Deseo de ser yo

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Natalia Carrero

Yo misma, supongo

Barcelona, Rata, 2016, 160 pp.

 

Letra rebelde

Bilbao, Belleza infinita, 2016, 160 pp.

 

Ni se les ocurra abrir un libro de Natalia Carrero (Barcelona, 1970) si andan buscando certezas o esperan una lectura amable, mecida por el ir y venir de la complacencia. Esta autora no irrumpió en el campo de batalla de la literatura para sacarse brillo a la autoestima; es una guerrera que lucha a pecho descubierto, sin escudos, y eso duele, tanto a ella como a quien osa leerla. Pero si se atreven la incursión valdrá mucho la pena, aunque salgan con un interrogante, preguntándose si vivir es tan endiabladamente complicado y escribir un sueño tan imposible, pues su lucha tiene lugar en ese intersticio entre la vida y la escritura.

Carrero fue descubierta por el editor Constantino Bértolo, que publicó en Caballo de Troya sus dos primeros libros, la novela Soy una caja (2008) y los relatos de Una habitación impropia (2011). Singulares, descarnados y sobre todo muy sinceros, sus libros interesaron y le dieron a esta barcelonesa afincada desde hace años en Madrid la fuerza necesaria para seguir escribiendo. La publicación a cargo del nuevo sello catalán Rata de Yo misma, supongo confirma que su voz propia sigue modulándose. Con el agravante
de que esta vez nos da dos por uno, ya que la aparición de su nueva novela coincide con la novela gráfica Letra rebelde, que ya vimos gestarse en las ilustraciones de su blog “La lectora común”.

“Me apoyo en el dibujo para no escribir”, ha dicho la autora, quien también incorpora piezas gráficas en la novela-novela: “En el caso de Yo misma, supongo, palabras y trazos libres resultan un todo inseparable, son algo más que mera compañía. Ambos surgen del mismo proceso de creación de un documento cultural etiquetable como novela.” En ambos libros, la novela y la novela gráfica, artefactos con gran personalidad y alejados del narrar al uso, asistimos a la creación de un álter ego que la representa como una mujer atada a las esclavitudes de la vida cotidiana pero a la vez a la escritura, al deseo de escribir, aunque su auténtica ambición sea ser a través de la escritura, de ahí la insistencia en rodearse de letras y palabras: “Cada letra de cada palabra y cada palabra cuenta”, escribe.

La protagonista de Letra rebelde, “la lectora común”, se pregunta si las mujeres deberían descuidar la casa para poder dedicarse a escribir. O si la vida, esa “gran carrera de obstáculos en la que la salida está tan lejos de la meta”, no se hace demasiado cuesta arriba si se tienen tres hijos y se quieren trastocar “las estructuras del discurso dominante”, es decir, sucumbir al impulso literario a pesar de su condición secreta de Bartleby. Viajamos a sus orígenes librescos: lectora voraz de autores como Bolaño, copia a mano Madame Bovary para que las palabras de Flaubert se adentren en su cuerpo. Sintiéndose incomprendida y sola, llega a pensar en el suicidio. A base de garabatos, viñetas y frases voladoras asistimos a la agitada existencia de una madre de familia amantísima que, entre lavadoras y lentejas, apenas tiene tres horas al día para escribir.

Otro tanto le sucede a Valentina Cruz, la protagonista de Yo misma, supongo. Ella también tiene mucho de Nadilia, la protagonista de Yo soy una caja que encuentra en la escritura la forma de contarse a sí misma; y mucho de las protagonistas de Una habitación impropia, esposas y madres hartas de tanta maternidad responsable que ansían la habitación propia de la que habló Virginia Woolf. Se diría que la suma de todos esos personajes ha acabado sintetizándose en Valentina, quien empieza siendo una joven harta de la familia en la que ha crecido: padre autoritario hasta el extremo, madre casi transparente… Intenta escapar de ellos usando métodos como el atontamiento alcohólico o el coqueteo con la prostitución, para lograr al cabo convertirse en una mujer que ha creado su propio núcleo familiar: “Madre y cuidadora de dos pequeñas, y sus amistades ruidosas, amante y compañera de un hombre bueno que no es fácil de encontrar, viajera, cocinera, fan de Nina Simone, amante de las cenas con finales felices en la cama, corredora, jugadora de póker, y algo más que siempre conviene guardar.”

En ambos casos, ya se trate de la lectora común o de Valentina, arde la llama de la escritura, principalmente como lengua de expresión del yo. Valentina Cruz se resiste a incorporarse al mundo laboral: “Si ya tenemos bastante, si ya nos mantenemos con lo que Juan aporta […] y si mientras por mi parte voy reuniendo letras en textos imperiosos, ¿por qué debo pasar por el tubo de la normalidad, por qué debo aparentar que soy capaz de desempeñar una labor importante no para la sociedad, sino para el capital, esa abstracción
incomprensible que todo lo contamina?” Quiere buscarse creativamente, aunque la consecuencia sea perderse aún más. Mientras, como un reflejo de ella misma, la lectora común se pregunta insistentemente si debe o no escribir.

Decir que ambas libran batallas contra la condición femenina y sus rigores sería hacer un diagnóstico incompleto. Los suyos son relatos “sobre cómo nos construimos y deconstruimos”, un hurgar insistente en la esencia de la identidad. Leyendo a Natalia Carrero, nos sabemos más cerca de una Annie Ernaux, que se deja la piel en cada página, que de un fabricante de novelas aritméticas y algodonosas. Y eso nos alegra, y cómo, las papilas literarias. ~

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