Cuba y el 27N: el (frágil) milagro de la libertad

Desde finales de 2020, Cuba ha tenido una oleada inédita de protestas, con una importante presencia de artistas, intelectuales y defensores de derechos humanos. Los artivistas han tomado el espacio público en lo que representa el surgimiento de una nueva sociedad civil en la isla.
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Nobleza, dignidad, constancia y cierto risueño coraje. Todo lo que constituye la grandeza sigue siendo esencialmente lo mismo a través de los siglos.
Hannah Arendt

 

Introducción

En los últimos meses se ha visto una ofensiva general de las autocracias del bloque bolivariano contra sus sociedades civiles. Los regímenes de Venezuela, Cuba y Nicaragua apuntan a destruir las bases mismas de la autoorganización y autonomía civil. No importa que se trate de grupos de reivindicación de identidades sociales específicas, de colectivos de defensores de derechos humanos o de organizaciones asistenciales de anclaje comunitario. En los tres países, impedir la organización autónoma de ciudadanos y la solidaridad hacia ellos es prioridad gubernamental.

Sin embargo, lo que en Nicaragua y Venezuela se advierte como un proceso progresivo, en Cuba es un bucle despótico que se enreda, sucesivamente, sobre sus vetustos precedentes. En la isla, la disputa entre poder y sociedad se concierta sobre una asimetría de fuerza bruta, información y apoyos geopolíticos.

El Estado cubano es incapaz de canalizar por la vía civil los conflictos porque su naturaleza no es la de un orden democrático donde los funcionarios responden a la deliberación, al control popular y a la publicidad política. En su lugar, somete a los disidentes a la vigilancia, al aislamiento, a la represión y a la muerte social. Y en paralelo trabaja, desde sus herramientas propagandísticas, para tergiversar la realidad que detona el conflicto.

 

¿Qué régimen, qué sociedad civil?

Desde finales de 2020, Cuba ha vivido el más activo ciclo de protestas por derechos cívicos de la etapa posrevolucionaria. Estas han sido protagonizadas principalmente, de forma episódica y fragmentada, por artistas, intelectuales y activistas de movimientos comunitarios urbanos.

El surgimiento de las más recientes protestas es novel porque el triunfo de la revolución en 1959 contribuyó a la (in)evolución de la sociedad civil insular. Tras la institucionalización posrevolucionaria la configuración de la vida pública cubana llegó a estandarizarse bajo el modelo soviético. El Estado logró un control general eficiente y se apertrechó de los mecanismos para someter todo intento de protesta. De esta mezcla de encuadre y represión deriva el carácter mayormente subordinado de la sociedad civil en Cuba.

El ordenamiento jurídico cubano estableció, hasta el presente, que solo puede existir una asociación que aglutine a cada grupo de ciudadanos con objetivos e inquietudes similares: mujeres, jóvenes, obreros, campesinos, intelectuales. Lo cual corta de manera abrupta la autonomía y legalidad de activismos varios. El Estado continúa siendo un muro de contención que no reconoce a la sociedad civil independiente, que no acepta sus demandas –las cuales consisten en el derecho a disentir y criticar los manejos erróneos del Gobierno cubano y el derecho a dialogar y participar sin mediaciones con el poder estatal–, sino que la reprime, criminaliza e intenta hacerla desaparecer.

 

Emergencia y trayectoria del 27N

Cuando el 26 de noviembre de 2020, alegando causas epidemiológicas –una muestra de biopolítica autoritaria–, el Gobierno cubano desalojaba de manera violenta a un grupo de artivistas acuartelados en la sede del Movimiento San Isidro (MSI), comenzaba una escalada de conflictos cuyo desenlace continúa siendo difícil de predecir.

La concentración de un día después de entre 300 y 400 personas frente al Ministerio de Cultura (Mincult) obligó a las autoridades a proponer un diálogo con treinta representantes del grupo autodenominado 27N para tratar sus demandas culturales y cívicas: libertad de expresión y creación, el cese de la violencia policial, así como del hostigamiento, de la difamación y del odio político. Sin embargo, el posterior rompimiento del diálogo por parte del Gobierno y las campañas mediáticas difamatorias contra los activistas y sus reclamos, por considerarlos una mezcla de contrarrevolucionarios, insolentes y confundidos por una estrategia de golpe blando proveniente de Estados Unidos, intensificaron las tensiones.

