¿Tienen futuro los derechos humanos?

Por algunas décadas, señalar y avergonzar gobiernos fue una buena estrategia para la defensa de los derechos humanos. En un mundo donde los líderes autoritarios se han vuelto inmunes a la crítica y los medios han perdido influencia, ese enfoque tiene que evolucionar.
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Para ser convincente, como dice el viejo refrán, primero hay que estar convencido.

Kenneth Roth es un hombre consistente. Durante casi tres décadas, dirigió Human Rights Watch, que convirtió en la organización de derechos humanos más influyente del mundo, y sobrevivió a muchos de los dictadores a los que se enfrentó. Roth, que comenzó como asistente legal de un juez del Tribunal de Distrito de los Estados Unidos en Manhattan, adoptó su inquebrantable creencia en la fuerza de los hechos. Mediante la recopilación de pruebas y su comprobación rigurosa, Human Rights Watch, bajo la dirección de Roth, creía que lo que marcaba realmente la diferencia era el peso de los hechos.

La seriedad de su propósito y el firme compromiso con los derechos y la justicia son las principales características que se desprenden de las memorias de Roth, Righting wrongs. Three decades on the front lines battling abusive governments (Corrigiendo injusticias. Tres décadas en primera línea luchando contra gobiernos abusivos). Entre 1993 y 2022, Roth dirigió un grupo valiente, talentoso e incansable de investigadores que documentaron exhaustivamente abusos contra los derechos humanos, desde la guerra química contra los kurdos o el genocidio en Ruanda hasta las consecuencias del poder ejecutivo desmesurado en Estados Unidos.

Desde la planta 34 del Empire State Building, donde se encuentra la sede de Human Rights Watch, convirtió el mundo en un tribunal. Analizaba violaciones de derechos humanos de docenas de países, las sometía a un minucioso escrutinio y luego acusaba a los líderes responsables en un flujo prodigioso de entrevistas, artículos, ruedas de prensa y tuits. Roth es el individuo más reconocible en la lucha a favor de los derechos humanos en Occidente.

Human Rights Watch se fundó en 1978 para supervisar el cumplimiento de los Acuerdos de Helsinki, recientemente firmados. Cuando los regímenes de Europa del Este que abrazaban el socialismo de Estado comenzaron a buscar un mayor grado de legitimidad internacional en la década de 1970, Gerald Ford, Leonid Brézhnev y otros 33 líderes firmaron el acuerdo para aliviar las tensiones entre Este y Oeste, y promover los derechos humanos en ambos. Los Acuerdos de Helsinki reafirmaban “los derechos humanos y las libertades fundamentales”, incluidos los derechos individuales que los funcionarios soviéticos habían despreciado durante mucho tiempo como expresiones de la “moral burguesa”. Era la primera vez que Moscú reconocía que los derechos humanos eran una cuestión de interés internacional, lo que daba al menos la apariencia de un consenso inimaginable hoy en día.

El movimiento de derechos humanos recibió un impulso con la elección de Jimmy Carter en 1976, el primer presidente estadounidense en promover una visión de política exterior que daba prioridad a los derechos humanos internacionales. Con el viento a favor y la democracia avanzando a nivel mundial, grupos de derechos humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch pusieron en su punto de mira a los actores más represivos que todavía permanecían en el poder.

Conocida originalmente como Helsinki Watch, la organización estableció una red de grupos de derechos humanos para supervisar el cumplimiento por parte de la Unión Soviética de sus nuevos compromisos. Los principios fundamentales de la organización se manifestaban a través de una profunda creencia en la universalidad. Por el simple hecho de ser humano, toda persona tiene derechos. Su protección es deber del Estado. Puede haber diferencias en cuanto a ideología o programa político, pero las libertades fundamentales son sacrosantas. Su lugar está por encima de la política. La labor del personal de Human Rights Watch, escribe Roth, consistía en “descubrir los hechos tal y como eran, independientemente de sus opiniones políticas o sus propias reivindicaciones”.

Human Rights Watch adoptó el sistema de “denunciar y avergonzar” como su método preferido. “El primer objetivo de este tipo de informes”, escribe Roth en su capítulo inicial sobre Siria, “es avergonzar a los perpetradores”. Según la trinidad operativa de Human Rights Watch de investigar, documentar e informar, el método de denunciar y avergonzar debería dar lugar a un cambio en el comportamiento del Estado. Resulta curioso, entonces, que Roth comience con Siria, ya que es un ejemplo de lugar donde ningún tipo de activismo ni de denuncia pública por parte de los Estados o grupos en defensa de los derechos humanos consiguió acabar con la brutalidad del régimen de Assad. Después de casi una década y media de contrainsurgencia y guerra civil, Assad cayó en diciembre de 2024, sin oponer resistencia alguna a un grupo heterogéneo de islamistas que ahora ostentan el poder.

