 por razones no muy claras, pero su estela, para entonces, era ya indeleble: él fue acaso el primer gran videoensayista de la nueva década.
Casi como si se tratara de un relevo, en enero de 2012, Kogonada, un cineasta estadounidense nacido en Corea del Sur, lanzaría su primer videoensayo: “Breaking bad // pov”. Kogonada seguía otra lógica, distinta a la de Emerson pero no por ello menos ilustrativa: sus videoensayos funcionaban por acumulación más que por exposición. Kogonada escogió un número impresionante de tomas de Breaking bad que repetían un punto de vista similar y las editó juntas, con la pieza “Move” de Jonathan Elias de fondo. El resultado es un video hipnótico, un ensayo visual lírico que elabora y argumenta no mediante la exposición del razonamiento, sino a través de la presentación de una evidencia que se antoja incontestable –prácticamente como una antítesis de la clasificación de Lopate, que justo aquí comienza a revelarse insuficiente–. El video se viralizó. Le siguieron ensayos sobre Quentin Tarantino, Wes Anderson, Darren Aronofsky y Stanley Kubrick, todos virales, y poco después, Kogonada comenzó a colaborar con la prestigiosa Criterion Collection. En 2017, el director estrenó con buena recepción su primer largometraje, Columbus, en donde pueden notarse ecos del estilo paciente y lírico de sus videoensayos. Para ese entonces, las plataformas de video florecían con una multitud de ensayos audiovisuales.
El videoensayo de crítica y análisis cinematográfico se ha multiplicado notablemente. Hay canales como The Nerdwriter, que pese a su insoportable nombre realiza análisis solventes a nivel formal y discursivo y que a menudo entra en conversaciones sobre arte y cultura. Existe Lessons from the Screenplay, especializado en disecciones formales, con una pantalla dividida que muestra el guion y la escena a la vez. También está Pop Culture Detective, más concentrado en el discurso, que ha puesto el dedo en la llaga de la misoginia de The Big Bang theory y que explora la representación de la masculinidad en películas hollywoodenses. Recientemente, Scout Tafoya se ha ganado un nombre gracias a su serie The unloved, donde revisa películas con mala recepción pero valor artístico. Su voz, entre azotada y angustiante, le da una extraña textura a sus ensayos, dotados de un lirismo inusual en la escena. En coordenadas similares, Grace Lee y su canal What’s So Great About That? presentan análisis que bordan lo filosófico y abarcan desde Adventure time hasta “la nueva corporeidad de los fantasmas en el género de horror”, pasando por una pieza sobre la tensa relación entre el cine de David Lynch y las palabras. Gracias al crowdfunding y a la condición central del cine dentro del panorama mediático del siglo XXI, muchos de estos creadores han logrado, si no vivir de sus videoensayos, cuando menos sí percibir ingresos como para seguirlos produciendo con cierto margen de ganancia.
Basta ver los videos para entender por qué el videoensayo goza de tan buena salud. En un nivel muy superficial, los videos con menor sofisticación técnica –aquellos que no son editados con fines de analizar y diseccionar el argumento, sino con el objetivo de ilustrar o animar– cumplen una función central que ha contribuido a su popularidad: presentan datos y argumentos relevantes en un formato amigable, práctico y accesible. Son una muestra de aquello que tan lúgubremente se llama edutainment o “entretenimiento educativo”, e inevitablemente corren el riesgo de perder profundidad o filo en pos de no aburrir al espectador. Esa es una constante –y uno de los más difíciles obstáculos a superar– a la hora de generar contenido crítico en internet mientras se lucha por mantener la atención de la audiencia.
No obstante, los videoensayos que mejor aprovechan el medio alcanzan grados de perfección cinematográfica muy envidiables. Es el equivalente cinematográfico al ensayista genial que, con una prosa límpida y cuidada, logra transmitir también una epifanía, un argumento tan contundente que parece una verdad revelada. El pulso de relojero suizo de la edición de Kogonada, la perfecta sincronía entre voz, argumento, análisis y selección de clips de Tony Zhou o la forma en que Lindsay Ellis transforma una autopsia de El hobbit en una especie de documental acerca de las repercusiones del capitalismo cinematográfico en la industria neozelandesa son argumentos que hablan a favor de una característica crucial para la importancia del videoensayo: su inigualable capacidad de hablar en el mismo lenguaje que el objeto de su análisis, su potencial para convertirse no solo en buena crítica de cine, sino también en buen cine.
El feliz momento y la bullente diversidad que vive el videoensayo no debe distraernos de una posible crítica a sus formas. En primera instancia, la posible superficialidad que propician los algoritmos y las plataformas que habita el subgénero: si bien es posible encontrarnos con auténticos buenos videoensayos en línea, también es verdad que su ebullición ha llevado a que pululen oportunistas sin mucho que decir, sin muchos argumentos y tampoco imaginación formal a la hora de crear sus videos. Tampoco hay que olvidar que los videoensayos proveen acceso a nuevas formas de hacer crítica, muy valiosas y reveladoras, pero también sesgadas, inevitablemente, por la clase y los ingresos, que cortan el acceso de muchos posibles videoensayistas al nuevo medio. Es bueno recordar siempre que, por muy nutrida que sea la oferta, no deja de ser apenas una porción de las amplísimas posibilidades de lectura que tienen las películas. Sin ir más lejos, en México hay aún muy poco videoensayo. La crítica cinematográfica deberá adoptar esa nueva forma, y la manera en que lo haga podría desembocar en nuevos horizontes para el análisis cinematográfico, en una crítica más robusta y diversa que se lance al ruedo con rigor e ingenio. El videoensayo es un novísimo arte efervescente, cuyos actuales alcances alumbran zonas del cine que antes no teníamos tan claras. Sin embargo, y como terminaba Phillip Lopate aquel ensayo sobre videoensayos, conformarse con lo que tenemos no es una opción: debemos seguir azuzando las brasas del videoensayo, convencidos de que los grandes videoensayos están aún por realizarse, y que esa suculenta oportunidad espera a los más atrevidos cine-ensayistas de tiempos futuros. ~
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.