A pesar de los intentos del 27N por dialogar con las autoridades, la represión desatada en noviembre de 2020 y enero de 2021, con funcionarios que salieron del Mincult para agredir a los manifestantes, es una muestra adicional de que el aparato gubernamental cubano no está dispuesto a consentir ningún tipo de reclamo de derechos de parte de individuos o grupos organizados. Su guion “deliberativo” continúa siendo: yo te convoco, tú participas, yo pongo la agenda, tú la apruebas.

En un paso ulterior de madurez cívica, el 27N publicó el 12 de abril su Manifiesto. Allí sus miembros plasman sus demandas –libertades políticas, libertades económicas, legalización de medios de comunicación independientes y derecho de asociación– y se definen como “una comunidad abierta, diversa, impulsada principalmente por jóvenes artistas e intelectuales, reunida por el azar y cohesionada por el deseo de construir un país más digno y justo para todos los cubanos”. Especifican que su constitución es horizontal y que ponderan el debate y el consenso para responder a la diversidad y heterogeneidad de sus miembros. Asimismo, aseguran: “No somos una organización o movimiento político sino cívico, contamos con la creación artística y el trabajo intelectual como principales herramientas.”

A través del Manifiesto, el 27N basa su existencia en el principio político y jurídico que recogen la Carta Internacional de Derechos Humanos y la Constitución cubana. Le exige al Gobierno de la isla “que se haga responsable en su administración de escuchar a la ciudadanía y que fomente la paz y el respeto a nuestros derechos”; expone una serie de presupuestos que modelan cómo y por qué desea que Cuba se convierta en “un país inclusivo, democrático, soberano, próspero, equitativo y transnacional”.

Desde el Gobierno no fueron correspondidos los llamados al diálogo de los artistas del 27N. Descalificarlos y convertirlos en un adversario que debe ser eliminado, les ha bastado para desentenderse de sus exigencias. Estamos ante la presencia de un campo de fuerzas con una dominación estatal muy definida, que se ha ramificado hasta penetrar todo aspecto micro y macrosocial, individual y colectivo, privado e íntimo. Pero donde brotan, de manera constante, y producto del propio sistema, desafíos internos a aquella dominación.

 

La respuesta autocrática

El Estado cubano históricamente ha actuado con éxito contra la acción colectiva y ha consolidado su dominación a gran escala. Buena parte de los que disienten abandonan el país, lo que quiebra una línea de resistencia interna. Los protestantes aparecen aún hoy como minorías heroicas que no logran mutar en un movimiento social amplio, con influencias que trasciendan a las redes de semejantes.

El poder –tangible y simbólico– del Estado cubano continúa siendo autocrático en su prototipo. Sus argumentos contra las reivindicaciones son similares a los que presentan sus aliados bolivarianos, pero también los Gobiernos de Rusia o China. Invocan a la desestabilización desde afuera, al incumplimiento de la ley o de las buenas costumbres. Las instituciones estatales y organizaciones de masas –burocratizadas, ineficientes y parasitarias– se revelan incapaces de garantizar derechos o representar a sus miembros, pero los encuadran en modos de participación pasivos y aquiescentes. Y aún existen individuos que apoyan, perpetúan y legitiman las violaciones del Gobierno cubano. Un coctel conservador y autoritario, que poco tiene que ver con cualquier noción de revolución y poder popular.

El aparato estatal logra manipular a miles de ciudadanos, oculta las violaciones de los derechos humanos y evoca a una amenaza extranjera. Ejecuta contra el campo cultural político una política de aislamiento físico –retenciones domiciliarias permanentes–, bloqueo virtual –cortes selectivos del servicio de internet y telefonía e intervenciones ilegales en comunicaciones digitales privadas– y una guerra psicológica sostenida. Aun así, los mensajes del Estado cubano, en este sentido, son mucho más desestructurados e ineficientes que los del 27N.

