En la mañana del 17 de octubre del año 2019, la red de transporte público de Londres fue objeto de un insólito sabotaje: miembros de la organización Extinction Rebellion se subieron al techo de autobuses y vagones de tren, llamando a los commuters a tomar conciencia de la llamada “crisis climática”. Pero las cosas no salieron del todo bien, ya que los viajeros se rebelaron contra los rebeldes y, sacándolos a empujones de escena, reanudaron el camino a su lugar de trabajo. De acuerdo con las categorías propuestas por Emmanuel Macron con motivo del levantamiento de los llamados “chalecos amarillos”, que había tenido lugar en Francia un año antes, la preocupación por el fin de mes había prevalecido sobre la angustia ante el fin del mundo: uno está a la vuelta de la esquina y el otro se ha anunciado ya demasiadas veces.
No obstante, que una protesta así llegase a organizarse dice mucho acerca de los progresos hechos por el activismo climático durante las últimas décadas. Hay que recordar que el calentamiento global no figuraba entre los problemas medioambientales denunciados por el ecologismo tradicional; su momento no llega hasta la primera mitad de los años noventa. Así que para explicarnos el camino que va de las protestas antinucleares a Greta Thunberg, líder juvenil cuya estrella parece haberse ido apagando en los últimos años, conviene atender a la historia del movimiento verde.
Suele identificarse la celebración del primer Día de la Tierra, que tuvo lugar el 22 de abril de 1970, como la fecha oficiosa de nacimiento del ecologismo moderno; se calcula que 20 millones de personas se echaron a la calle ese día para reclamar una mayor protección del mundo natural. Aquella demanda, que apenas si había figurado hasta entonces en el catálogo de los artistas románticos y era ajena al racionalismo moderno, se incorporó al imaginario de las sociedades liberales. Es un dato relevante: por más que el ecologismo sea en buena medida una protesta contra la insostenibilidad medioambiental de la sociedad liberal, no emerge a pesar del liberalismo sino gracias a la estructura normativa que caracteriza a unas sociedades abiertas donde cualquier punto de vista puede ser defendido de manera pacífica.
En particular, el ecologismo forma parte de aquellos nuevos movimientos sociales que surgen a finales de la década de los sesenta; junto con el feminismo o el pacifismo, integran eso que el sociólogo Ronald Inglehart denominó “valores posmateriales”. Se oponían estos últimos a los valores “materiales” clásicos, tales como la defensa de unas razonables condiciones de trabajo o el reparto justo de la riqueza. Y era justamente la prosperidad de las sociedades occidentales de la segunda posguerra, que disfrutaban de un formidable dividendo demográfico, lo que explicaba la aparición de estas nuevas demandas: sobre la calidad de vida, la participación democrática, la libertad de costumbres e incluso la alienación existencial.
Sus versiones más radicales, que dieron forma a eso que el sociólogo Ingolfur Blühdorn ha llamado “proyecto eco-emancipatorio”, aspiraban a la liberación del ser humano y del mundo natural; a la manera de la sociedad sin clases del marxismo, dibujaban un horizonte de reconciliación posliberal y poscapitalista que había de permitir la próspera vida conjunta de todos –animales incluidos– en un mundo sostenible donde nadie dominaría a nadie. Huelga decir que tales aspiraciones no solo poseían un marcado carácter utópico, sino que mantenían una relación ambigua con la modernidad (pese a haber sido engendradas por ella) y la democracia (pues casaban mal con el pluralismo definitorio de las sociedades liberales). No puede así extrañar a nadie que durante la segunda mitad de los setenta, tan inclinada al distopismo, hubiera pensadores favorables a la instauración de un eco-autoritarismo que se juzgaba el único medio posible para la salvación de la humanidad.
Aquel colapso medioambiental nunca llegó y las sociedades liberales –aunque no solamente ellas– convinieron en la necesidad de tomar medidas para asegurar la estabilidad de los sistemas naturales. En la Cumbre de Río de las Naciones Unidas de 1992 vino a adoptarse formalmente el objetivo del desarrollo sostenible, cuyo contenido básico había sido identificado por la ex primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland en su informe a la ONU de 1986: aquel tipo de desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones. Para desaliento de las secciones más radicales del movimiento ecologista, el desarrollo sostenible pasó a considerarse un objetivo de política pública a nivel global –la Constitución española de 1978 ya señala en su artículo 45 que los poderes públicos deben velar por la conservación del medio ambiente– en un marco de creciente cooperación internacional.