Señalar delitos tiene un propósito importante. Establece los límites de lo que es aceptable. Define los excesos y los convierte en un asunto de mayor preocupación. Da a las víctimas y a los supervivientes el reconocimiento de lo que se les ha hecho. Y sirve para identificar a los autores.

Sin embargo, la vergüenza pública supone que a los perpetradores les preocupa ser estigmatizados, que valoran su reputación y temen resultar acusados de crímenes de guerra y abusos. Pero hay varios ejemplos que demuestran cómo los gobiernos abusivos se han vuelto insensibles a las críticas sobre los derechos humanos e invulnerables a la vergüenza pública. Hasta su frenética huida a Moscú, Assad no se inmutó ante el oprobio que recibió durante años.

Otros hombres fuertes se regodean en ello. Rodrigo Duterte, expresidente de Filipinas, se vanagloriaba de las críticas que recibía por su sangrienta “guerra contra las drogas”, que, según se informa, se cobró la vida de hasta treinta mil personas. La justicia finalmente lo alcanzó en marzo de 2025, cuando fue detenido en virtud de una orden emitida por la Corte Penal Internacional.

Denunciar y avergonzar es una táctica que Roth eleva a la categoría de virtud. No la ve como una herramienta que deba utilizarse con prudencia en las situaciones a menudo complejas que cubren las organizaciones de derechos humanos. Desprecia los métodos más discretos, como colaborar con los gobiernos para influir en su comportamiento, y muestra poco interés en desarrollar otros nuevos.

Roth reconoce que durante gran parte de las últimas cuatro décadas existió una infraestructura de apoyo en la que podía basarse la labor de Human Rights Watch. El gobierno de Estados Unidos estaba comprometido, al menos retóricamente, con la promoción de los derechos humanos. También existía interés por las violaciones de los derechos humanos desde una parte de los medios de comunicación liberales estadounidenses, especialmente de medios como The New York Times y la cnn, que tienen un gran alcance internacional.

Se conminó a las sucesivas administraciones estadounidenses, aunque principalmente a las demócratas, para que ejercieran más presión sobre los gobiernos abusivos. Angela Merkel y Emmanuel Macron, escribe, también fueron persuadidos para que abordaran los casos de violadores de los derechos humanos.

La política y las relaciones de poder involucradas no preocupan a Roth. Como observa la académica Rochelle Terman, “no podemos comprender la estrategia de avergonzar a los violadores de derechos humanos sin tener en cuenta el contexto relacional en que se produce”.

Añade que se puede castigar a los rivales “para infligirles daño político y obtener una ventaja estratégica en la comunidad internacional”. Denunciar a Rusia, China, Irán y Cuba es fácil y sirve a los objetivos de la política exterior estadounidense.

Aplicar el mismo criterio a los aliados es más complicado. Un pequeño Estado aliado, como Ruanda o Sri Lanka, también puede ser criticado. Incluso puede avanzar hacia el cumplimiento, firmando de manera hipócrita tratados de derechos humanos por aparentar y acallar las críticas. La académica Emilie M. Hafner-Burton ha argumentado que, aunque los Estados firmen tratados de derechos humanos, muchos tienden a perpetuar, e incluso a aumentar, sus abusos.

Hay una coherencia admirable, a menudo valiente, que Roth aplica en todos los contextos. Utilizando los derechos humanos internacionales y el derecho humanitario como norma universal, Human Rights Watch se enfrentó a la administración de George W. Bush por sus prácticas permisivas de tortura y a los sucesivos gobiernos israelíes por perpetuar un sistema discriminatorio y generalizado que la organización ha calificado de apartheid.

Pero aquí es donde muchos aliados occidentales, y sectores de los medios de comunicación liberales, se desmarcan de Roth. La hipótesis en la que se basa la denuncia pública es que los Estados ocultan sus abusos y que, una vez que se revelan, cederán. La guerra en Gaza, ampliamente documentada en los medios de comunicación mundiales y por los grupos de derechos humanos, demostró que, incluso cuando se trata de gobiernos y medios de comunicación normalmente amigos, las suposiciones de Roth pueden fallar. El sufrimiento de la población civil y la destrucción de las infraestructuras se produjeron a la vista de una administración demócrata supuestamente defensora de los derechos humanos, pero la Casa Blanca de Joe Biden no solo se negó a condenar los abusos, sino que los apoyó activamente.