Asistimos al paisaje de un Estado que pierde legitimidad –la cantidad y calidad de sus convocatorias y narrativas de apoyo lo demuestran, así como las reacciones espontáneas de las personas en rechazo a actos represivos– y que ha tenido que desplegar su ardid coercitivo a través de una mayor visibilidad y una mayor brutalidad. Las desproporcionadas condenas a manifestantes pacíficos y la campaña histérica en los mass media revelan el miedo que el Estado siente por estos intentos de organización civil. Porque si una maquinaria dotada de toda la ventaja material responde de este modo a la incidencia del activismo, debe tener alguna preocupación –y evidencia– sobre las posibilidades de éxito de este último.

 

La propuesta cultural política

El 27N –con toda su diversidad, limitaciones y tropiezos– ha gestado, colectivamente, la forma de articulación, delegación y legitimación cívica más nítida e innovadora de las últimas décadas en la historia cubana. Sus integrantes apelan a una confluencia entre cultura y ciudadanía, sin menoscabo de una u otra, y expresan, quizá sin proponérselo, aquel radicalismo autolimitado esbozado por Michnik, el poder de los sin poder explicado por Havel, y el derecho a tener derechos, por encima de cualquier ismo, enarbolados desde el campo cultural político.

Al igual que en el mundo soviético y en el latinoamericano este campo cultural político reúne a un conjunto de prácticas políticas orientadas que tienen su origen en la esfera de la producción cultural. Las impulsan individuos –artistas, escritores, filósofos, historiadores– y pequeños grupos afines, que disputan la narrativa y política estatal. Se trata de personas comprometidas con una creencia sobre el estatus activo de la ciudadanía, con la responsabilidad por los destinos de la nación y con su propia capacidad para participar en la vida pública. En Cuba, el rol de estos artivistas es relevante en una sociedad cuya participación resulta aún insuficiente frente al control político.

La propuesta original del 27N, aprobada en democracia directa en asamblea, fue clara: se piden gestos puntuales –excarcelación y cese de asedio–, revisión de normas restrictivas vigentes –Decretos 349 y 370– y la enarbolación de principios básicos relativos a libertades que la humanidad acepta de forma universal desde la Revolución francesa. Gestos, revisiones y derechos que, de manera legítima, pueden ser procesados por el Gobierno, honrando la Constitución, siempre y cuando estuviese dispuesto a diluir su manejo autocrático del poder. Por ello, el 27N reveló una nueva forma, radicalmente democrática, de articular lo cultural, lo civil y lo político. Y de entender, también, que solo desde lo político (o desde la política) puede enfrentarse una discusión que aspire a un alcance real.

Se ha evaluado de modo diferente la naturaleza identitaria del 27N, en especial de su grupo de representantes electos; también a los integrantes del MSI. Algunos insisten en descalificaciones ya conocidas: son personas marginales, manipuladas, mercenarios. Desde el campo artístico oficial se les reprocha que no se limitasen a realizar reclamos gremiales, “culturales”. Desde la oposición y el exilio más radicales –y, curiosamente, desde la intelectualidad crítica de izquierda– alegan la ausencia en el posicionamiento de demandas mayores, “políticas”. Los tirios piden que se rebajen las peticiones, los troyanos que se alcen en armas.

Las críticas –derivadas del celo por el logro ajeno, del temor a la represión o de la hiperideologización intelectual– no tienen, en esencia, nada que ver con la propuesta del 27N. Dicen más de quienes las esbozan. Y todas benefician al statu quo al abonar a la fragmentación inducida desde el poder en Cuba. Algunos intelectuales, mientras se refugian en la “politización”, procuran distanciarse del campo cultural político. Pero si la propuesta original –basada en peticiones al Gobierno, en el ejercicio y en la exigencia de derechos– se mantiene vigente, no resulta distinguible alguna razón programática para romper con el grupo por sus nuevos posicionamientos. El 27N no se convirtió en un partido, no llamó a desconocer o derrocar al Gobierno. ¿Acaso es congruente criticarlo por estos nuevos pasos y al mismo tiempo aceptar el acuerdo del Estado?

