Ilustración: Hugo Alejandro González

Editar en tiempos de indignación

Buruma perdió su empleo en la New York Review of Books tras publicar un artículo polémico. Aquí reflexiona sobre lo que fue mal.
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Hasta hace poco Jian Ghomeshi, un exlocutor de la CBS y exmúsico de rock, no era muy conocido fuera de Canadá. Ahora me gustaría que hubiera seguido así. Pero en septiembre del año pasado decidí, como director de la New York Review of Books, publicar la historia de la vida de Ghomeshi después de que lo juzgaran en 2016 por cuatro acusaciones de agresión sexual y por valerse de la asfixia para superar la resistencia de una víctima. Dijo que las tres mujeres en cuestión habían participado en actos sadomasoquistas de forma voluntaria. Ellas dijeron que no, y más de otras veinte hicieron alegaciones similares. El tribunal absolvió a Ghomeshi de las cuatro acusaciones por falta de pruebas suficientes. Meses después emitió una disculpa pública a una antigua compañera de trabajo a cambio de la retirada de otra acusación de agresión sexual, y firmó un acuerdo por el que se comprometía a comportarse bien.

En lugar de ir a prisión, el castigo de Ghomeshi fue que lo purgasen de la vida pública. Quizá se lo merecía. El abuso sexual es, como se sabe, difícil de demostrar ante un tribunal. Quizá la deshonra pública sea lo que se había ganado. Pero como un número creciente de hombres ha tenido un destino similar, tras ser expuestos por distintas ofensas sexuales, algunas más y otras menos graves que aquellas de las que se ha acusado a Ghomeshi, pensaba que había que entender mejor su experiencia. El caso invitaba a plantearse preguntas sobre cómo se debería castigar a la gente. El proceso legal es importante, después de todo. Una sentencia en prisión tiene límites. El fin de la deshonra pública está abierto.

También me intrigaba la historia de un hombre que lo tenía todo y lo perdió. Ghomeshi era una gran estrella mediática en Canadá. Ahora, en lo que al público se refiere, solo existe como villano online. Así que publiqué su versión personal como parte de un dosier sobre hombres caídos en desgracia, que incluía un artículo sobre Jim Brown, la estrella de fútbol americano de raza negra que había sido admirado como activista por los derechos civiles pero fue recientemente denunciado por haberse comportado de forma violenta con varias mujeres.

Sabía que era provocador y esperaba críticas, pero la ferocidad de la reacción me sorprendió. Nos acusaron de promocionar a un violador. Se hizo un escrutinio de mis propios textos periodísticos, escritos a lo largo de varias décadas, en busca de pruebas de que yo era un misógino. Circularon peticiones online que exigían que me despidieran de mi trabajo. Las editoriales universitarias amenazaron con retirar sus anuncios. También di una torpe entrevista por teléfono a Slate, donde dije de Ghomeshi: “De la naturaleza exacta de su comportamiento –cuánto consentimiento hubo– no tengo ni idea, y tampoco es realmente lo que me importa.” Quería decir que lo que me importaba sobre todo es lo que ocurrió después, pero se leyó como si no me importara lo que les había pasado a las mujeres, lo que atizó el fuego todavía más. El resultado fue que el dueño de la revista decidió que debía marcharme.

Algunas de las críticas al artículo de Ghomeshi tenían sentido. Yo debería haber insistido en que diera más detalles sobre las acusaciones que se habían presentado contra él. Omitió señalar que había causado lesiones, cuando existen informes de una mujer que sufrió una fisura en una costilla, y no mencionó el gran número de ellas que lo habían acusado. Yo también podría haber aclarado que nuestra intención no había sido exonerarlo, y mucho menos disculpar la violencia contra las mujeres: esto lo di por sentado, como otros dos editores que trabajaron meticulosamente en el artículo. No debería haberlo hecho. Las voces de sus acusadoras deberían haber sido tenidas en cuenta, como respuesta a sus evasiones. Los subterfugios de Ghomeshi lo hacían menos convincente como vehículo para debatir asuntos de crimen y castigo.