A finales de los ochenta se hablaba poco del cambio climático de origen antropogénico. Los verdes denunciaban los límites ecológicos al crecimiento, el impacto negativo de los fertilizantes y la acumulación de residuos sobre los ecosistemas regionales y locales, la pérdida de la biodiversidad y sus consecuencias, los riesgos asociados al uso de la tecnología y en particular la potencia destructiva de la energía nuclear, la insalubridad de las grandes urbes y la explotación animal, los riesgos ecológicos de la globalización y la pérdida de las formas locales de conocimiento del medio. Aunque el ecologismo tradicional conservaba su radicalismo político, pues no en vano declaraba una “crisis ecológica” que se interpretaba como el resultado de una crisis espiritual cuyas raíces podían rastrearse a lo largo de la historia del pensamiento occidental, las sociedades liberales respondieron con un programa de “modernización ecológica” que perseguía reducir los riesgos medioambientales sin por ello renunciar al desarrollo económico.
Solo a mediados de la década de los ochenta empieza a discutirse seriamente fuera de la comunidad científica la posibilidad de que el clima de la Tierra estuviese cambiando como efecto de la acción humana y que ese cambio fuese perjudicial para los intereses de la especie humana. En 1995 empiezan a celebrarse anualmente las cumbres del clima, auspiciadas por las Naciones Unidas y amparadas por la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático; desde el año 2005 albergan también la reunión de los firmantes de los sucesivos acuerdos internacionales sobre el clima: Kioto primero (2005) y París después (2016). Súmese a ello la implicación de las celebrities y la creciente producción de ficciones –literarias, televisivas, cinematográficas– dedicadas al colapso climático, así como la posterior eclosión del Movimiento por el Clima y la conmoción causada en la opinión pública por catástrofes naturales cuya ocurrencia –con más o menos rigor– se ha imputado al calentamiento global: del huracán Katrina a los incendios de Grecia o Portugal y la dana de Valencia.
Parecía validarse así la tesis de Ulrich Beck acerca de la modernidad tardía, que enfrentaba a las sociedades humanas a las consecuencias negativas de su propio desarrollo técnico y las configuraba como “sociedades del riesgo”. Lo singular del cambio climático es que son los propios motores del progreso moderno los que crean un peligro inédito para la humanidad: solo la sustitución de los combustibles fósiles por energías que no liberen CO2 a la atmósfera permitiría garantizar la habitabilidad del planeta a largo plazo. Pero si se hace tal cosa, ¿cómo asegurar nuestro bienestar? El dilema moral se agrava si tomamos en consideración a los países pobres y emergentes: no siendo responsables de las emisiones del pasado, mal puede pedírseles ahora que renuncien a su propio desarrollo a fin de evitar un peligro creado por los países ricos. El título del célebre documental patrocinado por el exvicepresidente norteamericano Al Gore, Una verdad incómoda, daba en el clavo.
Sucede que una cosa es reconocer que el cambio climático de origen antropogénico está teniendo lugar y otra bien distinta dilucidar cuál es la estrategia que debe seguirse para su mitigación. Y lo mismo vale a la hora de determinar qué prioridad debe darse a la mitigación sobre la adaptación o viceversa. No es sencillo: por mucho que podamos concluir con razonable seguridad que se ha producido ya un calentamiento del planeta y tengamos claro que sería imprudente dejar que las emisiones sigan creciendo, ignoramos cuál será la evolución futura de las temperaturas y sus efectos concretos sobre las sociedades humanas. ¿Qué hacer? Si la forma más tajante de acabar con las emisiones de CO₂ es acabar con la civilización industrial, no es menos evidente que eso traería el caos a nuestras sociedades. Por lo demás, que el ecologismo radical apueste por el decrecimiento no quiere decir que el decrecimiento vaya a ser aceptado por los electorados democráticos o el Partido Comunista chino: querer no es poder. Y son muchos los que no quieren tampoco.