Los sucesos alrededor del MSI y el 27N –desde lo político, lo cultural y lo cívico– debieran entenderse como auténticas manifestaciones de la agencia de individuos que se rebelan contra la estructura social. Ambos grupos lograron, por otro lado, cierta capacidad de escucha y legitimación entre civiles apolitizados o no movilizados, en especial jóvenes.

 

Una reflexión final

John Keane nos ha recordado “que las sociedades civiles pueden ser pulverizadas y eliminadas, y que su destrucción ocurre típicamente con mucha más facilidad y muchas veces más deprisa que su construcción a cámara lenta y paso por paso”.

((John Keane, “El regreso de la sociedad civil”, Letras Libres, 266, pp. 7-13.
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 Este es el escenario correspondiente a la Cuba posrevolucionaria, el mismo de Bielorrusia, Irán o Vietnam, donde a la sociedad civil le es difícil sobreponerse a un contexto de control y represión estatales; pero desde allí lucha por revertir la anomia inculcada por el poder.

El campo cultural político y el Estado representan, en la Cuba actual, dos minorías (desarmada y dominante, respectivamente) que coexisten con una mayoría poblacional a medio camino entre la expectación y la apatía. Una posee todos los recursos terrenales del poder, pero descansa sobre una lógica vertical y analógica que no consigue derrotar una emergencia en red –física y digital– que la desafía de modo transparente. La otra, frágil, exige derechos y reta a través del cuerpo y de una concepción aún vaga en términos políticos. La minoría cívica no logra mellar el poder y la cúpula dominante no logra –por ahora– desaparecer la acción cívica. No hay victoria. Pero no hay supresión. De modo que, aunque todavía no florece una masa crítica en el país, sí se está gestando.

De manera esencial tres factores han repercutido en la eclosión que significa la incidencia cívica del campo cultural político: la agravada represión del Gobierno cubano sobre cualquier individuo que reclame los derechos que no posee, la creciente precariedad de la vida cotidiana y la situación que atraviesa el país debido a la covid-19. Varios reportes dan cuenta de los aumentos de protesta y represión. El Observatorio Cubano de Derechos Humanos calificó a abril como el peor mes de 2021 en cuanto a acciones represivas, con mil actos de esa índole, y en mayo se documentó casi el millar (923). El Observatorio Cubano de Conflictos registró en mayo un total de 231 protestas ciudadanas, de las cuales 145 detonaron por motivos políticos y civiles. Además, Cuban Prisoners Defenders identificó, hasta el primero de junio de 2021, la existencia en cárceles cubanas de 150 presos políticos.

A diferencia de la oposición tradicional y la intelectualidad reformista, el campo cultural político es la frágil confluencia de mundos tradicionalmente segmentados por la represión y la propaganda; ahogados ante la imposibilidad de articularse sin mediaciones institucionales y obligados a reproducir discursos preconcebidos que se dirigen, de manera acrítica, hacia una disciplina cultural y una normalización de la conducta. No reconocer eso y abandonarlos es lamentable. Tendrá un costo no solo para sus participantes, sino para los distanciados y dubitativos. Y para un país que, pese a todo, pese a ellos, está cambiando.

El camino que sigue no será sencillo y dependerá en gran medida de cómo logren sobrevivir al asedio los miembros del 27N, del MSI y todos los grupos cívicos emergentes. De cómo luchen para que el poder no consiga desarticular el ejercicio de agencia que protagonizaron al irrumpir de modo imprevisto en el espacio público. Sabemos lo complejas que resultan la comunicación, la articulación y la acción colectiva bajo entornos autoritarios. Pero la represión estatal al campo cultural político cubano en este caso no ha logrado su destrucción, sino que ha generado en el proceso cierta identidad colectiva. En esa resistencia cobra vida el descubrimiento de la libertad. ~

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es politólogo e historiador, especializado en estudio de la democracia y los autoritarismos en Latinoamérica y Rusia.

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(Cienfuegos 1987) es poeta y doctorante en ciencias sociales en la Universidad de Guadalajara.


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