Ahí –desde el principio de los tiempos y por toda la eternidad, como el monolito aquel en 2001: Una odisea del espacio de Stanley Kubrick– está la Vida de Johnson de James Boswell que, en 1791, inaugura el elogio y la incomodidad y la honra de ser elegido por todo lo alto y ancho. La idea del sabueso amoroso y de la presa que se resiste y así ese género literario –la biografía de escritor, inevitablemente entre la realidad y la ficción ocupándose de cómo una afecta a otra y otra afecta a una– considerado por sus objetivos como un objeto no del todo noble. Saul Bellow –cuyas novelas y relatos se nutrieron de su propia vida y de las vidas de amigos y enemigos y de amigos que devinieron enemigos al descubrirse en sus páginas sin consulta ni autorización previa, y ahí está ese tan interesante como divertido Bellow’s people de David Mikics– solía renegar del asunto y hasta autorizó/desautorizó a su biógrafo James Atlas para jamás perdonarle haber revelado y expuesto su negativo. Sí: Bellow desconfiaba de los biógrafos puros porque no podían usar su imaginación y estaban sujetos a los hechos concluyendo que “el hecho no debe ser más que el cable a través del que el escritor hace correr la electricidad” y que “el ave siempre será más interesante que el ornitólogo”.
Aun así –dando un rápido vistazo a mi biblioteca– abundan las biografías de escritores de precioso plumaje y vuelo magistral. Y de autores de las mismas descollando en el dibujo y radiografía de grandes personas deviniendo en formidables personajes. Además del ya mencionado Johnson de Boswell (y del Boswell de Adam Sisman, también autor de un gran Le Carré), ahí están el James de Leon Edel, el Schwartz (y el Bellow) del ya mencionado James Atlas, el Lowry de Gordon Bowker, el Proust de George Painter, el Faulkner de Joseph Blotner, el Kafka de Reiner Stach, la Dinesen de Thurman, el Nabokov de Brian Boyd (el ruso pensaba que el biógrafo no era más que “ese hombrecito en puntas de pie asomándose desde la verja que rodea al palacio”) y la Véra Nabokov de Stacy Schiff, el Capote de Clarke y el de Plimpton, el Naipaul de Patrick French, el Melville de Hershel Parker, el Mann de Hermann Kurzke, la Wharton y la Woolf de Hermione Lee, el Greene de Norman Sherry, el Beckett de James Knowlson, el Hawthorne y el Fitzgerald y el Hemingway de James R. Mellow, la Zelda Fitzgerald de Nancy Milford, el Borges de Bioy Casares, el Yates y el Cheever y el Jackson y el Roth de Blake Bailey, la Charlotte Brontë de Elizabeth Gaskell, el Tolstoi de A. N. Wilson, el Vonnegut de Charles J. Shields, el Chatwin y el Fleming de Nicholas Shakespeare, el Burroughs de Barry Miles y el Kerouac de Joyce Johnson, el Thompson de Robert Polito, el Dickens de G. K. Chesterton y Peter Ackroyd y Claire Tomalin, la reciente Stein de Francesca Wade (tras los pasos de la Toklas de Stein como en verdad autobiógrafa encriptada; y, sí, de paso, la autobiografía de escritor como coartada y versión oficial que no lo es en absoluto), y esas mutaciones poco ortodoxas pero efectivas para el Barón Corvo de A. J. A. Symons o el Salinger de Ian Hamilton, o las aproximaciones a la Plath/Hughes y Chejov de Janet Malcolm o el John Updike de Nicholson Baker o el D. H. Lawrence de Geoff Dyer, y siguen las firmas y los firmantes. Y ese posesivo de entre los apellidos/marcas registradas de los primeros y los nombres completos de los segundos no es casual: porque, sí, los divinos primeros acaban perteneciendo a sus evangelistas segundos, pero de algún modo casi a su altura, porque teorizan y practican lo suyo de pie sobre los hombros de gigantes y gigantas.
Y todos estos predicadores adoran, y descienden de, una santa reliquia cuya veracidad no se discute ni se quiere discutir: el James Joyce de Richard Ellmann publicado en 1959 y revisado a fondo en 1982 (y desde 1991 en Anagrama). Y al día de hoy –como bien lo asentó Anthony Burgess– considerada como “la más grande biografía del siglo xx”. Una suerte de Meca (o más bien Martello Tower) e hito modélico de modales a imitar. ¿Por qué? Primero, porque está muy bien escrita y porque se lee como una novela, como una vida de novela, sí, que obtuvo el National Book Award en su categoría y, en su posterior encarnación, el James Tait Black Memorial Prize en 1982. Segundo, porque asentó buena parte de los protocolos biográficos modernos a seguir y porque fue y sigue siendo inmensamente popular más allá de los claustros universitarios. Y –last but not least– por haber conseguido la hazaña de reubicar y sin volverla menos exigente hacer más comprensible la obra de Joyce a partir de su vida (tener siempre presente y claro que Joyce siempre sostuvo que “la imaginación es la memoria”) y, además, convertir a Joyce en un gran personaje y dios de una galaxia a cuyos satélites (hermano y esposa e hija) pronto les llegaría el turno de también ser identificados bio-astrológicamente. Así, el Joyce de Richard Ellmann (que publicaría póstumamente un también muy celebrado Oscar Wilde, en Edhasa; quienes quieran aproximarse a lo de este biógrafo con cautela, ahí está ese Cuatro dublineses en Tusquets) como credo y dogma inspirador para sus descendientes. Otra vez, el alguna vez estudiante con Ellmann de profesor durante los años setenta James Atlas, quien en su formidable ensayo sobre el oficio, The shadow in the garden: A biographer’s tale (título que surge de otro dicho del disconforme Bellow en cuanto a que “los biógrafos son como la sombra que proyectan las lápidas sobre el césped”, en cualquier caso imagen más poética que otra de las suyas rebajando a los buscadores de vidas a “ese trapo en la cocina que se usa para recoger migas y restos de comida”), evoca la impresión que le produjo leer el Joyce de Ellmann por primera vez: “No se leía como una biografía sino como una obra de arte: tenía la autoridad de las grandes ficciones. Era erudita sin ser académica; y tras su fachada objetiva uno podía detectar, si se escuchaba con cuidado, la propia voz del biógrafo.”
