Carver: el vĂ©rtigo espiritual del hombre comĂșn

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Si tuviĂ©ramos que escoger dos rasgos distintivos de la obra de Raymond Carver, yo elegirĂ­a su habilidad para retratar situaciones emocionalmente complejas en momentos cotidianos y su empatĂ­a casi dolorosa por sus personajes. La mayorĂ­a de ellos parece haberse quedado a medio camino: son lo mĂĄs lejano a unos hĂ©roes, pero tampoco tienen la rebeldĂ­a, ira o fuerza suficientes para constituirse en antihĂ©roes. Son el esposo que le guarda rencor a su mujer porque lo humilla en pĂșblico (“¿QuĂ© hay en Alaska?”), los amantes que se odian pero no se atreven a matarse o a dejarse (“¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”), el hombre que intenta atenuar el mundo a travĂ©s del alcohol (“Desde donde llamo”). Son hombres y mujeres grises, mediocres y esencialmente pasivos: llevan la carga de la vida en silencio, sin explotar y sin aspavientos; se pudren lentamente.

En la narrativa de Carver no hay grandilocuencia, los personajes nunca tienen una gran revelaciĂłn que les aclare todo y cimbre sus vidas. QuizĂĄ por eso las tomas de conciencia dejan una mayor huella en el lector, porque los personajes son pedestres y no el tipo de hĂ©roe literario que comprende su situaciĂłn de manera clara. Es lo que le sucede al protagonista de “Catedral” (1981), un hombre anodino que accede, a pesar suyo, a una experiencia mĂ­stica.

En este relato, una de las cimas narrativas de su autor, en donde lo ordinario se encuentra con lo milagroso en una sala de televisiĂłn, Carver se atreve a imaginar quĂ© forma tomarĂ­a una experiencia mĂ­stica hoy en dĂ­a. En una Ă©poca prosaica como la nuestra, acceder a lo divino, supone uno leyendo a Carver, tendrĂ­a que darse sin gurĂșs espirituales, lĂ­deres religiosos o iglesias de por medio. TendrĂ­a que ocurrir casi por error.

El cuento trata de un sujeto cuya esposa recibirĂĄ en casa a un viejo amigo: un ciego que la empleĂł en su juventud. Al marido –nunca sabemos su nombre– toda la situaciĂłn lo pone incĂłmodo: la socializaciĂłn forzada, el no tener recuerdos en comĂșn y el hecho de que el visitante sea ciego. El esposo es un hombre ordinario: no aspira sino a salir temprano de trabajar, beber una cerveza y fumar mariguana. Acepta que no entiende de poesĂ­a, declara no tener una opiniĂłn acerca de casi nada y se burla de la religiĂłn. La velada transcurre sin muchos sobresaltos hasta que Robert, el ciego, y el esposo se quedan solos, mirando un programa sobre catedrales. El hombre cae en cuenta de que quizĂĄ Robert no sabe cĂłmo lucen. “No me vendrĂ­a mal aprender algo esta noche. Tal vez podrĂ­as describĂ­rmelas”, sugiere el ciego, no sin cierta malicia: estĂĄ forzando a hablar al adormecido, a abrir los ojos a quien lucha por mantenerlos cerrados. Torpemente y con vergĂŒenza lo intenta, pero no atina a decir mĂĄs que tonterĂ­as que podrĂ­an aplicarse a cualquier edificio: descubre que las palabras son insuficientes. “Se hicieron cuando los hombres querĂ­an estar cerca de Dios… Yo no creo en nada, es duro”, revela, tratando de revestir de futilidad un deseo que sĂ­ parece albergar.

Entonces, ocurre el quiebre: Robert le pide que dibujen una catedral para darse una mejor idea. El hombre, aunque incĂłmodo, no puede negarse: toma el lĂĄpiz y el ciego pone su mano sobre la suya para sentir los movimientos que trazarĂĄn el templo. Comienza a dejarse llevar y, en el momento mĂĄs ĂĄlgido, Robert le pide que cierre los ojos, que dibuje a ciegas. Su mano empieza a fluir como no pudo hacerlo su lengua y entra en una especie de trance mĂ­stico: “No podĂ­a parar, seguĂ­ dibujando.” Como el mĂĄs fervoroso de los creyentes, el hombre se somete a una fuerza que no comprende y renuncia al entendimiento, entregando a lo desconocido el poco control que posee. Una vez que termina, Robert le dice: “Creo que lo conseguiste: mĂ­rala. ÂżQuĂ© opinas?” El esposo, que siente que no es momento de abrir los ojos aĂșn, emerge poco a poco del trance, reconociendo con la razĂłn que estĂĄ en su casa, pero sintiĂ©ndose solamente un espĂ­ritu, un ser inmaterial. “Es verdaderamente increĂ­ble”, balbucea como respuesta, y es obvio que se refiere a la experiencia y no a su dibujo, el cual no ha visto todavĂ­a.

A pesar de que ha tenido la experiencia mĂĄs intensa de su vida (espiritualmente hablando), le es imposible comunicarla y sigue sin ser capaz de usar las palabras para expresarse. Donde algunos podrĂ­an ver crueldad en ese gesto del autor –trata a su protagonista como idiota–, yo alcanzo a ver dignidad: Carver jamĂĄs menosprecia a sus personajes, los reviste de humanidad y cree que es completamente posible que el hombre promedio tambiĂ©n sea sujeto de revelaciones, aun si Ă©l mismo es incapaz de comprenderlas. Es precisamente por no poder articular su experiencia que esta se vuelve mĂĄs profunda: ÂżquiĂ©n tiene palabras para el arrebato religioso? “Nadie se engañe a sĂ­ mismo; si alguno entre vosotros se cree sabio en este siglo, hĂĄgase ignorante, para que llegue a ser sabio […] El Señor conoce los pensamientos de los sabios, que son vanos”, dice san Pablo en su primera Carta a los Corintios. Esa predilecciĂłn de Dios por las personas sencillas sobre las sabias deberĂ­a leerse tambiĂ©n como un rechazo a que debamos explicarlo todo. Carver utiliza la aparente superficialidad de su protagonista, acaso para mostrarnos con maestrĂ­a que la profundidad puede encontrarse cualquier noche en el sillĂłn de la casa y que tambiĂ©n para los hombres mediocres es posible el vĂ©rtigo espiritual. ~

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es editora y escritora


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