A pesar de esos errores editoriales, y de una entrevista que hice con mal criterio y que fue luego amplificada por las redes sociales, creo que su historia era una contribución importante a una discusión que merece la pena tener. Para algunos de mis críticos, sin embargo, el contenido del texto no era el asunto principal. Antes de que se publicara la pieza, desde la oficina se filtró la noticia a un bloguero partidario, y la tormenta de Twitter, sobre todo desde Canadá, se convirtió en un huracán. El argumento de los críticos era que una figura como Ghomeshi no tenía derecho a escribir su versión personal en una prestigiosa revista liberal. Se había roto un gran tabú moderno. La transgresión no consistía en que se defendiera una visión particular, sino que se escuchara a una persona acusada de agresión sexual. No era un asunto que pudiera debatirse. Un miembro del equipo editorial me recordó que #MeToo era un movimiento y que al publicar el artículo habíamos cometido un error. No necesitábamos matices, me dijeron; el matiz se consideraba una forma de complicidad.

Yo no estaba de acuerdo con algunas personas de mi equipo, que se habían manifestado en contra de publicar el texto. Desde mi punto de vista, un editor no debería tener miedo de publicar artículos sobre temas controvertidos; el trabajo consiste en hacer pensar a la gente. En los campus estadounidenses se habla mucho de la necesidad de evitar opiniones, o incluso obras literarias, que podrían hacer que los alumnos se sintieran incómodos. Pero cierto grado de incomodidad puede ayudar a que la gente tenga en cuenta puntos de vista poco familiares o heterodoxos, algo que normalmente es saludable. La transgresión no era que se defendiera una opinión particular, sino que se escuchara a una persona acusada de agresiones sexuales.

De hecho, la NYRB, que nunca fue una revista que siguiera un movimiento particular, había publicado antes a escritores que se comportaban violentamente. Un asesino llamado Jack Abbot, promovido por Mailer, publicó su obra en la revista cuando estaba en prisión en la década de 1980 y mató a un hombre en cuanto salió. Esto causó un escándalo considerable, en particular porque Mailer había defendido su liberación. Algunos lo veían como una consecuencia de una ingenua tolerancia liberal, y otros consideraban la admiración por Abbott como una forma de machismo literario. Pero ni siquiera en ese caso se despidió a un editor. Se podría decir, por supuesto, que los tiempos han cambiado. También se podría decir que Mailer, y posiblemente Abbott, eran mejores escritores que Ghomeshi. No creo que Ghomeshi sea un maestro del estilo. Pero la calidad de la prosa de una persona no debería determinar el carácter moral del escritor. Y el carácter moral, a su vez, no debería ser lo único que determinase si una persona debería o no ser publicada.

Al pensar en gente que ha caído en desgracia –de nuevo, a menudo por muy buenas razones– es difícil evitar utilizar el lenguaje religioso. La forma de escapar a la ignominia moral es ser redimido. Pero la redención se obtiene a través de la confesión, la reflexión sobre uno mismo y la disculpa. Por eso la gente atrapada en una historia de mal comportamiento sexual emite a menudo inmediatamente una, con frecuencia bastante inconsistente: “Si he ofendido a alguien…”, etc. Yo era solo un ofensor vicario, por así decirlo. Sin embargo, un editor importante de una famosa revista liberal de Nueva York (no la NYRB) me aconsejó que escribiera una disculpa, para que sus “editores jóvenes” me permitieran seguir colaborando.