De hecho, la administración de Biden resistió la presión para condenar la respuesta de Israel a las masacres del 7 de octubre, incluso cuando los líderes israelíes declararon abiertamente su desprecio por el derecho internacional, lo que mermó la autoridad moral de Washington a los ojos de gran parte del mundo. Ahora, bajo la segunda administración de Donald Trump, solo hay veneración por el poder y persecución de los débiles. El orden internacional liberal, que supuestamente debía promover los derechos humanos a través de sus reglas y normas, está siendo desechado con desprecio.

Pero la coherencia y el universalismo de Roth tienen sus límites. En El derecho de gentes, John Rawls establece un espectro de Estados. En un extremo se encuentran los “pueblos liberales”. En el otro, los “Estados fuera de la ley”. Se trata de un marco con el que Roth parece simpatizar.

Los Estados liberales pueden redimirse; todavía hay esperanza de que Donald Trump sea una aberración, aunque haya sido elegido dos veces. Los Estados fuera de la ley, sin embargo, son irremediablemente abusivos. “La contienda entre la democracia y la autocracia está ahora en la primera línea de la lucha moderna por los derechos humanos”, afirma Roth, aferrándose a los binomios de la Guerra Fría que lo moldearon.

Durante la primera parte del mandato de Roth, Human Rights Watch comenzó a dar cabida a otra serie de derechos que los Estados y las ong mundiales, especialmente las del sur global, llevaban mucho tiempo reclamando. Algunos originalistas acérrimos, entre ellos el propio Roth, consideraban que los derechos sociales y económicos no tenían el mismo estatus de derechos naturales que los derechos civiles y políticos.

Pero la marea cambió y otorgarles la misma categoría que los derechos supondría un cambio radical para la segunda organización de derechos humanos más grande del mundo (Amnistía Internacional es la más grande). Una vez más, la política desempeñó un papel importante: los escépticos de los derechos sociales y económicos creen que las garantías de empleo, vivienda, educación, etc., es mejor dejarlas para el debate de las políticas públicas, ya que el coste de esos derechos no es el mismo en todas partes. En otras palabras, concederlos es un dilema eminentemente político.

Roth presta escasa atención a quienes no están de acuerdo con su punto de vista. Descarta rápidamente la tesis de Jack Snyder, politólogo de la Universidad de Columbia, que sostiene que el movimiento de derechos humanos debería movilizar a la sociedad civil local y centrarse ante todo en los problemas de corrupción en lugar de seguir la estrategia de avergonzar a los líderes políticos.

Parte del problema es que cuando tu trabajo consiste en sacar a la luz pruebas de abusos, cuando te centras exclusivamente en evaluar atrocidades, no te interesa que florezcan cien enfoques diferentes. Bajo la dirección de Roth, Human Rights Watch se había convertido en el referente en materia de información y defensa de los derechos humanos. ¿Por qué cambiar las cosas o alterar el rumbo? Roth deja claro, y hay que felicitarlo por ello, que hizo todo lo posible por aparecer en medios de comunicación hostiles, como Fox News. Sin embargo, no es evidente qué aprendió de sus detractores.

Podría decirse que el movimiento de derechos humanos es ahora más necesario que nunca desde su aparición. Pero, para volver a ser relevante, debe abandonar su renuencia a enfrentarse al complicado e impredecible ámbito de la política. La presunción de que los derechos humanos existen en un plano moral separado, flotando por encima de la pugna política, ya no es adecuada. Este momento exige un ajuste de cuentas con el poder y el caótico mundo de la política que ello conlleva.

El libro de Roth, el primero que escribe, se publica en un momento en que los vientos políticos están cambiando drásticamente en todo el mundo, y llevan al poder a sus mayores adversarios, incluidos algunos a los que en su día denunció y criticó, en países que antes se encontraban entre los que más defendían los derechos humanos. Roth presenta el libro como un conjunto de estrategias para la defensa de los derechos humanos en este momento, incluso cuando las certezas en las que se basaba se están desmoronando.

Los hechos ya no hablan por sí mismos, sino que pueden ser manipulados hasta quedar irreconocibles. Los medios de comunicación tradicionales, que informaban con diligencia sobre las violaciones de los derechos humanos y proporcionaban a Roth una plataforma para denunciarlas, están perdiendo su influencia y su alcance. Las instituciones internacionales en las que se apoyaba el movimiento de derechos humanos están siendo atacadas. Y los gobiernos que Roth consideraba aliados están siendo expulsados del poder. Las estrategias descritas en el libro “nos funcionaron”, escribe.

Así fue, durante un tiempo. Ahora las observamos en el espejo retrovisor, mientras los innumerables y admirables logros de Roth se desvanecen en un mundo que está desapareciendo. ~

Traducción del inglés de Ricardo Dudda.

Publicado originalmente en Foreign Policy.


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