El regreso de un soldado

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Al cabo de mis días azules de infancia,
la guerra me sedujo, guerra que idealicé–
una danza del vientre entre arena y fuego–
hasta que un polvo ardiente me azotó los ojos,
y las estrellas, destellos de Dios, se hicieron orificios
de bala en el cielo. Siete meses en casa, y aún
me pregunto si el hogar no será quimera que solo
un necio compra. El otro día a la mañana, una tortuga cruzó mi jardín.
Su caparazón, maltrecho y raspado, decía que podía tener cien años.

De inmediato, la imagen activó la memoria:
ventisca de mariposas, fines de abril.
Muchacho de ojos de gema, limpiaba un bagre de seis kilos–
le había volteado el traje de barro del revés hasta la cola,
abriéndolo, cuando noté una tortuga
en forma de cúpula moverse en el vientre. –¡Mirá, papá!
¿Puedo quedármela? ¡Jonás, el milagroso!
Dijo mi padre: los Jonás no sobreviven
fuera de las ciénagas hambrientas que se los tragan vivos…

De repente, en mi mente devastada, la imagen
se transformó y el caparazón verde oscuro
se volvió un casco. Reptando con pesadillas,
vino a reclamar un soldado. Me esforcé por destripar
mi memoria. Mejor cercenar sus dichas
antes que verlas carcomidas por el duelo,
asoladas y vaciadas, o eso pensé yo.
Hoy, al atardecer, mis ventanas a oscuras
encendí la tele, maldije: otra película bélica–

un GI hasta el cuello en una zanja humeante,
la pantalla redonda cubriéndole el casco
como la transparencia del vientre de un pez,
metáfora cruda y cruel, revelada.
Las mismas imágenes que me habían robado
a Jonás, ellas mismas me lo devolvían.
Cerrando los ojos, la tortuga otra vez en mis manos
supe que debía soltarla y confiar en que la tragaran entera–
en que anidara en la oscuridad como un alma. ~


Versión del inglés de Patricio Ferrari y Graciela S. Guglielmone


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