El consejo era bienintencionado, y me lo tomé en serio. Pero decidí que una disculpa sería una respuesta equivocada, por la siguiente razón: las disculpas son la reacción tradicional a una transgresión moral, cuando se comete una ofensa que produce daño. Una razón por la que las peticiones de disculpas son ahora tan frecuentes es que sentirse ofendido se ha convertido en una reacción común frente a cualquier cosa con la que no estemos de acuerdo. Esto puede plantear dificultades especiales al editor de una revista liberal. Había objeciones vehementes al artículo de Jim Brown, por ejemplo. Tras retirarse del deporte en los años sesenta, el exfutbolista, mientras proseguía con su activismo político, llevó una vida bastante disoluta como estrella del cine de segunda fila en Hollywood. Una persona de la redacción denunció una descripción irónica de su vida festiva como “una celebración de la condición de víctima de las mujeres”. Podría “ofender a nuestros lectores”. Cuando dije que nuestra función no era proteger a nuestros lectores de posibles ofensas, respondieron que esa era exactamente la que debía ser nuestra función.

Las disculpas no son siempre suficientes para terminar con el ostracismo social y profesional. Quizá ese sea el motivo por el que solo desempeñan un papel pequeño en la ley occidental. Las sanciones deben definirse de forma más tajante y tener límites claros. La petición de disculpas en nuestra cultura actual tiene más que ver con la forma en que se practica la ley en países de Asia Oriental, con una tradición confuciana, donde las disculpas y las confesiones escritas tienen una función importante. No basta con sufrir una pena material; el acusado debe demostrar que se ha arrepentido. Se pide una transformación interior. Algo así ocurre hoy en Occidente, especialmente en Estados Unidos. El debate sobre la raza, como señalaba el académico afroamericano John McWhorter en un número reciente de The Atlantic, ha asumido un tono casi religioso. Los blancos solo pueden tener “absolución moral”, según sus palabras, si admiten eternamente su privilegio blanco, como una forma del pecado original. La validez de las opiniones debe controlarse cuidadosamente. Las opiniones consideradas “problemáticas” se denuncian rápidamente como formas de blasfemia. Lo que sucede con el antirracismo también se puede aplicar a los movimientos contra el sexismo o cualquier otra forma de prejuicio odioso. Un cambio en el comportamiento exterior no es suficiente. O, más bien, la gente asume que el comportamiento solo cambiará cuando se haya producido una transformación interna. Sospecho que hay un fuerte elemento protestante en esto. La confesión pública es una tradición típicamente protestante; los católicos prefieren la intimidad del confesionario. McWhorter es escéptico ante esta forma religiosa de activismo. “Depende de fingir reivindicaciones de daño, de magnificar la indignación a modo de desencadenante, y de fomentar una perspectiva maniquea de la humanidad, de ellos contra nosotros, que parece sacada de El señor de las moscas.” Hay otro riesgo, también, cuando la superioridad moral supera todas las demás preocupaciones, especialmente en la vida intelectual y política. Puede reprimir la libertad de expresión.