Se sigue de aquí que el aumento de la conciencia climática en todo el mundo no va forzosamente acompañado de la adhesión a un programa de acción particular; la mayor parte de los ciudadanos se limita a apoyar la lucha contra el calentamiento global sin entrar en más detalles. A la vista de los resultados electorales de los últimos años, de hecho, se diría que la apuesta climática de la izquierda poscomunista ha fracasado: condicionar la mitigación del calentamiento global al desmantelamiento del sistema capitalista, proclamando la necesidad de que nuestra vida cotidiana cambie de manera radical, carece del consenso social necesario. No debe olvidarse que la izquierda anticapitalista ha usado el cambio climático y los demás problemas del Antropoceno –época marcada por el protagonismo de la humanidad como fuerza medioambiental global– como enmienda a la totalidad de la sociedad liberal; fracasado el comunismo de inspiración marxista, la superación histórica del capitalismo se proyectaba en una dirección distinta. Por su parte, el ecologismo tradicional ha seguido agitando el fantasma del colapso ecológico, provocando con ello la intensificación del antropocentrismo que quiere combatir; si el ecologista público habla de supervivencia humana y el ecologista privado se centra en la protección del mundo natural, de acuerdo con la distinción que hiciera Andrew Dobson en su Pensamiento político verde del año 1989, el énfasis en el cambio climático supone un relativo olvido del mundo natural y un recordatorio de que también el planeta y sus catástrofes son “naturaleza”.
A la luz de los datos disponibles, caben pocas dudas sobre el auge de la conciencia climática. De acuerdo al Pew Research Center, dos tercios de los adultos estadounidenses apoyan dar prioridad a las fuentes renovables de energía; según la Comisión Europea, un 87% de los ciudadanos europeos opinan lo mismo. Globalmente, de acuerdo con la encuesta realizada por Peter Andre y sus colegas en 125 países con una muestra de 130 mil personas, el 86% de la población es favorable a la implantación de normas sociales destinadas a resolver el calentamiento global y hasta un 89% pide una acción política más decidida (véase “Globally representative evidence on the actual and perceived support for climate action”, Nature Climate Change 14, 2024, pp. 253-259). He aquí, pues, un éxito indiscutible del movimiento verde: la mayor parte de la población mundial ha desarrollado una fuerte conciencia climática en el curso de apenas tres décadas. Que esa conciencia sea más o menos superficial resulta irrelevante; existe un capital político que facilita la implantación de estrategias destinadas a mitigar el cambio climático y la adaptación al mismo.
No conviene por ello malinterpretar como simple “negacionismo” el crecimiento electoral de candidatos o partidos que se oponen al tipo de transición energética que las fuerzas progresistas han impulsado en los últimos años. En Europa, sin ir más lejos, hemos conocido las protestas de los agricultores y el malestar de los consumidores: los primeros no quieren perder competitividad y los segundos se niegan a gastar un dinero que quizá no tengan en cambiar la caldera de su edificio o comprarse un coche eléctrico. Han aumentado asimismo las voces que alertan sobre el daño que la apuesta europea por el vehículo eléctrico hace a la industria europea y sus millones de empleos. Y tampoco ayuda la moralización de la vida cotidiana, que penaliza acciones como tomar un avión o comer carne. Pero nada de eso significa que los ciudadanos rechacen un objetivo general que consiste en evitar las peores consecuencias de la desestabilización humana del clima.
En buena medida, los partidos populistas o de extrema derecha que se oponen a las políticas climáticas tal como han ido desplegándose en los últimos años están reaccionando ante la mayor visibilidad que el asunto ha cobrado en la esfera pública. Pero no todos ellos se convierten en abanderados de la inacción: no son pocos los que aceptan la existencia del cambio climático y proponen su propio modelo de transición energética. Alexander Ruser y Amanda Machin han identificado la aparición de un “nacionalismo climático” que persigue defender a la patria de la amenaza del calentamiento global. Y eso también es un índice de la consolidación del cambio climático como problema público de alcance global.
Ahora bien: no debe concluirse que el único cambio discernible en la relación de los seres humanos con el medio ambiente global, en particular con el clima, ha tenido lugar en el ámbito de la conciencia. Es mucho ya lo que se ha hecho para transformar nuestros sistemas energéticos; asunto distinto es que eso sea suficiente o descubramos algún día que empezamos demasiado tarde. Pero si la reforma ecológica de las sociedades humanas lleva apenas unas décadas en marcha, la autoconciencia climática de la humanidad ha cobrado forma en este siglo: dada la velocidad que caracteriza a los cambios geológicos, tampoco vamos tan despacio. ~
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).