Ahora esa afinada voz y esa buena letra –dentro de ese subgénero de lo biográfico que es el libro que cuenta la vida de un libro; años atrás tuvimos a El libro más peligroso: James Joyce y la batalla por “Ulises” de Kevin Birmingham– se lee y oye claramente en el reciente Ellmann’s Joyce: The biography of a masterpiece and his maker de Zachary Leader. Alguien que ya tenía en su haber formidables biografías de Saul Bellow y de Kingsley Amis (quien alguna vez clarificó enturbiando toda la cuestión con un “Alguien se quejó de que puse un restaurante real en mi novela, pero una vez que está ahí dentro, aunque sea un sitio real, ya no lo es, al menos no del todo” ). Y que aquí –como se anuncia desde una clásica portada tipográficamente innovadora– cuenta las idas y vueltas de Ellmann en su primera mitad y las vueltas e idas del Joyce de Ellmann en su segunda parte.
Así, la biografía de Ellmann (Michigan, 1918-1987) es previsiblemente gris fuera de su mundo (la revelación de algún affaire tardío no conmueve demasiado el paisaje), pero multicolor en su escritorio. Un hombre doméstico en su día a día. Rutina que incluye a esposa abnegada y desesperada por el tedio de los campus (Mary Ellmann, quien antes de caer muy largamente enferma publicaría en 1968 el best seller pionero feminista Thinking about women) y a hija (Lucy Ellmann, que devendría en escritora experimental y celebrada autora de Patos, Newburyport). Pero Ellmann fue muy audaz y aventurero cuando encaró un proyecto por entonces arriesgado y, para muchos, poco digno de atención. Digámoslo así: la vida de Ellmann no es muy interesante hasta que se interesa por la muy interesante vida de Joyce. Y Ellmann llega a Joyce a través de su primera obsesión –W. B. Yeats– y esa anécdota desmentida por ambos involucrados en la que Joyce le dice a Yeats: “Ya eres demasiado viejo para ayudarte.” Y a Ellmann no le gusta nada la única biografía de Joyce que anda dando vueltas por ahí (la de Herbert Gorman, de 1939) y se dice que él es y puede hacerlo mejor. Y –pronto se da cuenta de que su intención original, un pequeño ensayo de unas 150 páginas, no dará la talla– lo hace y lo es. Y buena parte del atractivo de la investigación de Leader es el seguimiento de los métodos de seducción de Ellmann (aplicados al hijo Giorgio o al hermano Stanislaus, entre muchos otros) para conseguir que hablasen los que debían hablar (su virtud era la de, según testigos, “jamás contradecir o interrumpir” y la de “trabajar como un castor”) y cedieran materiales varios aquellos que los custodiaban (el biógrafo es pródigo en obsequios y favores como chocolate y carbón y juguetes para los niños presentes). Allá va y aquí viene Ellmann durante años y años y casi mil páginas de callejones sin salida o inesperados atajos por Irlanda y el continente mientras decodifica Dublineses y el Ulises y el Finnegans wake. Tarea homérica y ciclópea y odiseica que irá a dar al buen puerto de la aclamación tan docta como lega (en su reseña, Cyril Connolly se quejó por no ser mencionado en lo de Ellmann, pero concedió que “si Joyce es un gran escritor, entonces este es un gran libro”). Y de ofertas sustanciosas de parte de Harvard, Yale y Oxford (la última es la elegida por Ellmann; después de todo y antes que nada su Oxford University Press fue quien encargó y publicó y promocionó muy bien la biografía). El logro de Ellmann (dejando de lado críticas que en su momento la acusaron de poca exploración del factor político y análisis crítico-literario no muy profundo de lo de Joyce) es hoy algo impensable: volver central y todo lo popular que puede llegar a ser un autor excéntrico liberándolo, según Leader, “de toda doctrina y esquematismo”, sin que por ello este pierda su aura universal de fuera-de-este-mundo. Y –lo más impresionante de todo– que una biografía del autor sea hoy casi parte inseparable e insustituible de su obra.
Parafraseando a Connolly, Leader concluye que Ellmann fue “un buen hombre”. Y el libro que le dedica es un muy buen libro. Y, además, quién sabe, la perfecta puerta de entrada para tal vez –el próximo verano, habiendo vuelto a no cumplirla y romperla el verano que pasó– hacerse la promesa de leer el Ulises de James Joyce, del James Joyce de Richard Ellmann, del James Joyce del Richard Ellmann de Zachary Leader. ~