Hace unos doce años, la activista somalí holandesa Ayaan Hirsi Ali se convirtió en la catalista de un acalorado debate sobre cómo debíamos debatir en torno al islam. A su juicio, Occidente estaba en guerra con el islam. El terrorismo no solo explotaba la religión; estaba en el centro. Escribió el guion de un cortometraje, titulado Sumisión, que dirigió Theo van Gogh y muchos musulmanes consideraron blasfemo. En parte como resultado de esta película, Van Gogh fue asesinado por un extremista islamista. Escribí un libro sobre el tema, Asesinato en Ámsterdam. Los defensores de Hirsi Ali argumentaban en aquel momento que la libertad de expresión no podía existir sin el derecho a ofender. Llegaron a compararla con Voltaire, que, como es bien sabido, ridiculizó a la Iglesia católica. Aunque yo sentía simpatía hacia Hirsi Ali, tenía algunas reservas hacia su absolutismo moral (“la guerra contra el islam”), por las que fui muy criticado. Mi libro se leyó como una defensa del terrorismo islámico. Como sucede en la fase actual de polarización extrema, el “matiz” tendía a desaparecer de la discusión: o estabas a favor de Hirsi Ali o eras un enemigo de la libertad de expresión. Pero esto dejaba de lado algunos puntos importantes. En primer lugar, Voltaire desafiaba una de las instituciones más poderosas de Francia. En Occidente, los musulmanes son una minoría vulnerable. La libertad de expresión se reivindica a menudo como un derecho de los poderosos para maltratar a los débiles. Después de todo, La Libre Parole (“La palabra libre”) era el título de uno de los periódicos franceses más antisemitas en la época del juicio a Dreyfus. Otra cosa que muchos comentaristas no llegaron a reconocer fue la distinción entre ofensivo e insultante. Lo primero puede ser consecuencia de una opinión honesta que algunos pueden juzgar ofensiva. Lo segundo es un acto hostil. La ofensa se toma. El insulto se da. No hay excusa para el insulto en el discurso civilizado. Pero a veces la ofensa es inevitable. Algunos de los más famosos escritores y críticos –por ejemplo, Christopher Hitchens o Gore Vidal, dos autores que publicaban en la NYRB– eran a menudo ofensivos. Además, la libertad de expresión nunca puede ser absoluta. Demasiadas cosas dependen de quién dice qué, cuándo y a quién. La cortesía común también pone límites a lo que decimos y en qué circunstancias. Los miembros de una minoría pueden hacer bromas sobre sí mismos más fácilmente que los que no pertenecen a ella. Un novelista o un cineasta puede expresar el lado oscuro del comportamiento humano de formas vedadas para un diplomático o un rector, al menos en público.

Algo que hace que nuestro tiempo sea tan perturbador es que las reglas habituales de la vida pública ya no funcionan. El presidente de Estados Unidos puede pronunciar o tuitear insultos tanto como quiera, mientras que los monologuistas cómicos tienen que respetar estándares tan elevados que la ofensa, no digamos el insulto, puede acabar con una carrera.

¿Dónde deja eso al editor de una revista? ¿Y qué lección deberíamos extraer de la tormenta sobre el artículo de Ghomeshi? Un editor de una publicación seria no está tan constreñido por las reglas sobre lo que es apropiado como lo está un político, pero debe ser algo más cauteloso que un cómico. Yo me hice adulto a finales de la década de 1960, cuando algo de provocación no era solo más permisible que ahora sino que se consideraba una virtud (era la época en que la NYRB publicaba instrucciones sobre cómo preparar un cóctel molotov; un error de juicio que fue rápidamente reconocido incluso entonces).

La influencia de las redes sociales ha complicado enormemente la vida intelectual, y por tanto las decisiones editoriales. Hace mucho que la NYRB es célebre por sus cartas, donde los famosos e incluso los infames intercambian opiniones con una ferocidad que ha entretenido a generaciones de lectores. En parte se trataba de pavoneo académico y exhibicionismo literario, pero también era debate genuino. Como todas las publicaciones serias, los editores filtran la malicia gratuita y las meras estupideces. Esto no es cierto en el ecosistema de Twitter, que es a menudo ad hominem, intimidante y enloquecido. El resultado es que el debate puede ser suprimido, porque la gente teme la ira de la masa. Al publicar el artículo de Ghomeshi, malinterpreté la fuerza del Zeitgeist y caí en la trampa que magnificaba la indignación. Reconozco que debería haber tenido más cuidado con la edición. Pero todavía creo que la intensidad de la reacción ha sido alarmante y perjudicial para la libertad de expresión. Los editores deberían poder correr riesgos. La denuncia, en vez del debate, producirá una especie de conformidad temerosa. El Zeitgeist cambia. Silenciar a gente que no nos gusta hará que a otros les resulte más fácil callar a la gente que nos gusta. ~

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Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en el Financial Times.

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(La Haya, 1951), ensayista y colaborador habitual de The New York Review of Books. Es autor de Asesinato en Ámsterdam (Debate, 2007), entre otros libros.


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