Tiene tantos nombres como habitantes. Cualquiera, por el hecho de serlo, puede bautizarlo tantas veces como le plazca. Se suele decir que es un cubo de Rubik en desuso, pero es una analogía. Quizá es un paisaje de metaverso a medio hacer.
Hay partículas en suspensión que retienen luces antiguas y producen fenómenos ópticos y ruiditos indescifrables. Se supone que esas partículas, que nadie ha visto fuera de su fe, son letras respirables. Se aceptan tantas realidades como habitantes y algunas tradiciones fugaces sostienen que hubo o habrá una Era de los Acuerdos sobre la que no hay acuerdo.
Expediciones diversas han intentado explorar las otras caras del cubo, pero no es fácil llegar a los hipotéticos bordes pues las inclemencias, según testimonios poco fiables, disuaden a los que se arriesgan, que describen turbiones, vórtices y virutas de adn más o menos inmortal. Tampoco la espeleología ha progresado: parecía posible penetrar en los surcos que quedaron entre los bloques pero siempre se posterga.
A pesar de estas y otras limitaciones la vida sigue y los habitantes han deducido o inventado el resto del universo, aunque siempre persisten las dudas y todo, por ley, es muy elástico, siendo ella misma poco más que un hábito saludable y sometido a frecuentísimas revisiones.
Cada cual es visitable y la única costumbre que no se ha modificado, de momento, es mostrar el interior hasta donde comienza a doler.
Gracias a esa tradición, que no se practica en todas partes de la misma forma, se ha sabido que uno de los componentes básicos de esta escena es maleable y que acaso persista un sustrato común, algo que podría unir de forma natural incluso a entidades muy diversas.
Dentro de cierta prosperidad vagamente amenazada las inquietudes se desvanecen para reaparecer enseguida en otros formatos y todo está en trance de algo o de mucho bajo una incierta volatilidad aparente donde nunca pasa nada.
Se extendió la creencia o evidencia científica de que el relato que puso en marcha este universo inmóvil fue o está siendo un artículo de Antón Castro titulado “Desierto para correr” y publicado en el diario Heraldo de Aragón el domingo 23 de octubre de 2022.
Pero otra de esas costumbres más o menos inveteradas obliga a desconfiar de tantos datos juntos que aluden a lo mismo: así, se puede citar una fecha, un nombre, un título, incluso un medio, pero el conjunto es inverosímil. Aun así la hipótesis de que ese artículo engendró este mundo se abre paso en secreto.
El indicio definitivo que justifica esa certeza (sujeta, como todo lo demás, a innumerables revisiones) es la presencia de la perra Zara, que en ese artículo se da por perdida, sin que se sepa si se fue ella voluntariamente o qué pasó. Y ese no saber aumenta el dolor de su ausencia. Claro, en estos mundos todo es cuestionabilísimo, eso nadie lo discute, al menos en parte (pues la desconfianza sistemática ha de aplicarse en ocasiones a sí misma), pero la perra Zara ha sido vista tantas veces que hay quien afirma que ese mundo improbable o mitológico que asistió a la publicación del artículo en el año 2022, esa perra y hasta el escritor y las personas que describe, existieron realmente al menos con la misma entidad que este ultramundo en el que ahora nos encontramos (y que es, siendo algo estrictos, este párrafo), o sea: ninguna.
Pero las adversidades nos han adiestrado a perseverar en lo mínimo y además no tenemos otra cosa que hacer.
Otra circunstancia avala estas obsesiones: siempre que se presenta la perra Zara lleva con ella vastos trozos de la realidad del artículo citado: el Canal Imperial, los senderos entre el maizal, las montañas y las fábricas de áridos que describe el autor en “Desierto para correr”, vienen con ella. Al menos varios kilómetros de realidad inapelable, quizá una comarca entera, giran alrededor de la perra desaparecida cuando asoma en estas realidades. Todo indica que la perra trae o trajo consigo un buen fragmento de su mundo. O quizá todo. Cientos de testigos lo han visto, aunque seguro que nadie dirá nada por no significarse.
Estas visitas de la perra Zara obligan a releer el artículo, cuyo principio, como es notorio, dice así: “No sé cómo empezar.”
Los partidarios de porfiar en la exégesis de ese texto se dividieron entre los que sostenían que, por la fuerza de sus palabras, el artículo pudo o puede crear este mundo (o lo está creando incesantemente), y los que defienden lo contrario: que todo ese decorado, esas personas, perros, sentimientos, fábricas de áridos es una proyección de nuestro agitado devenir molecular.
Grupos clandestinos ávidos de sentido, persuadidos de que el texto de Antón Castro es inagotable como el mundo, han decidido seguir releyendo una o dos líneas más: “No sé cómo empezar. Ni adónde me dirijo. Quizá solo a recordar y a buscarle sentido a la vida con las palabras.”
Sin duda, esta frase bastaría, aun en ausencia de la perra Zara y los paisajes que la acompañan en sus cada vez más frecuentes apariciones, para demostrar que es el motor gráfico de nuestras vidas.
La siguiente oración es, también, definitiva: “Los seres de mi condición sabemos lo justo del mundo.”
Dos significados empotrados en exactas diez palabras: sabemos poco, lo justo para ir tirando, diríamos; y sabemos que el mundo es justo. No se contradicen: sabiendo poco, lo justo, sabemos que el mundo es justo.
Buscarle sentido a la vida con las palabras y saber que el mundo es justo permiten afrontar el minuto siguiente… o crearlo. ~
(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).