El poeta no retiene lo que descubre; habiéndolo transcrito, en seguida lo pierde.
En eso radica su novedad, su infinito y su peligro.
René Char, “La biblioteca está en llamas”
Pocos conocen a Gustaf Sobin, poeta y ensayista estadounidense que eligió vivir y morir en Francia. Sin embargo, a las pocas páginas, uno se pregunta: ¿cómo es posible que no lo hayan seguido, que no lo sigan, turbas de lectores enardecidos? En el mundo hispanoparlante, Sobin es una referencia todavía más recóndita, excepto para algunos ilustrados especialistas y un grupúsculo de fieles admiradores. Entre ellos se encuentra el poeta y crítico chileno Marcelo Pellegrini, quien a finales de 2022 publicó una selección de diecinueve ensayos de Sobin, traducidos al español, con el título Vestigios luminosos.
Sobin nació en Boston en 1935 y llegó a París en 1962 tras los pasos de René Char, legendario poeta de lo inefable y líder de la Resistencia durante la ocupación nazi. Char le había sugerido a Sobin mudarse a la Provenza si realmente quería entender su obra. Y allí se estableció, Sobin, en una antigua hilandería de seda abandonada donde se dedicó a escribir hasta que murió en 2005. Además de poeta, ensayista, novelista y traductor, Sobin fue arqueólogo aficionado y “excavador de archivos”. Durante las cuatro décadas que vivió en el sur de Francia se dedicó al estudio de vestigios que abundan tanto en la Provenza como en la región vecina de Languedoc: desde piedras del Paleolítico y restos de flechas neolíticas, hasta monedas enterradas, fragmentos de vasijas jónicas, desechos de una fábrica de vidrio medieval y registros contables del temprano Renacimiento.
El resultado de ese diligente trabajo de campo e investigación son tres colecciones de ensayos prodigiosos: Luminous debris (1999) Ladder of shadows y Aura (estos últimos publicados póstumamente en 2009, Aura inacabado). En Vestigios luminosos Marcelo Pellegrini reúne por primera vez para los lectores en español una selección representativa de esos tres libros. Su meticulosa traducción no solo capta el espíritu de esos ensayos sino que además hace justicia y resalta su prosa de alto vuelo poético.
Idiosincráticos, sugerentes, ricos en imágenes y eruditos hasta el delirio, los ensayos de Sobin se encuentran a medio camino entre la especulación poética y la rigurosidad científica, entre la retórica impresionista de los arqueólogos provenzales del siglo XIX y el análisis granulométrico de los académicos hiperespecializados de hoy. Como escribe Pellegrini en su magistral prólogo: “la obra de Gustaf Sobin, dueña de una extraordinaria fuerza expresiva en todos los géneros que cultivó, es producto del encuentro feliz entre una vocación y un destino, entre un lugar geográfico privilegiado y un lenguaje concebido para describirlo”. Sobin imaginó la arqueología no como disciplina metódica para investigar restos físicos sino como una aproximación provisional al sentido de la existencia. Al igual que en su poesía, Sobin recurre a la borradura, al negativo, al residuo, al palimpsesto como imágenes desde donde pensar nuestra precaria identidad temporal en el continuum de la historia: “vagamos por galerías, cúmulos de archivos y vestigios arqueológicos, con la esperanza de descubrir, en cualquier momento dado, la llave, el diminuto, metálico destello en medio de nuestras propias sombras. Llamémoslo, si se quiere, el aliento en el corazón mismo de nuestro propio espejo vacío”.
En el ensayo “Ondulante-oblicuo”, por ejemplo, Sobin construye sobre el fragmento de una cerámica joniomasálica (siglo VI a. C.) una disquisición filosófica sobre el Ser y el Devenir desde Heráclito hasta Nietzsche. En otro ensayo, “Siguiendo los pasos de Aníbal”, se ocupa de un punto ciego en la historia: el lugar exacto en el que Aníbal cruzó el Ródano al comienzo de la segunda guerra púnica hace más de dos mil doscientos años. Sobin hace de esa “laguna” el pretexto de un viaje por el Ródano y una aventura literaria. En “Resplandor y oscuridad: la noche medieval” imagina la calidad de la luz que se proyectaba en una casa del siglo XIII inspirado en unos candelabros desenterrados en la comuna de Rougiers.
Con esa misma dedicación por sorprender destellos en medio de nuestras propias sombras, Sobin interpela restos óseos exhumados en Marsella, explora los sótanos de la ciudad de Apt como si fueran estratos de nuestra consciencia, realiza un peritaje minucioso de la construcción y subsiguiente desmantelamiento del acueducto de Nîmes o intenta adivinar los ecos de las campanas del priorato de Saint-Symphorien en un abandonado paso montañoso en Luberon.
Sobin está más interesado en las posibilidades poéticas e imaginativas del silencio, la huella o el vacío que en su origen o resolución. No es el vestigio en sí lo que le interesa, sino el vestigio como texto, puesto en perspectiva, ubicado “en el desenmarañado tejido de la historia”. “¿No es esto verdad […] para todo artefacto?”, pregunta Sobin. Y responde: “El significado real de las particularidades solo puede ser encontrado, finalmente, en el movimiento de lo incesante.” Así define este autor su “Ars ensayística” y allí se cifra su pathos de perplejidad ante el vestigio como disparador poético. Por la capacidad sugestiva de su escritura, por su musicalidad, por los fulgores de emoción, por sus cadencias que buscan esa visión originaria, esa manifestación de la energía auroral, podemos decir que no somos presentados aquí simplemente ante una serie de ensayos poéticos sino ante poemas que han tomado la sorprendente forma del ensayo.
Marcelo Pellegrini siempre se interesó por ese raro subgrupo de poetas que, así como él mismo, también son ensayistas. En el caso de Sobin, encuentra sus ensayos más inspiradores que su poesía. “Leer esta prosa”, escribe Pellegrini, “es una experiencia profundamente transformadora. […] Nos desplazamos, en definitiva, por lugares y tiempos remotos, y al volver de esos viajes ya no somos los mismos”.
Pellegrini tuvo la misma experiencia al descubrir los ensayos de Sobin que indefectiblemente tenemos todos, la de una revelación. Al principio ese descubrimiento parece fortuito, como si tropezáramos con un fragmento exótico, pero rápidamente nos entregamos a esos textos como si hubiéramos sido predestinados a leerlos, como si en ellos pudiéramos descifrar un secreto que le confiere nuevos sentidos a nuestra existencia. Hay que agradecerle a Pellegrini haber visto eso mucho antes que nosotros y propiciar ese encuentro para tantos futuros lectores. Pues todos estamos destinados a leer los ensayos de Sobin, a lanzarnos a esa aventura poética y personal. ~